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Los dos papas

El filme de Fernando Meirelles explora la relación entre los dos últimos sumos.

/ 1 de enero de 2020 / 09:42

Una vez más, como sucede con frecuencia creciente, acaba de pasar, desapercibida, por las carteleras locales en medio de la barahúnda a propósito del inminente estreno del “último” capítulo de la saga de Star Wars, y otras nimiedades equiparables, una película añadida a la programación sin que el aparato de difusión de las multi-salas se digne informar a los espectadores sobre su arribo y menos todavía acerca de los detalles del asunto en ella abordada, de las controversias que agitó a su paso por otras latitudes, de varios aspectos, en fin, que tal vez hubiesen despertado el interés de un número importante de potenciales espectadores.

Dicho sea sin que signifique aventurar a priori ningún criterio axiológico a propósito de Los dos Papas, el título al cual venimos aludiendo en esta suerte de introducción, o reclamo, tan reiterativo cuanto inútil, a propósito de las actuales políticas de difusión de las aludidas multi-salas, resignadas estas a una inocultable sujeción a los más pedestres cálculos de taquilla, con absoluto desinterés por el cine en la acepción cabal de la palabra. Lo cual entraña desde luego una avería cotidiana a la cultura cinematográfica, lo que de ella resta, para no mencionar la implícita falta de consideración a los espectadores, reducidos a una cifra fácilmente permeable a la manipulación comercial. Es, si se quiere, la versión más o menos sofisticada de aquella consigna puesta en boga por uno de los precursores del sistema de los estudios en los años iniciales de Hollywood: “la edad mental promedio del espectador cinematográfico es de seis años”.

Cabe también agregar a la queja el dato de la progresiva apropiación del espacio audiovisual por Netflix, la cual utiliza las salas —una sola autorizada por ciudad como ya ocurrió hace poco con El irlandés, el último notable eslabón de la filmografía del maestro Scorsese— a modo de plataforma de lanzamiento para su inmediata puesta a disposición masiva por el streaming terminando así de confundir el ver cine —como se debe, en pantalla grande—, con mirar películas de la forma que sea. Y es de temer seriamente desde luego que este modus operandi se generalice en el corto plazo.

El director brasileño Fernando Meirelles (Sao Paulo/1955), catapultado a la notoriedad por cuatro nominaciones en la versión 2004 de los premios Oscar a su Ciudad de Dios (2002) y las loas de buena parte de la crítica a El jardinero fiel (2005), fue el elegido por Netflix para llevar a la pantalla el libreto del guionista neozelandés Anthony McCarten —La teoría del todo (James Marsh/2014), Bohemian Rhapsody (Bryan Singer/2018)—. En rigor de verdad el fuerte de Los dos Papas es el guion justamente, el cual Meirelles se limita a poner en imagen con un estilo profesional, en el sentido más pedestre del término, dejando buena parte de la responsabilidad de sostener ese relato a la impecable interpretación de Jonathan Pryce y Anthony Hopkins. Ambos cumplen a cabalidad con la misión de apartar a sus personajes de la imagen mística de inabordables enviados de Dios a la tierra, personificándolos como dos seres humanos de a pie.

Ello no obstante que la ambición última de la trama es dar cuenta del remezón que para la Iglesia Católica supuso en 2013 la renuncia del Papa en funciones casi 600 años después de la dimisión obligada de Gregorio XII en 1415; sacudimiento acentuado por tratarse de la elección del primer Papa jesuita y latinoamericano, por ende además el primer sumo pontífice no europeo después de Gregorio III, clérigo de origen sirio elevado al trono en el siglo VIII. Pero aquel traspaso del mando implicaba adicionalmente un probable cambio de norte en la máxima institución eclesiástica del catolicismo al dejar su cargo Benedicto XVI (Joseph Ratzinger) celoso guardián del dogma ya desde sus tiempos de líder de la Congregación para la Doctrina de la Fe, versión contemporánea de la Inquisición, pasándole el testigo a Francisco (Jorge Bergoglio), cardenal argentino que el 2012 supuestamente habría manifestado a su antecesor la decisión de renunciar, insatisfecho por el rol de la iglesia en los tiempos que corren despertando en su interlocutor —especula el filme— un marcado interés por revisar ese papel.  

El relato está centrado en varios coloquios entre ambos, durante los cuales abordan temas que van de la doctrina al tango, de la culpa al fútbol, de los desafíos del siglo a la pizza, etc. etc. Pese a la amplitud del espectro temático acometido en esos encuentros cara a cara, los diálogos se abstienen de toda pedantería intelectual —otra de las bazas del guion y de la interpretación—. Las conversaciones están, asimismo, atravesadas por un medido humor y de tanto en tanto la charla deja paso a visitas, de impronta casi turística, a sitios de la Santa Sede como la Capilla Sixtina —recreados meticulosamente en los estudios de Cinecitta y por medios digitales—, deriva que responde tanto a la necesidad de airear la narración como al deseo de lucir, sin que fuese dramáticamente necesario, las excelencias de una ambientación de primera.

El espectador podrá quedar sorprendido por el perfecto castellano con el cual se expresa el galés Pryce en uno de los sermones que pronuncia a poco de comenzar la película, se trata empero de un doblaje, recurso abandonado poco después, una muestra del eclecticismo formal que Meirelles exhibe a lo largo de todo su trabajo, al punto que podría considerárselo un “no estilo”, más bien un modo funcionalmente operativo para sacar adelante el encargo.

Paréntesis. Habrá que preguntarse si tal sincretismo no constituye en definitiva la vía excluyente para manejar, en tiempos de la mundialización del capitalismo informático —eso que se denomina erróneamente “globalización”—, cualquier proyecto financiado por varios países —cuatro para el caso—, con actores así cómo técnicos de innumerables procedencias y lenguas, y en los cuales la palabra final en todos los aspectos la tiene el gestor financiero de la producción, amén de propietario exclusivo de los derechos de exhibición. 

Volvamos al asunto. Claramente el tratamiento da cuenta de una inocultable simpatía por Bergoglio, abundando en referencias a su biografía y cuyas criticadas vacilaciones frente a la dictadura militar, o su timorato manejo de los escándalos salidos a la luz pública por las incontables denuncias de abusos sexuales cometidos por curas de diversos lugares, pretende excusar puntualizando el sentimiento de culpa que el personaje experimenta. En cambio se dedica un metraje mucho menor a los antecedentes biográficos de Ratzinger, al cual se le dispensa de todos modos un tratamiento condescendiente, pincelando apenas al pasar sus criterios dogmáticos más extremos, al punto de terminar presentándolo como un sujeto bonachón, algo quedado en el tiempo, eso sí, pero muy diferente al inmutable y severo custodio de la Doctrina, opuesto sin matices al más mínimo retoque en esta cuando de asuntos cómo el aborto o los matrimonios homosexuales se trataba.

Resulta poco creíble que en la realidad entre los dos personajes se hubiera establecido una conexión afectiva tan cálida y cercana como pretende la película. Se trata en todo caso de una licencia dramática admisible en el intento de marcar la transición desde un papado de indisimulable cuño conservador a otro consciente de la pérdida progresiva de fieles desinteresados de una institucionalidad ajena a sus afanes y tropiezos terrenos. El problema estriba empero que ese parteaguas y sus implicaciones van quedando poco a poco desdibujadas por los sucesivas capas de barniz edulcorante aplicados a medida que el relato avanza, por momentos a un ritmo demasiado cansino.

Los dos Papas es en suma, y pese a lo recién anotado, un llevadero pasatiempo, que termina apostando a ilustrar cómo la hierática rigidez de Ratzinger va quedando rendida a la sencillez de Bergoglio, pero quién espere encontrar en ella alguna profundización en los laberínticos entretelones de la política vaticana, así como en la sorda pugna todavía en curso entre la tradición y el agiornamiento, se llevará un buen chasco.

FICHA TÉCNICA.- The Two Popes – Dirección: Fernando Meirelles – Guión: Anthony McCarten – Fotografía:  César Charlone – Montaje: Fernando Stutz – Diseño: Mark Tildesley – Arte: Saverio Sammali – Música: Bryce Dessner – Efectos: Eri Adachi, Nicholas Bennett, Kerrie Bryant, Jolien Buijs  – Producción: Mark Bauch, Jonathan Eirich, Marcelo La Torre – Intérpretes: Jonathan Pryce, Anthony Hopkins, Juan Minujín, Sidney Cole,  Thomas D Williams, Federico Torre,  Pablo Trimarchi,  Walter Andrade – Inglaterra / Italia / Argentina / EEUU/ 2019

(*) El autor es crítico

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Garra de hierro

La cinta de Sean Durkin visita el mundo de la lucha libre a través de la historia de la familia Von Erlich

Por Pedro Susz K.

