Un inmenso cariño, una gran amistad me unían a mi camarada, a mi hermano, a mi ñañay, como él me decía… Su muerte me dejó en ese silencio abandonado en la oscuridad por donde se marchó.

El caballero andante de la madrugada se preparó, junto a su guitarra, para ese recital que hoy resuena en el firmamento.

Vestido de ese traje de sencillez y dignidad que lo caracterizaba, regalaba canciones y su sonrisa llena en sus bolsillos vacíos, su elegancia y su carisma, sus sueños y utopías, del pasado, y su voz plena de armonía, con esa facilidad que se acomodaba a toda adversidad de la vida, hacía de la vida una canción, Carlos López, el peregrino.

Conocí al ser humano que habita detrás de cada canción, con lo más importante sonando en cada nota: su autenticidad. Nos acompañamos en esos tonos bajos de la madrugada, en esos soles sostenidos del amanecer. Entendí que para crear esas maravillas, Carlos tocó fondo, intimó con la tristeza y la soledad.

Aun escucho la música en la calle, los susurros del viento en la penumbra y me sorprende cómo la genialidad es tan emparentada con la locura.

Mientras escribo, la antigua cinta de nuestro largometraje gira en la memoria que lastima y se corta en mi pecho.

La peña Naira, las guitarreadas con los amigos subversivos de aquellos tiempos, el Averno y los Cementerios de los Elefantes donde brindaba con quemapechos y gran desprendimiento, grandes conciertos entre los desheredados de esta tierra, recorríamos nuestras noches bohemias, sin rumbo y escasas monedas, viviendo por adelantado la utopía anhelada.

Nuestras musas estaban en el lecho de nuestras charlas, mientras soñábamos cambiar el mundo y regalarles una canción o un poema.

Solidario como él solo, siempre estaba presente en esos momentos de dolor cuando algún ser querido se marchaba, o cuando uno estaba en medio de la adversidad, la cual casi siempre lo acompañaba.

Compartimos su amor por Savia Nueva, disfrutamos de las maravillas de su Canto Vital. Compartimos la alegría de las noches de bohemia, su canto en su voz con esa versatilidad de escalas por las que subíamos al cielo, su magistral guitarra y su voz profunda, sus canciones poéticas llenas de sueños.

Terminábamos al amanecer entre los vapores de los jarros desportillados de café o con un fricasé para curar el ch’aki que no nos abandonaba, el Merlan, como solía llamarle al comedor popular del mercado de la Evaristo Valle, cerca de la peña Naira y del Mercado de las Brujas.

Conocí a sus grandes musas y amores, y conocí a su última musa, su última compañera, en su última morada, la Pankaranita, donde se encontró consigo mismo y, de la mano del amor, fue muy feliz con ella.

Dicen que sentado junto a su guitarra quedó dormido, anotando sueños en su reino de la madrugada.

Hoy descansa en paz, junto a las hortensias que sembraron…

Dicen que ronda un colibrí…

Descansa en paz, querido Carlos.