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Ancho y ajeno, pero también nuestro: el mundo de ‘La tonada del viento’

1. Los niños se pierden a menudo en el cine boliviano: Sebastiana en Vuelve Sebastiana (1953), Isico en Chuquiago (1977), Sebastián en La nación clandestina (1989), Elder en Viejo calavera (2016). A veces, en algunas de estas películas no importa tanto el hecho de que los niños estén perdidos sino más bien la sospecha de que quisieron y buscaron perderse. Así es con Sebastiana y Elder, que tienen que ser rescatados de su extravío: los tienen que convencer de que no está pues bien que anden por ahí, lejos de casa, por el mundo. En otras de estas historias, más que perderse, los niños —como Isico y Sebastián— han sido abandonados, casi vendidos: acaso esa violencia fundacional sea en ellos una herida irreparable, algo que hace difícil o tal vez imposible el regreso o la restitución.

2. La tonada del viento, de Yvette Paz Soldán, es una película sobre dos niños perdidos, Pancho y Pedro. En un viaje a la ciudad, Pancho se separa de su padre —su única familia— y termina en la calle, la Policía y finalmente un orfanato. A Pedro lo conocemos ya en el orfanato: es un niño chileno abandonado por su tío en Bolivia. Los dos deciden regresar.

3. Es inevitable notar que las historias de niños perdidos en el cine boliviano nunca se contentan con ser solo historias de niños perdidos: como que nos quieren decir, con celo alegórico, algo más. Por eso Sebastiana no es solo una niña chipaya perdida y más bien carga sobre sus hombros el peso de ser la representación de una cultura que, pese a las tentaciones de la modernidad, “persevera” —según el credo nacional-popular— en su ser, su identidad. Isico no solo es otro niño-aparapita arrojado a la urbe, sino la primera ilustración en una descripción sociológica de los estratos —de clase, etnia y topografía— que organizan y regulan una ciudad intensamente estratificada, Chuquiago. La biografía de Sebastián resume, en detalle, la historia contemporánea de Bolivia y del katarismo: perdido por las alienaciones de la ciudad y de la historia nacionalista, el sujeto indio decide morir —deshacerse de su vieja piel— para renacer, plenamente aymara, en el campo. Elder se va y se pierde, en más de un sentido, en la ciudad porque, a pesar de lo que nos dijeron diversos políticos, el origen no había sido tan idílico (la “clase obrera”, esa que no es la de antes, ha asesinado a su padre). Regresar —o dejar de ser un niño perdido— supone, para él, aceptar que ese origen es como cualquier otro: se funda en un crimen y es igual de humano.

4. Si la consideramos parte de esta tradición intensamente alegórica, La tonada del viento es una película atípica por su literalidad: en ella, los niños perdidos están realmente perdidos y su extravío no es, para variar, una recreación del trauma migratorio. Esta diferencia desencadena otras: Paz Soldán traza una historia en la que “estar perdido” es un estado permanente, sin remedio a la vista, casi una condición general. Por eso se acerca al relato de sus niños desde un tono decididamente menor: la suya es una película triste a veces, nunca trágica.

5. No hay en La tonada del viento espacios, personajes o situaciones que excedan una tensa cotidianidad que —porque eso es lo que hay— es aceptada por todos, casi como un destino. Inclinados por nuestra propia historia o por la costumbre narrativa a la exaltación de la crisis —social o personal— en tanto forma de revelación de la realidad, nos sorprende una película en la que las cosas no son denunciadas por ser como son y en la que las personas toman decisiones en un mundo que es duro, pero también hospitalario.

6. Perdidos y huérfanos, solos y deprimidos, Pancho y Pedro se hacen amigos y encuentran en esa amistad, como don Vito y Brillo en Mi socio, una suerte de salvación. Deciden escaparse del orfanato (ayudados por alguien de la misma institución) y emprenden un regreso: uno a la casa de su padre; el otro a Antofagasta.

7. Las motivaciones que alientan su viaje —en esta road movie de dos niños perdidos— son, como el resto de la película, también “menores”. Panchito no va en busca de su “origen” sino de algo más concreto: su deambular es impulsado por la imagen del padre (“debe estar triste porque no me encuentra”, explica, según ese modo indirecto del relato), por el cariño a un lobo y a unas ovejas, por el sonido del viento que lo apacigua. Pedro quiere volver al mar porque conecta su inmensidad a la memoria de algo familiar.

8. El de estos niños es un escape hacia ninguna parte, como el de Antoine, ese arquetípico niño perdido de Los 400 golpes (1959) de François Truffaut, una historia que también acaba en el mar. Pero, a la vez, lo que nos cuenta La tonada del viento es simplemente un viaje por un mundo que no es definido en términos posesivos (“nacionalistas”), un mundo que es de todos, como el sonido del viento o del mar.

9. A lo lejos, en el campo, vemos un corral. Lentamente, una puerta se abre y, como por un milagro, va apareciendo un rebaño de ovejas. Como con las imágenes de los obreros saliendo de la fábrica en Lyon de los hermanos Lumière —en una de las primeras películas de la historia del cine, de 1895— es difícil no alegrarse: así suceden y se mueven las cosas, pensamos; qué lindas son las ovejas, recordamos; qué hermoso es el mundo, sentimos. Y como en esas primeras películas, Paz Soldán no mueve su cámara, segura de que lo que sucede frente a ella basta y sobra. De hecho, su relato prefiere dejarnos frente a cuidadosas tomas largas en las que, en una serie de niveles (gracias a lo que los entendidos llaman “profundidad de campo”), aparecen espacios y gentes que están conectados, pero no de maneras directas, obvias o agónicas. Porque no hay en la película una forma de relato que nos obligue a sacar esas conclusiones que “caen por su propio peso”, a establecer causalidades “claras y contundentes”.

10. “¿Qué celebramos el 23 de marzo?”, pregunta una maestra de escuela a sus estudiantes. “Que los chilenos nos robaron el mar…”, responde un niño, como programado por años de insistencia pedagógica, de himnos y de arengas. Esto es quizá lo que la película de Paz Soldán rechaza, desmiente y niega: no nuestra historia, sino la construcción de una identidad que celebra el trauma —lo que nos falta— con cierto regocijo perverso. La tonada del viento es una película en la que nadie, gracias a Dios, quiere morir por la patria.