/ 21 de abril de 2024 / 06:23

Si bien ese seudodeporte denominado lucha libre, por aquí conocido como cachascán, que no es otra cosa sino la escenificación de la violencia para saciar el apetito de brutalidad que habita en la oscuridad de los más recónditos escondrijos de la curiosidad humana, tiene su origen y escenario principal en los Estados Unidos, al igual que otras tantas modas, se ha extendido al mundo entero. Sigue por cierto siendo un enigma muy difícil de dilucidar el por qué ese mero simulacro de cualquier combate verdadero continúa cautivando a millones de seguidores en distintos puntos del planeta, el grueso de los cuales saben que todo lo que acontece sobre el ring es postizo.

Valga el apunte: por estos lares desde luego no hemos podido quedar ajenos a la referida boga según queda evidenciado con el más o menos reciente apogeo de las exhibiciones de las cholitas luchadoras que han tomado la posta de sus pares masculinos otrora a cargo de poner en escena tales imitaciones de la lucha real.

Garra de hierro es el tercer largo dirigido por el realizador de origen canadiense Sean Durkin (1981), cuya infancia transcurrió en Londres y terminó aposentándose en Manhattan, donde ha desarrollado una nutrida trayectoria en el campo del cortometraje y varios trabajos para televisión, hasta acabar siendo un director muy valorado entre la crítica, sobre todo de su país de adopción, pero no solo, por su opera prima Martha Marcy May Marlene (2011) thriller psicológico que escarba en las aprensiones de una protagonista aquejada de profunda paranoia luego de fugar de una opresiva secta.

El nido (2020) su segundo largo asimismo, como el anterior, guionizado por el propio Durkin, puso en pantalla una cuestión no menos escabrosa: otro drama sicológico, esta vez a propósito de la crisis de cierta pareja mudada de Nueva York a Londres donde la convivencia en el día a día se va transformando en una suerte de infierno sin escape. Y ambas obras previas obtuvieron múltiples premios y reconocimientos.

Regresemos empero a la incubadora del norte, donde si hubo alguna celebridad de la lucha libre profesional especialmente mimada por los medios de comunicación fue nada menos que una familia entera apellidada Von Erlich, casi todos de cuyos integrantes probaron fortuna, con diverso éxito, sobre el cuadrilátero entre los años 80 y 90 del siglo anterior. Empero su fama no se debió únicamente a los forcejeos contra los presuntos antagonistas, asimismo a las múltiples tragedias que debieron soportar en aquella misma época, dramas convertidos por la prensa sensacionalista en el aderezo que faltaba para convertir su historia en insumo preferente de la masa de fisgones atentos a cada nuevo detalle, cuanto más ominoso digerido con mayor fruición por los fans.

Garra de hierro arranca en un blanco y negro muy granulado, cual si se tratase de un fragmento documental de lo acaecido en los años 60. En la escena Fritz Von Erich, el patriarca del clan en cuestión, acaba de bajar del escenario cuadrangular donde escenificó algún capítulo del show dizque deportivo luego de haber liquidado a un antagonista valiéndose de una de las típicas “llaves”. Emprende enseguida el retorno a casa mientras en el asiento trasero del auto varios niños escuchan absortos el sermón de su papá prometiendo que logrará hacerse pronto del título de campeón mundial y así tendrán fin las dificultades existenciales que en ese momento los agobian.

Enseguida la narración da un salto temporal hacia adelante. Fritz no ha conseguido hacer realidad su promesa. En cambio ha contagiado, aplicando un rigor dictatorial, a sus hijos, Kevin, David, Mike y Kerry, de la pasión por alcanzar la meta que se le escapó, aun cuando algunos de ellos hubiesen preferido dedicarse a la música o al fútbol americano. Entretanto Doris, la madre, sigue temiendo azorada, pero en silencio, que ese negocio en el que Fritz embarcó a tiempo completo a todos sus vástagos, incluso uno que la película deja de lado, no conduzca a nada.

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Por añadidura la tragedia ya asomó sus narices con la muerte, en inexplicable accidente, de Jack, el primogénito, cuando apenas tenía seis años. Y las consiguientes sospechas de que alguna maldición ronda sobre la familia ya no sólo embarga a Doris, ha sido asimismo inoculada en los muchachos que tampoco se atreven, a pesar de su contenida angustia, a desmarcarse de las tajantes órdenes del mandamás del clan. Y Fritz, el único sobreviviente de los cinco hermanos al cabo de unos pocos años, es quien más convencido se encuentra de alguna torcida confabulación causante de esa suma de siniestros ocurridos en apenas menos de una década. 

Que al patriarca sólo le importa sobre todo el triunfo a como dé lugar de los encargados de alcanzar la cima que a él no le fue dable obtener queda expuesto en una escena donde se muestra que a pesar de tratarse el espectáculo de puro fingimiento escénico mediante un cuidadoso entrenamiento previo de los protagonistas, la lucha libre no se encuentra absolutamente exenta de cualquier riesgo. Habiendo develado ya a los contendores como personajes investidos de una maldad sin límites, los cuales en la realidad, vale decir fuera del escenario y de la vista del público, son amigos muy chacoteros, en uno de los presuntos combates casi a muerte Kevin es lanzado fuera del ring y cae de espaldas, quedado en verdad seriamente lastimado, lo cual no lo salva de una severa amonestación de Fritz por el tiempo que demoró en ponerse de pie. A papá le vale madre si el golpe fue dañino y una vez más le endilga su monocorde mantra: sólo si se muestran como los más duros, más rápidos y fuertes, nada ni nadie los podrá damnificar.

El guion de Durkin no se contenta con detallar la saga biográfica de los Von Erich. Pretende en el fondo convertir esa historia real en una alegoría de múltiples connotaciones acerca de los patrones éticos en una sociedad, la estadounidense, donde lo virtual, los espejismos del éxito y la fama son los puntales de un modelo que antepone el individualismo radical e implacable a cualquier consideración social. Adicionalmente se evidencia otra faceta metafórica en el acento puesto sobre la función que el espectáculo cumple en una sociedad cuya supuesta modernidad libre de prejuicios es desmentida a cada instante por el éxito de divertimentos, como la lucha libre precisamente, impregnados de una masculinidad herméticamente invariable en las reglas de comportamiento que aposenta en los imaginarios colectivos.

En ese sentido el retrato de Fritz que Durkin entrega acentúa el perverso efecto ambivalente de la tóxica tiranía de su manejo de las cosas. Si por una parte ansía sinceramente ver triunfar a sus hijos, el recorte radical del libre albedrío de estos acaba empujándolos hacia la tragedia, signada por los dolorosos episodios dramáticos que les caen regularmente encima, en buena medida debido a que si la solidaridad entre hermanos es la fachada de la convivencia familiar, entretanto en la trastienda, impera la competencia entre ellos, acicateada por el insaciable ansia de gloria del padre, y termina imprimiendo el rumbo a seguir en el día a día.

Así, lo que pareciera ser una mera ilustración fílmica de la lucha libre, es en el fondo un desmenuzamiento de las vicisitudes escondidas detrás de las apariencias de ese supuesto prototipo familiar que al mismo tiempo protege y destruye a sus componentes. Apenas sucedida la primera desgracia Fritz declara: «No podemos permitir que esta tragedia nos defina». Y luego, después de ocurridas las varias otras, les reitera, inmutable, a sus hijos: «Nuestra grandeza se medirá por nuestro triunfo en la adversidad». La altisonancia de tales sentencias sugiere que en realidad se trataba del autoengaño de alguien que no terminaba de comulgar en el fondo con semejantes dichos.

Son inocultables las referencias de Durkin a Toro salvaje (Martin Scorsese/1980) y El francotirador (Michael Cimino/1978). En el primer caso, no sólo por la recurrencia al blanco y negro en el prólogo descrito, sobre todo porque allí ya se ahondaba en las averías de la violencia espectacularizada, y en el segundo, por el lugar central que en la película tenía el resquebrajamiento de la amistad masculina a causa del progresivo menoscabo de la inocencia por la competencia como valor social predominante que trizaba toda otra fórmula de subsistencia en común.

Está claro que Durkin eligió reconstruir la historia familiar de los Von Erich con una sobriedad dramática, no exenta de algunos toques alejados de la fidelidad puntual a la realidad, con un estilo narrativo muy distante de la exaltación heroica a la cual se prestaba el tema. Se le va sin embargo la mano en la moderación, como si hubiese temido incurrir en una falta de respeto a la memoria de sus personajes y de los penosos traspiés que debieron confrontar.

De tal suerte su descenso a los entresijos oscuros de la condición humana aparece lastrada por una falta de hondura sicológica en la achatada descripción de padres e hijos, no obstante la probada solvencia histriónica del elenco que reclutó, pero al cual forzó a una contención que no ayuda en absoluto al espectador a traspasar la superficie del drama sintonizando con las tristes eventualidades que los personajes reales se vieron obligados a transitar. El trato entre los hermanos cae en el esquematismo y los propios caracteres individuales terminan siendo sosos. Salvo quizás el de Doris, la madre que sobrelleva en angustiado silencio la creciente aproximación al abismo, personificada de modo convincente por una Maura Tierney, a la cual le alcanzan pocos minutos, y mayormente miradas antes que diálogos, para componer una conmovedora criatura. En cambio Holt McCallany, en el rol del autoritario Fritz, parece desaprovechado por los desniveles del guion acerca de su papel. 

Así, a pesar del magnífico trabajo del director de fotografía húngaro Mátyás Erdély, gracias al cual la película va insinuando que lo mostrado podría derivar en cualquier momento hacia una explosión emocional, es justamente emotividad lo que falta, al punto de acabar dejando la sensación de una hechura un tanto hueca e insustancial. No aportan tampoco al espesor dramático el moroso arranque sobrado en minutos y falto de vigor, las incoherencias narrativas con las que forcejea de rato en rato la puesta en imagen, ni la forzada apelación, sobre el final, a una secuencia fantasmagórica totalmente incongruente con el circunspecto tono que impregna hasta esa instancia el relato. 

Ficha Técnica 

Título Original: The Iron Claw – Dirección: Sean Durkin – Guion: Sean Durkin – Fotografía: Mátyás Erdély – Montaje: Matthew Hannam – Diseño: James Price – Arte: Sammi Wallschlaeger – Música: Richard Reed Parry – Efectos: Santanna Dean, Jack Hale, Zack Beshears, Adam Broad – Producción: Len Blavatnik, Danny Cohen, Sean Durkin, Maxwell Friedman, Juliette Howell, Harrison Huffman, Angus Lamont – Intérpretes: Holt McCallany, Maura Tierney, Grady Wilson, Valentine Newcomer, Zac Efron, Harris Dickinson, Scott Innes, Chavo Guerrero Jr., Garrett Hammond, Stanley Simons, Michael Harney, Jullian Dulce Vida, Cazzey Louis Cereghino, Ryan Nemeth, Lily James, Kevin Anton, Jeremy Allen White, Michael Papajohn, Brady Pierce –EEUU, INGLATERRA/2023

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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Lazos de vida

Anthony Hopkins protagoniza esta película biográfica del director británico James Hawes

Por Pedro Susz K.

/ 14 de abril de 2024 / 06:49

El cine británico no atraviesa su mejor momento y Lazos de vida, caprichosa traducción del título original One Life, o sea, “una vida”, no hace otra cosa que ratificar lo dicho, pese a los loables propósitos que llevaron al director James Hawes a develar en esta su opera prima, luego de varias décadas trabajando en serieS y películas para televisión, la historia real de Nicholas Winton (1909/2015) que, por decisión del propio Winton, tampoco había sido divulgada en su propio país hasta que Bárbara, hija de Nicholas, puso en circulación en 2014 la biografía de su papá, texto que a su vez inspiró un par de entregas de “¡Esto es vida!” (Thats Life!), amarillista y mediocre programa de entrevistas televisivas de la BBC, sobre el cual volveré más adelante puesto que cerrando el círculo la película recrea ese par de entregas.

En realidad la película de Hawes está dividida en dos líneas argumentales de un modo tan mecánico que bien puede apreciársela como dos películas biográficas cuyos pedazos se entremezclan de una manera igualmente poco imaginativa, cual si se tratase de algún telefilm o documental de relleno, destinado a la pantalla chica, impregnado eso sí de buenas intenciones y de la entumecida severidad que las reglas mandan cumplir cuando se trata de un asunto tan importante como la segunda guerra mundial. Allí está asimismo la ostentosa recreación de época, no vaya a ser que alguien se distraiga por cualquier detalle fallido, que se despiste por algunos desacertados saltos narrativos o se aburra por la poca garra narrativa de la puesta en imagen, que no pareciera importarle al director.

El relato arranca en 1987 cuando un ya anciano Winton es prácticamente forzado por su esposa a poner algo de orden en la mansión donde viven. En una de las habitaciones, el protagonista conserva miles de hojas de papel y otros recuerdos pasados. Entre ellos cierto maletín en cuyo interior se encuentran fotografías de niños y niñas, así como los documentos de las gestiones que, frente a una hermética burocracia, debió llevar a cabo más de medio siglo atrás, además de un cuaderno conteniendo la minuciosa anotación, por el propio Winton, de lo sucedido en aquella instancia. El descubrimiento lo lleva a recordar aquel episodio de su vida sintiendo nostalgia y al mismo tiempo culpa por haberse limitado, o retrasado, en acciones apuntadas a morigerar los horrores de la conflagración bélica acaecida justamente en los tiempos de los cuales proviene esa suerte de tesoro personal.

Ocurre que la otra línea narrativa recrea la campaña que un joven corredor de bolsa, que se decía socialista, Winton precisamente, emprendió en 1938, en vísperas de la segunda guerra mundial, cuando aprovechando sus vacaciones y debido a los horrores que le refirió un amigo decidió visitar Praga en inminente peligro de ser invadida por las tropas alemanas, las cuales ya habían entrado en Polonia y, se sospechaba, planificaban la ocupación de la entonces capital de la antigua Checoslovaquia.

El cuadro con el que se topó Winton era verdaderamente aterrador. Miles de refugiados hacinados en un gueto de la ciudad sobrevivían apenas en las peores condiciones imaginables. Sobre todo los niños que, aparte de estar expuestos a temperaturas heladas y a la brutalidad de quienes, por un desbocado instinto de supervivencia trataban de salvarse sin importarles el sufrimiento de sus prójimos, carecían de todo alimento para saciar el hambre. En suma, les esperaba una muerte segura debido a la implacable política de limpieza étnica llevada a cabo por las huestes hitlerianas. Entonces Winton, luego de regresar a Londres y contando con el decidido apoyo de Babete, su madre, resolvió poner en marcha el proyecto humanitario: Comité Británico para los Refugiados de Checoslovaquia.

Sobre todo Winton se sintió responsable de intentar salvar a la mayor cantidad posible de niños, empeño que concretó organizando el transporte de aquellos a bordo de trenes. Ocho viajes permitieron trasladar 669 pequeños, casi todos huérfanos, hacia Gran Bretaña, el noveno resultó fallido cuando se declaró oficialmente la guerra. Y aquella frustración quedó anclada en la memoria del protagonista, empujándolo a pensar que pudo no haber hecho lo suficiente para impedirla. 

Lo escabroso de la tarea de rescate no se limitaba por cierto al esfuerzo para conseguir el medio de transporte. Las autoridades migratorias británicas, nada interesadas en guarecer a esos exiliados, impusieron una absurda serie de reglas: para dejar entrar a los recién llegados el referido Comité debía gestionar la visa oficial para cada uno de ellos, amén de convencer a una familia de acogida obligada a certificar por escrito su consentimiento, y, por último, pagar 50 libras esterlinas, equivalentes a unos 10.000 dólares actuales, por cada refugiado, lo cual obligó a Winton y sus amigos a emprender trabajosas gestiones para recaudar los fondos. Y según se sabe, incluso salvados tales requisitos tampoco escasearon los actos discriminatorios contra aquellos nenes, a muchos de los cuales Churchill encarceló y finalmente obligó a incorporarse a las tropas británicas.

Anecdóticamente, a manera de una suerte de tardía mea culpa protocolar por aquellas inadmisibles torpezas, en 2002 Isabel II confirió a Winton el título de Caballero. Menos mal la película de Hawes no incluyó tal vergonzoso gesto de encubrimiento por el  venido a menos imperio de otrora entre las escenas de Lazos de vida. Dicha omisión se torna empero asimismo sospechosa, teniendo presente las actuales insensibles políticas británicas de cara a los angustiosos intentos migratorios de miles de fugados de sus respectivos países, africanos sobre todo, escapando de matanzas y de inaguantables condiciones de vida.

Volviendo empero al relato. Agotada la trivial recreación de los afanes del joven Winton, que pone el acento sobre todo en los referidos forcejeos burocráticos y en las incansables gestiones de Babete, sin conseguir profundizar adecuadamente en el sufrimiento de las víctimas a las cuales se intentaba mantener vivas, puesto que a Hawes se le antoja suficiente una convencional, distante, puesta en imagen, apelando a una fotografía de igual manera insípida y a una banda sonora atenida a las recetas más sobadas para acentuar la emotividad de ciertas escenas y estrujar los lagrimales del respetable, sin conseguir empero ahondar de verdad en la tragedia que se muestra, el relato da un nuevo salto temporal de los múltiples frecuentados para transitar del pasado al presente y viceversa, reenfocándose en las reacciones de Winton al  toparse en su memoria con lo acaecido medio siglo atrás.

Sin saber exactamente cómo proceder con el contenido del maletín, le presenta, por si acaso,  la documentación al director del periódico de la ciudad, sin que este muestre el menor atisbo de interés. Más adelante se la hace conocer a Betsy Maxwell, la esposa gala de Robert Maxwell, potentado financiero, propietario de varios medios y responsable de un sonado fraude. Quizás debido a sus raíces checas Maxwell sí cree que se trata de material valioso, sobre todo debido a la ignorancia generalizada entre la población inglesa, incluyendo a los entonces ya maduros sobrevivientes del Holocausto gracias a Winton, el protagonismo de este en aquel episodio.

Semejante desconocimiento se debió, quedó anotado, a la propia reticencia de Winton a divulgar dicho rol, reserva finalmente superada, puede inferirse, debido al hecho de que en el momento cuando desentierra, por así decirlo, aquel tesoro, eventos muy parecidos al que vivió en Praga vuelven a acaecer en varias latitudes del mundo. Pero él, que podía haber aportado a superar, así fuese en alguna medida la precariedad dramática de Lazos de vida queda tímidamente sugerido por Hawes, desperdiciando así otro de los varios insumos que se le escapan, ocupado como está en machacar sobre las, ya colacionadas, reiterativas vueltas a los encontronazos de Winton y su madre con los burócratas.

Y si la película no acaba hundida en el fracaso total es gracias, principalmente,  a que Anthony Hopkins se apropia desde su creíble corporización del protagonista muy entrado en años de la responsabilidad de mejorar la contextura narrativa. Sobre todo en las escenas inspiradas, como se dijo, en el programa de entrevistas televisivas difundido por la BBC. En el primero se ve a Hopkins/Winton confundido entre el público, donde asimismo están algunos de aquellos 669 niños, para entonces ya mayores, que pudieron continuar con vida gracias a la más que encomiable iniciativa de aquel. En la segunda de las transmisiones todos los asistentes, recién enterados de la hazaña de Winton, puesto que ciertamente lo fue, pertenecen a dicho grupo, como a su vez recién se enterará aquel, sin que el sentido reencuentro disipe su creencia de que pudo haber hecho más.

Por cierto mucho más pudieron haber hecho Hawes y los guionistas Coxon y  Drake con una historia potencialmente llena de emotividad y otros filones pasados por alto en el tratamiento, más parecido al de un telefilm rutinario que al de un trabajo destinado a la pantalla grande. Son inocultables las influencias sobre Lazos de vida de La lista de Schindler (1993) de Steven Spielberg aunque son igualmente indisimulables las diferencias con esta última, uno de los emprendimientos más valorables en la filmografía de Spielberg. Ello vuelve a dejar al descubierto que el tema abordado en una película no sirve por sí solo para hacer de esa realización un producto elogiable, importa, en igual medida, el cómo se lo traslada del papel, o la idea,  al relato audiovisual. Y desde luego, las buenas intenciones son lo último que pesa a la hora de ponderar un film.

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Ya se aludió a la chatura del estilo fotográfico y de la banda sonora. En cuanto al desempeño actoral también quedó puntualizado el de Hopkins, quien se desembaraza del encargo sin gran esfuerzo pero con la solvencia conocida. Y merece un apunte especial Helena Bonham Carter en el rol de Babete, o Babi como le dice su hijo, una de las mayores figuras puestas a consideración del espectador por el cine del Reino Unido de un buen tiempo a esta parte, sobre todo a partir de su papel protagónico en Alicia en el país de maravillas (Tim Burton/2010).  El resto sobreactúa debido a la impostada manera de recitar las casi siempre demasiado pedestres o extensas parrafadas del endeble guion. Otro de los síntomas, en definitiva, de la adhesión de Hawes al envarado estilo socorrido con obsesiva insistencia sobre todo en filmes enfocados sobre eventos bélicos, en otros géneros también claro, que confunde seriedad con solemnidad y almidonado.

Ficha Técnica 

Título Original: One Life – Dirección: James Hawes – Guion: Lucinda Coxon, Nick Drake – Libro: Barbara Winton – Fotografía: Zac Nicholson – Montaje: Lucia Zucchetti – Diseño: Christina Moore – Arte: Jan Kalous, Aline Leonello, Jo White – Música: Volker Bertelmann – Efectos: Chris Reynolds, Ryan Spike Dauner, Sarah Dicks, Peter Elton, David Fowler – Producción: Katherine Bridle, Emile Sherman, Iain Canning, Joel Stokes, Barbara Winton, Eva Yates, Nicky Earnshaw, Simon Gillis – Intérpretes:  Anthony Hopkins, Lena Olin, Johnny Flynn, Helena Bonham Carter, Michael Gould,  Tim Steed, Matilda Thorpe,  Daniel Brown, Alex Sharp, Jirí Simek, Romola Garai, Barbora Váchová, Juliana Moska, Jolana Jirotková, Michal Skach, Samuel Himal, Matej Karas,  Ella Novakova – INGLATERRA/2023

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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Pobres Criaturas

El director griego Yorgos Lanthimos presenta una cinta con adeptos y detractores que renueva el mito de Frankenstein

Emma Stone actriz

Por Pedro Susz K.

/ 7 de abril de 2024 / 05:42

Si hay un director en actividad que divide radicalmente las aguas de la crítica, ese sin duda es el realizador griego Yorgos Lanthimos (Atenas/1973) cuya filmografía se ha caracterizado desde siempre por un tono provocador que algunos recensionistas elogian por considerarlo el paradigma de la ruptura con las fórmulas instituidas por la industria del entretenimiento, mientras, desde la vereda opuesta, se lo acusa de abusar del efectismo estético y dramático para labrarse la figura de un autor, sin que ello suponga empero que lo sea de verdad, aun si esa misma corriente le reconoce poseer un estilo inimitable.

Tales valoraciones en extremo dispares, de las cuales asimismo ha sido objeto Pobres criaturas, considerada por el bando pro Lanthimos la mejor película producida en 2023, y por la facción anti Lanthimos como una pretenciosa y falaz adscripción a las recetas de una intelectualidad atrapada en los ademanes de rebeldía vacíos de cualquier significado real, si se quiere un surrealismo desbocado, persisten desde las primeras hechuras del realizador. Estas se remiten a su opera prima Mi mejor amigo (2001), pero fue con Canino (2009) cuando saltó a la fama, amén de haber conseguido el gran premio del Jurado en el Festival de Cannes. Su reputación aumentó con Langosta (2015) nominada ese año al Oscar a mejor guión original y siguió creciendo con El sacrificio de un ciervo sagrado (2017) que se hizo acreedora al galardón de mejor guión nuevamente en Cannes. La favorita (2018) fue nominada a 10 premios Oscar y se alzó con el Globo de Oro a Mejor Película en el género comedia o musical. En todos los casos el ya referido parteaguas en los comentarios ratificó cuando menos que ningún crítico queda indiferente a los trabajos de Lanthimos.

ACTRIZ. Emma Stone ganó el Oscar a mejor actuación femenina por su interpretación de Bella Baxter.
Emma Stone ganó el Oscar a mejor actuación femenina por su interpretación de Bella Baxter.

Y lo propio ha venido sucediendo con Pobres criaturas, que agregó a la vitrina de Lanthimos el León de Oro del último festival de Venecia, actualmente en la cartelera local. Ambientada en la Inglaterra victoriana del siglo XIX y basada, de manera por cierto muy heterodoxa, en la novela del escritor escocés Alasdair Gray, narra la historia de Bella Baxter, muchacha embarazada que, harta del maltrato de su sádico marido, el General Blessington, resuelve suicidarse, arrojándose al río. De allí es rescatada por el alocado científico Godwin Baxter —sujeto desfigurado a consecuencia de los experimentos que le forzó a soportar su propio padre—, quien le implanta el cerebro del feto y la revive electricidad mediante.

La narración arranca con escenas en blanco y negro donde se ve a Bella conviviendo con una bizarra fauna, producto de la hibridación de dos o más especies experimentada por Baxter. Esos extraños gansos con cabeza de perro, patos con cabeza de cabra o bulldogs con cuerpo de gallina vienen a ser algo parecido a la bebé con cuerpo de adulta, o la señora con cerebro de recién nacido: o sea Bella. Y el resultado conjunto de esos experimentos no es otra cosa que un irónico apunte del director sobre los horrores en los cuales puede desembocar la experimentación entendida como una búsqueda desenfrenada del progreso a cualquier costo. Ergo: la premisa esencial de la modernidad occidental y raíz del capitalismo.

Claramente el argumento básico es una nueva vuelta de tuerca sobre la vieja advertencia acerca del abismo al cual empujan las pretensiones humanas de asumir el rol de las deidades desarrollado por Mary Shelley en su Frankenstein o el Prometeo moderno (1918), pero en la ocasión releído a través de un lente steampunk, o sea esa derivación del cyberpunk a un género retrofuturista de ciertas ucronías. Traduciendo: una forma de revisar el pasado desde el presente partiendo de la pregunta ¿y qué hubiese ocurrido si en lugar de lo que aconteció pasaba …. (vaya uno a saber qué)?

De tal suerte el relato nos pone en presencia de una mujer ya casi madura pero con la mente de una preinfante, que llama Dios a su tutor adoptivo, giro sarcástico utilizado por Lanthimos para burlarse al mismo tiempo de los padres que se consideran dueños de una verdad que deben transferir a sus criaturas y de los varones que se asumen seres superiores a los cuales el destino les impone la difícil tarea de espabilar a las mujeres por el camino de la vida, siempre y cuando las féminas no pretendan conocer por sí mismas el trayecto a seguir, ni se muestren demasiado curiosas respecto a los dilemas existenciales.   

Para ayudarlo en el proceso de educación de Bella, Baxter contrata a Max, estudiante que terminará enamorado y casándose con la muchacha cada vez menos atenida a las normas sociales así como a las reglas moralizantes de su época y ansiosa por descubrir el mundo, conociéndose de paso a sí misma y a quienes va encontrando a su paso. Ese deseo la empuja a fugar con el abogado Duncan, canallesco vividor que planea llevarse a Bella a fin de satisfacer sus deseos sexuales para luego abandonarla en cualquier lado. El periplo, a lo largo del cual Duncan se va hartando de las que juzga extravagancias eróticas de su objeto de placer, mientras esta se desinteresa en cada vez mayor medida de su compañía, los lleva por Lisboa, al interior de un barco de lujo, una breve parada en Alejandría, para terminar en Paris, donde la protagonista decide llevar al extremo su indagación sobre el sexo dedicándose a la prostitución. En el lenocinio además forma pareja con una de sus colegas, completando de tal forma su insubordinación contra todos los mandamientos de la alta sociedad.

Tal escéptica mirada sobre la historia se hace extensiva a la no menos cruda visión de Lanthimos sobre las miserias de la especie humana: la egolatría, la perversidad, la avaricia, el afán de dominación o el deseo de venganza. Comportamientos con los cuales va colisionando Bella en su trayecto a ser completamente libre para ejercer su irrefrenable curiosidad sin prestar atención a los “no se debe” o “no se hace” que el contexto interpone en su procura de ser ella misma y no así una sumisa réplica de los modelos vigentes.

La labor del elenco de Pobres criaturas es uno de los sostenes básicos del film. Especialmente el desempeño de Emma Stone, asimismo coproductora del film, como Bella resulta prodigioso por todos los riesgos que asume en su personificación de esa mujer sin pasado que preservar, ni pudor que acatar, desentendida, en suma, de cualquiera de los límites que la sociedad de su tiempo —y, en buena medida, de todos los tiempos— impone y por la forma de salvar semejantes  contingencias sin apelar a ninguna coartada. Willem Dafoe en la piel del demente científico ratifica ser uno de los actores más interesantes de la actualidad. Y Mark Ruffalo como Duncan consigue también zafar de los clichés de los galanes villanos sin dejar por ello dudas de su ruindad. El resto del elenco acompaña sin desafinar y logrando estar a la altura de los citados.

Tampoco puede dejar de mencionarse el aporte del diseño de producción en el vestuario, maquillaje, elección de escenarios y si bien la música de Jerskin Fendrix no se ajusta tampoco, como nada en esta película, a los socorridos patrones vigentes, pone lo suyo para que el manejo visual del fotógrafo Robbie Ryan donde asimismo abundan los zooms, los cambios de formato, los paneos en diferentes velocidades, los primerísimos primeros planos y varios otros recursos en parte inspirados en el Drácula (1992) de Francis Ford Coppola. Tales herramientas narrativas, lejos de ser ingredientes caprichosamente empleados para aderezar el tratamiento discursivo son recurridas siempre en función del momento o de los altibajos anímicos de la protagonista. Se detectan asimismo algunas instancias inspiradas en El hombre elefante (1980) de David Lynch.

Visualmente el despliegue resulta abrumador. Una constante en la filmografía del realizador es su recurso al objetivo gran angular, u ojo de pescado, utilizado para ampliar el campo de visión distorsionando las perspectivas y los volúmenes, vale decir, sumando un efecto puramente icónico a la impresión que recibe el espectador y ahondando la inmersión de este. Aquí reincide en dicho uso, tal vez con una frecuencia excesiva que va menguando su eficacia, del mismo modo como lo hace la extensión del metraje, la película dura 2 horas y 31 minutos, lindando con el engolamiento siempre dañino para la robustez dramática de cualquier trabajo. No es que le sobren demasiados minutos, pero algunos menos pudieron haber ayudado a la perfección del producto, un tanto agrietada asimismo por el extravagante final que pareciera dar la impresión de que a Lanthimos las cosas se le salieron un tanto de control en esta mezcla entre humor ácido, irreverente, a momentos negro, fantasía sin límites, barroquismo visual y alegato contra las estupideces heredadas de una cultura lastrada por muchas de sus descaminados mantras.

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Para peor dicho desenlace les sonó a muchos como un guiño de simpatía y complicidad al orden establecido, gesto de lleno contradictorio con el acento cuestionador, burlesco, que Lanthimos aparentaría así, falsamente, entregar en su historia. Hasta cierto punto no pareciera faltarles de todo razón a los cuestionadores, aun cuando tampoco deja de ser probable que algunas de las interpretaciones descalificadoras fueran efecto del mareo sufrido por aquellos a causa del vertiginoso manejo de las imágenes, pero… ahí lo dejo.

Personalmente el de Yorgos Lanthimos no es el estilo fílmico que más me atrae, sin desconocer tampoco la inconfundible impronta con la cual ha sido consecuente a lo largo de su obra, a diferencia de tantos meros artesanos que consideran el cine como una fuente de ingresos en lugar de una fuente de inspiración y por tanto no tienen reparo alguno en cambiar de estilo, de género o, incluso, de cosmovisión. Sin embargo mi anotada distancia con el modo de puesta en imagen de Lanthimos, y a pesar de las demasías citadas, Pobres criaturas se me antojó un trabajo por demás atendible, pues sin ser una película sencilla tampoco se vuelve hermética, completando unos cuantos meses en los cuales nos ha sido posible apreciar varios filmes fuera de lo común, antes, me temo, de volver a la rutina de las mediocridades caras y vacías.

Ficha técnica

Título Original: Poor Things – Dirección: Yorgos Lanthimos – Guion: Tony McNamara – Novela: Alasdair Gray – Fotografía: Robbie Ryan – Montaje: Yorgos Mavropsaridis – Diseño: Shona Heath, James Price – Arte: Renátó Cseh, Judit Csák, James Lewis, Jonathan Houlding, Bence Kalmár Géza Kerti, – Música: Jerskin Fendrix – Efectos: Balázs Hoffmann, Gábor Kiszelly, Dániel Szabó, Andrew Woolley – Producción: Daniel Battsek, Ed Guiney, Ildiko Kemeny, Yorgos Lanthimos, Emma Stone, Andrew Lowe – Intérpretes: Emma Stone, Willem Dafoe, Hanna Schygulla, Mark Ruffalo, Ramy Youssef, Jack Barton, Kathryn Hunter, Charlie Hiscock, Vicki Pepperdine, Christopher Abbott, Attila Dobai – EEUU, INGLATERRA, IRLANDA/2023

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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Días perfectos

La laureada película del director alemán Wim Wenders tiene como escenario la ciudad de Tokio, Japón

Por Pedro Susz K.

/ 31 de marzo de 2024 / 06:05

Sigilosamente, tal cual ocurre con todas las películas provenientes de otros orígenes distintos a la gran industria del entretenimiento del norte, subió a las pantallas locales el más reciente trabajo de Wim Wenders, titulado Días perfectos. Si bien en los últimos años Wenders, quien asimismo cuenta en su carrera con varios cortometrajes, documentales y programas de Tv, amén de haber sido productor y protagonista de otras tantas producciones, anduvo un tanto extraviado, dedicándose mayormente al rodaje de documentales institucionales para el fotógrafo Sebastiao Salgado o el propio Papa Francisco, entre las décadas de los 60 y 80 del siglo pasado fue una de las figuras centrales de la corriente del “nuevo cine”, no sólo en Alemania, su país natal, junto a Rainier Fassbinder y Werner Herzog, sino en los Estados Unidos y otros lugares que visitaba de manera recurrente, ya que fue un viajero pertinaz, al punto de convertirse en uno de los directores más elogiados por la crítica, que lo consideró un autor de primera línea, tanto por su estilo de una poderosa fuerza visual como por su visión del mundo, que nunca hizo concesiones a los grandes estudios ni a las fórmulas de estos para abordar la realidad desde la narrativa fílmica.

De aquella época, en la cual filmó un largometraje cada año, luego del primero hecho en 1971, mantienen plena vigencia obras maestras como El miedo del portero ante el penalti su segundo largo de 1972, Alicia en las ciudades (1974) y Falso movimiento (1975) título que en definitiva fue donde quedó expuesto su gusto por las llamadas road movies o películas del camino, género en el que como se dijo acentuó su impronta autoral, distanciándose de los lugares comunes abusados en Hollywood. Fue de igual manera, un punto de inflexión en su trayectoria debido al acento político que fue imprimiendo en sus trabajos.

Más adelante Wenders volvió a cosechar enormes elogios con: El amigo americano (1977); París, Texas (1984), ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes; Las alas del deseo (1987); Tan lejos, tan cerca (1993), Gran Premio del Jurado otra vez en Cannes. El 2008 Wenders hizo el último de sus títulos merecedores de especial atención: El cielo sobre Berlín. Directores norteamericanos como Francis Ford Coppola admitieron haber encontrado en las películas de Wenders enseñanzas que aplicaron a sus propios trabajos.

Entre los países frecuentados por Wenders se destaca Japón. Allí en 1985 filmó Tokio-Ga, basado en la vida de Yasujiro Ozu, el colega cuya obra le fascinó y cuyas influencias se advierten con nitidez a lo largo de su filmografía, según por lo demás, declaró abiertamente en varias oportunidades.

Días Perfectos, que figuró entre las cinco películas nominadas al Oscar 2024 a mejor película extranjera, y la cual, repito, puede verse en las salas locales, marca, una vez más el regreso de Wenders al Japón. Fue filmada íntegramente en Tokio, y a los tributos a Yasujiro Ozu, cuyas hechuras, considera, se mantienen totalmente vigentes e inspiradoras no obstante que el estreno de Tarde de Otoño, el último largometraje de su maestro nipón, se remonta a seis décadas atrás.

A propósito de esa conexión, Wenders escribió: “La gente está ahora tan acostumbrada a la enorme distancia entre el cine y la vida que cuando algo real o verdadero ocurre en la pantalla se hace necesario sentarse y contener el aliento, aunque sea el gesto de un niño en el fondo del cuadro, o un pájaro volando a través de la pantalla, o una nube echando su sombra momentáneamente sobre la imagen. En el cine de hoy es raro que esos momentos ocurran, que la gente y las cosas se muestren tal y como son. Eso es lo notable de las películas de Ozu, sus últimas películas en particular contienen esos momentos de verdad”.

Está claro por cierto que la cultura japonesa, y no sólo el cine de Ozu, ha dejado su huella en todos los filmes de Wenders. El título Días Perfectos remite, en plural, a la famosa canción compuesta por Lou Reed y el papel protagónico de Hirayama le fue encomendado a Koji Yakusho, actor predilecto de Kiyoshi Kurosawa, otro director nipón del cual Wenders se confiesa admirador. Puntualizo estos datos puesto que el cine de Wenders ha sido, y ahora, después del largo paréntesis mencionado al comenzar, vuelve a ser una suerte de viaje interior, sin que ello comporte en absoluto un exacerbado egocentrismo ni dé tampoco como resultado una trama herméticamente encerrada en sí misma.

Del colacionado magnetismo que la cultura japonés ejerce sobre su, por lo demás, escéptica mirada sobre la realidad presente, dio cuenta Wenders en una entrevista de prensa: afirmó que “por un lado, existe esa idea muy fuerte en la sociedad nipona ligada al servicio a la comunidad, al bien común. Por el otro, está la belleza puramente arquitectónica de esos sanitarios públicos. Me asombra la manera en la cual esos baños pueden ser parte de la cultura cotidiana, no simplemente el reflejo de una necesidad fisiológica un tanto embarazosa”.

El mencionado Hirayama, personificado de manera admirable por Yakusho,  constituye el sostén fundamental de Días Perfectos, una parábola sencilla y al mismo tiempo de una hondura admirable, dedicada a narrar los días y noches de aquel. Solitario y ya entrado en años Hirayama que se dedica a limpiar los baños públicos de la capital japonesa. Desde el inicio del relato uno se pregunta si su elección de tal, por decirlo, oficio, considerado de los menos atractivos o relevantes, es un modo de redimirse de alguna barrabasada pasada, limpiando la mugre de los demás, o si refleja la vocación de servir a los otros, entretanto disfruta de cada segundo de una vida que, a primera vista carece del menor encanto, cuando menos en esta sociedad estresada por correr sin pausa y a menudo sin rumbo en el afán de acumular bienes, en muchos casos superfluos, y conquistas asimismo faltas de toda hondura. No es un detalle menor que Hiraya use su reloj pulsera únicamente los fines de semana, puesto que uno de sus placeres es contemplar la ciudad y la gente entretanto desarrolla sin apuros su rutina diaria, expuesta asimismo por Wenders como si observase alelado a un ser humano excepcional, fuera de época y de contexto, pero que tal vez sea el único entre sus pares que sigue atesorando el secreto de cómo aprovechar cada día a la perfección. Escuchar música en viejos casettes que reproducen piezas de rock de los años 50 y 60, leer libros clásicos adquiridos de segunda mano, regar las plantas que cultiva en su modesta vivienda, son los gestos que completan sus faenas laborales.

Sintetizado así el argumento de Días Perfectos podría inferirse que la película está basada en un guion rudimentario que la puesta en imagen desarrolla de igual manera poco creativa. Sin embargo sería una presunción del todo falsa. Hubo sin duda un minucioso trabajo de guion puesto que el enfoque narrativo sobre cada mínimo detalle de la cotidianidad de Hirayama y su contexto requirió con certeza que todo estuviese previsto para que la impresión de realidad no terminase siendo un artificioso biombo destinado a ocultar la falta de profundidad del contenido. Y de la misma manera el relato se prodiga en cambios de enfoque y encuadre que van enriqueciendo la descripción de los gestos y movimientos de un personaje que no necesita echar mano de ninguna retórica verbal para cobrar sentido. De hecho, la primera vez que Hiyoshi habla es cuando ha transcurrido más de una hora del metraje, sin que ello conduzca a sospechar que es mudo. De hecho le bastan algunos ademanes manuales inteligibles en cualquier rincón del orbe para poner punto final al inacabable anecdotario de Takashi, su joven colaborador, refiriendo su oscilante romance con una evasiva chica.

Algunos otros recursos narrativos, como las breves secuencias en blanco y negro que preceden a los tempranos despertares del personaje cuando apenas amanece, y que son como muy momentáneos viajes a sus sueños, siempre ligados a lo experimentado durante el día, enriquecen el espesor visual y dramático de una película que jamás podrá ser descrita a cabalidad, porque está hecha, como acontece siempre con el cine de verdad, para ser vista y sintonizar con todos los sentidos sus alcances significativos.

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Y no es tampoco que Wenders se prive de anotar visualmente rasgos que apartan al personaje de la perfección, o deshumanización, de tantos héroes estereotipados y, por ende, impedidos de generar una auténtica empatía emocional. Brevísimas apostillas que insinúan algún episodio atroz en el pasado; las escenas del efímero reencuentro con Niko, la hija adolescente de su hermana Keiko; aquellas en las cuales tropieza con la imposibilidad de conquistar a la joven que lo cautivó; las molestas interrupciones en su labor debido a las urgencias corporales de algunos usuarios de los baños,  o los cierres de sus fines de semana tomándose unos tragos en la austera posada de una amiga divorciada y frustrada soprano, vuelven a enmarcar a Hiyoshi en la realidad, sin necesidad tampoco de apelar al suspenso, la violencia o las torsiones inverosímiles del argumento.

En buenas cuentas Días perfectos es una película que ratifica el pulso de un maestro del cine a tiempo de ser un soplo de aire fresco, o, si se prefiere, un paréntesis poético, minimalista, en el sobrecargado panorama pedestre y efectista de gran parte de la producción fílmica actual.

Ficha técnica

Título Original: Perfect Days – Dirección: Wim Wenders – Guion: Wim Wenders, Takuma Takasaki – Fotografía: Franz Lustig – Montaje: Toni Froschhammer – Diseño: Towako Kuwajima – Efectos: Mathilda Barchmann, Sven Hegen,  Kalle Max Hofmann,  Frieda Oberlin, Philipp Orgassa – Producción: Takuma Takasaki, Wim Wenders Yusuke Kobayashi, Reiko Kunieda, Yasushi Okuwa, Keiko Tominaga, Kota Yabana, Koji Yakusho, Koji Yanai – Intérpretes: Miyako Tanaka, Koji Yakusho, Long Mizuma, Tokio Emoto, Soraji Shibuya, Aoi Iwasaki, Kisuke Shimazaki, Yuriko Kawasaki, Aki Kobayashi, Bunmei Harada, Min Tanaka, Reina, Shunsuke Miura, Gan Furukawa, Atsushi Fukazawa, Taijirô Tamura, Masahiro Kômoto. Makiko Okamoto, Aoi Yamada/ALEMANIA, JAPÓN/2023

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Internet

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Los viejos soldados

La más reciente cinta del director boliviano Jorge Sanjinés cuenta la historia de una amistad durante la Guerra del Chaco

/ 10 de marzo de 2024 / 06:10

A lo largo de muchos decenios, desde sus primero escarceos a inicios del siglo XX, el cine boliviano estuvo en deuda con uno de los episodios fundamentales de nuestra historia, la guerra que entre 1932 y 1935 enfrentó a Bolivia y Paraguay, los dos países más pobres del continente, en una contienda típica de aquellas que sostenían los países semicoloniales, motorizadas en realidad por los imperios y sus empresas de punta, para el caso Estados Unidos y las compañías petroleras. Aquella aparente omisión resultaba comprensible por las dificultades, técnicas y financieras que comporta cualquier reconstrucción de época, agravadas si los eventos requieren ser escenificados en lugares que sean, o semejen creíblemente, aquellos donde acaecieron los sucesos abordados.

Rememorando que mientras en Argentina y Paraguay se produjeron entre los años 30 y 40 varios filmes sobre la disputa territorial en cuestión, se me antoja que no deja de ser oportuno recordar la primera y, por décadas, única, aproximación de nuestro cine a esa guerra por las tierras del Chaco en cuyas entrañas se encontraban considerables reservas petroleras. Acaeció en los últimos años del enfrentamiento, cuando el fotógrafo cochabambino Luis Bazoberry se propuso documentar in situ aquel absurdo tributo de miles de vidas a las apetencias lucrativas de la Standard Oil. Con una precaria cámara registró en vivo los combates y el cese de hostilidades, a mediados de 1935, cuando los combatientes de ambos bandos salieron de las trincheras a fundirse en un abrazo que dejó en evidencia el escaso apoyo popular a los delirios de los gobernantes alineados con las apetencias de la potencia del norte. Sin embargo al parecer Bazoberry desconocía los riesgos del soporte de nitrato, que entonces se utilizaba, susceptible de sufrir, en poco tiempo, daños irreparables por el calor y la humedad ambiental. A consecuencia de ello buena parte del metraje registrado quedó inutilizado para su copia en el laboratorio, salvándose únicamente las últimas escenas, precisamente aquellas filmadas mostrando el fin de los combates. De tal suerte cuando en 1936 se estrenó la película, con el título de Infierno Verde, el largometraje previsto había quedado reducido a un mediometraje, eso sí, con una banda de sonido incorporada, lo cual permite considerarla la primera película sonora boliviana.

Jorge Sanjinés da indicaciones a los actores de 'Los viejos soldados'.
Jorge Sanjinés da indicaciones a los actores de ‘Los viejos soldados’.

La señalada deuda de la producción nacional con el referido episodio, que asimismo puso en evidencia la profunda escisión entre los bolivianos asentados en las áreas rurales y aquellos que venían de los todavía pequeños centros urbanos, siendo el encuentro entre unos y otros en las trincheras el chispazo de futuros acontecimientos, como la Revolución de 1952, comenzó a ser salvada en años recientes con varios emprendimientos, de mayor o menor puntería cinematográfica e histórica. Entre ellos Boquerón (2015, Tonchy Antezana), Fuertes (2019, Oscar Salazar y Franco Traverso), Chaco (2020, Diego Mondaca), Tres pasos al frente (2021, Leonardo Pacheco).

A la lista se suma ahora Los viejos soldados, engrosando de tal manera la filmografía de Jorge Sanjinés, una de las figuras fundamentales del cine boliviano y latinoamericano, tanto por los títulos con los cuales enriqueció decisivamente la producción hecha aquí, como por sus aportes conceptuales en Teoría y práctica de un cine junto al pueblo, libro publicado en 1979 donde queda claramente expuesta la necesidad de compatibilizar una inquisitiva mirada acerca de los problemas irresueltos en el proceso de configuración del país desde 1825, con un modo narrativo y de puesta en imagen de igual manera propio, inspirado en las vertientes socio/culturales de larga data que hacen parte de la rica diversidad de Bolivia y de la identidad colectiva aún en curso de completar su verdadero tramado.

Filmada en escenarios naturales de Villamontes, Sorata, Oruro y La Paz, donde en algún caso tuvieron lugar en la realidad las situaciones narradas, Los viejos soldados arranca con una estremecedora secuencia dedicada a mostrar los brutales métodos de reclutamiento empleados en su momento con el fin de trasladar a los varones de los pueblos originarios al centro de un conflicto que les resulta totalmente ajeno. De hecho el logro principal del film es el inescapable horror que transmite mostrando sin  afeites el espanto que les tocó afrontar a quienes vivieron aquel episodio. De allí el film pasa, durante la primera mitad de su algo demasiado largo metraje, al escenario de la contienda donde se conocen Guillermo —el apellido Fernández de Córdova revela de entrada su pertenencia a los sectores urbanos privilegiados—, y Sebastián —el apellido de este y sus propios rasgos físicos, marca de igual manera enseguida, su proveniencia campesina aymara—. No obstante los distintos, enfrentados, segmentos sociales de los cuales proceden, una inicial simpatía mutua que se va acentuando hasta convertirlos en amigos hace que se apoyen mutuamente en los ríspidos trances sobrevinientes, al punto de hacer pender en definitiva la supervivencia de cada uno del respaldo del otro. Así, cuando el citadino levanta la voz para cuestionar el insulto racista de un oficial contra su amigo y ello lo lleva a ser juzgado y condenado a muerte por el tribunal militar previsto en las normas castrenses, ambos resuelven desertar escapando hacia la selva.

Allí, sin certeza del camino a seguir sobreviven a duras penas a la sed, el hambre y el cansancio. Salen empero del infierno y una vez cerca a sus moradas habituales resuelven separarse, por seguridad, durante un tiempo. Suponen que el alejamiento será breve, pero la vida hace que transcurran 30 años. En ese dilatado paréntesis Guillermo se sumerge en el mundo rural, explorando sus hábitos y secretos, mientras Sebastián se muda a la urbe en busca de la oportunidad que le permita ascender en el escalafón social, así fuera al costo de renegar de sus raíces.  

Me hago cargo de los empinados dilemas que debe afrontar quien se proponga  rodar una película de claro acento didáctico —esta de hecho cae a ratos en un didactismo un tanto pedestre—, y al mismo tiempo apuntada con preferencia a un no menos identificable segmento de espectadores: los jóvenes que desconocen en gran parte la historia nacional, para peor a menudo falsificada en textos, artículos, noticieros, etc. Pero justamente entre el modo de trasladar tal acento didáctico a la pantalla y el segmento de público al que tiene en la mira, existe una discordancia resultante de no tener en cuenta que sobre todo los jóvenes, se encuentran en medio de un ecosistema comunicacional, y en parte también educativo, que los tiene habituados a la inmediatez, las imágenes efectistas, etc.: ergo a la superficialidad. En cambio en Los viejos soldados Sanjinés se toma su tiempo, a ratos excesivo también, para avanzar en el relato y hace que los diálogos tengan preeminencia sobre las imágenes, muy a menudo utilizadas a modo de relleno de aquello que vocalizan los protagonistas, en un estilo no muy naturalista tampoco, más bien con bastante impronta teatral.

Al anotar estas disyuntivas, estoy lejos de recomendar que deban adoptarse de manera sumisa los códigos de la industria del entretenimiento, solo quiero significar, como reitero a menudo, la concordancia que necesariamente debe existir entre el para qué y el cómo. 

No estoy en desacuerdo con ninguna de las ácidas invectivas que recorren esta mirada al ayer por Sanjinés, y si este fuese un ensayo político/sociológico lo suscribiría sin hesitar. Ocurre empero que siendo una película me pregunto de nuevo si las herramientas expresivas recurridas son las óptimas. Sin menoscabar tampoco la principal enseñanza transmitida por Sanjinés a los cineastas que lo sucedieron y aquellos que hoy recogen la posta: es preciso atreverse aún a riesgo de tropezar en algún escalón de ese descenso introspectivo y crítico al pasado, única manera de averiguar de dónde venimos y dónde estamos, pues de lo contrario nunca terminaremos de averiguar a dónde queremos ir y cómo llegar.

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En muchas, quizás demasiadas, ocasiones señalé que a mi juicio la crítica es una opinión informada pero no la verdad revelada. Por eso siempre recomendé leer las críticas luego de ver las películas a fin de confrontar el texto con los propios pensamientos experimentados por el espectador durante la proyección activando su propio sentido crítico. Espero que si alguien lee esta recensión sienta curiosidad por ahondar en el trasfondo de la turbulentos hechos históricos que el país vivió durante las tres décadas por las cuáles metafóricamente se extiende la película a propósito de la amistad entre Guillermo y Sebastián con un desenlace, que bien pensado, desliza la idea de que aún, como sociedad, no hemos conseguido romper las absurdas barreras raciales y de otra índole, a diferencia de los protagonistas, que sí consiguieron dar el salto. O sea depende de nosotros, de todos, despojarnos de una buena vez de las ideas importadas desde contextos muy distintos al nuestro para perseverar en el tramado de nuestra propia cosmovisión irrigada por las que vienen desde siglos atrás y siguen vivas, fluyendo bajo la superficie en el modo de los ríos subterráneos.

Y mejor aún si adicionalmente dicho espectador siente abrírsele el apetito de ver, o rever, los grandes clásicos de aquel momento de su filmografía cuando Sanjinés se convirtió en un referente mayúsculo del cine boliviano, latinoamericano e incluso más allá de las fronteras continentales: aludo al tramo que comprende Aysa (1965), Ukamau (1966), Yawar Mallku (1969), El coraje del pueblo (1971).

De los paradigmas de abordaje de la realidad tomados de las culturas originarias para incorporarlos a ese estilo narrativo con identidad y ajeno a la copia que Sanjinés desarrolló en Teoría y práctica de un cine junto al pueblo, en este su último emprendimiento resulta fácilmente identificable la renuencia a resolver los conflictos expuestos mediante el recurso a un personaje individual desligado, o superior, a su entorno social, colectivo que en el estilo del director prevalece tal cual ocurre en las comunidades originarias donde el debate abierto, horizontal, es la fuente de las decisiones de interés común. Y también persiste la renuencia a utilizar el suspenso para apresar el interés del espectador a tiempo que lo distancia de la realidad. En Los viejos soldados el desenlace de las idas y venidas de Guillermo y Sebastián en busca del otro se adivina pronto, dado que en realidad los personajes y sus andanzas son tan sólo los insumos corporizados de una alegoría acerca de las oscilaciones de la historia boliviana desde la década de los años 30 del siglo pasado hasta la fecha, como lo es el desenlace del film, pero ya mirando hacia el futuro.

La progresión dramática no se halla exenta de notorios altibajos. El sobre enfatizado encaje de los altos mandos militares en el estereotipo de los malos, todos ellos, salvo uno que vaya a saberse porqué resuelve dejar escapar a Guillermo antes de ser puesto frente al pelotón de fusilamiento, no aporta a la solidez de la película. Que los había en extremo racistas y autoritarios está fuera de duda, pero la aproximación a la caricatura conspira justamente contra la credibilidad. Afectada asimismo por la fugaz presencia de personajes que emergen y se diluyen enseguida. Ejemplo: el recluta con vocación de poeta y músico mostrado un par de minutos en la pantalla con la única finalidad de darle el papel de vocero de un discurso progresista, para luego desaparecer tan misteriosamente como asomó. Otro aspecto opinable es el de los varios saltos dramáticos inexplicables: ¿cómo es que de pronto, en medio de la sacrificada escapatoria desde el frente de combate, Guillermo y Sebastián aparecen merendando en un pueblo?, o ¿cómo ocurre que luego de pasar varios minutos frente a frente, sin reconocerse en el lugar donde concertaron una cita, súbitamente se les ilumina la testa?

Para concluir. Las interpretaciones mantienen un nivel aceptablemente parejo a pesar ciertas, inocultables, fisuras en su diseño, y las de Cristian Mercado y Roberto Choquehuanca, en los roles de Guillermo y Sebastián respectivamente, si bien ocupan buena parte del metraje tampoco se hallan exentas de ciertos altibajos atribuibles a un guion que probablemente requería de una segunda opinión, al igual que el montaje, para salvar los huecos en el traslado del texto a la imagen. Cergio Prudencio aporta desde la banda sonora con su conocida puntería para densificar la atmósfera cuando el relato lo requiere. Y la fotografía de César Pérez deja ver su robusta experiencia para sacar el mejor partido visual de los ambientes donde discurre la historia, sobre todo en las secuencias en el frente de batalla.

Ficha técnica  

Título Original: Los Viejos Soldados – Dirección: Jorge Sanjinés – Guion: Jorge Sanjinés – Fotografía: Cesar Pérez – Montaje: Jorge Sanjinés –  Música: Cergio Prudencio – Sonido directo: Guillermo Palacios, Maximiliano Gorriti – Arte: Jorge Altamirano – Asistencia de Dirección: Oscar Durán, Pedro Lijerón – Producción: Mónica Bustillos Troche, Jorge Sanjinés – Coordinación General: Milton Guzmán – Intérpretes: Cristian Mercado, Roberto Choquehuanca, Valquiria De La Rocha, Mónica Mamani, Erika Andia Balcázar, Reynaldo Yujra, Hugo Francisquini, Pablo Fernández, Luis Caballero Barrios, Kike Gorena, Rober Ortiz Gonzales, Ramón Bellido, Eric Calancha, Bigner Camacho, Leonel Choque, Felipa Condori, Hans De La Riva, Tamiel Hidalgo, Jimmy López, Serapio Mamani, Sonia Molina, Heison Lino, Alcídes Terceros, Hugo Tellez, John Williams – BOLIVIA/2022

Texto: Pedro Susz K.

Fotos: Ukamau

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