¡Qué gratos momentos pasé aprendiendo un poco más de Martín Caparrós, uno de los grandes del periodismo de estos tiempos! Él es novelista, historiador, cronista, traductor y maestro de la Fundación Gabo —que antes era la Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano— creada en 1995 por el colombiano Gabriel García Márquez.

Conocí a Caparrós, mejor dicho, lo vi por primera vez, en Cartagena de Indias, en un panel titulado “El periodismo cultural iberoamericano”. Esa vez lo acompañaban, entre otros, el mexicano Carlos Monsiváis, Jaime Abello Banfi, director de la Fundación Gabo, y el periodista Álex Grijelmo, autor de 11 libros que lo revelan como experto en el idioma español y el lenguaje periodístico.

Caparrós comparte con el cruceño Roberto Navia Gabriel el Premio Internacional Periodismo Rey de España; con Grijelmo, el Miguel Delibes. Tiene en su vitrina 11 importantes distinciones. Firma para el New York Times y para El País, de Madrid.

A los 16 años ya era periodista. Trabajó con el mítico Rodolfo Walsh, otro grande como él y a quien ya admiraba. La dictadura de Jorge Rafael Videla hizo que Caparrós salga de Argentina y viaje a Europa. Allá aprendería francés, inglés y portugués.

Luego, los diferentes caminos de la vida lo llevaron por cuatro de los cinco continentes. Ha incursionado en la radio y también en el cine como actor en dos películas y un documental.

Sus libros de ensayo son de consulta permanente en casi todas las universidades de América Latina. En 2017 reeditó cinco de ellos, como un homenaje a sus seis décadas de vida. Por ejemplo, su novela La historia, de 1999; su primer libro de crónicas Larga distancia, de 1992, y un libro dedicado a los padres de los suyos titulado Los abuelos, entre otros.

Son razones suficientes como para sentarse a la mesa con una persona que viajó tanto y en cuyo verbo mucho mundo habrá por descubrir. Por ese motivo, y poco antes de que abandone el país, Mario Vargas, director de la editorial Jaguar Azul, y yo lo invitamos a cenar con la grata intención de pasarla bien.

Pude advertir su asombro cuando vio sobre la mesa un ejemplar de su libro Lacrónica. Le confesé, a renglón seguido y con cierta vergüenza, que apenas lo había ojeado, pues acababa de comprarlo. A él, en cambio, le encantó la noticia: “¡Qué bueno que no lo hayas leído, Óscar! Así podremos cenar amistosa y armónicamente”, escribió como dedicatoria.

Por supuesto: una charla que gire en torno a lo que él ha escrito; además de presuntuoso, imagino que resultaba incómodo para él. Nuestra cita no era un asedio de preguntas periodísticas formales y frías, donde cada uno —desde su trinchera— habría de lanzar una flecha y el otro, enfrentarla o esquivarla. No, sé muy bien que ese tipo de encuentros congelan la espontaneidad. Además, su dedicatoria me recordó las palabras de su paisano Jorge Luis Borges: “Deje que otros se enorgullezcan de cuántas páginas han escrito; prefiero jactarme de los que he leído”. Sé también que la mejor forma de conocer a alguien, cuyo libro acabamos de comprar, consiste en refugiarse entre la soledad amable de una plática infinita, sin intrusos ni testigos.

Y así, mientras afuera el cielo nocturno lloraba a mares, nuestra cena se sucedió rodeada de chistes, reflexiones y cruce de ideas que me ayudaron a comprender mejor los secretos y entresijos del arte de escribir y que suelen rondar de acomodo cuando los enamorados de las palabras se reúnen a la mesa.

La lluvia, que por ratos quería traspasar el umbral de la puerta donde nos habíamos reunido, le trajo a la mente aquellos recuerdos casi grises, cuando hace más de 30 años tuvo que irse de inmediato de La Paz por culpa de su altura y clima. Nos contó que no pudo contra sus 3.600 metros sobre el nivel del mar. Abandonó el aeropuerto de El Alto, convencido de que no tenía otra urgencia mayor que la de respirar por su cuenta. Le faltaba el oxígeno. Dejó La Paz —quién sabe— frustrado por no llevar a cabo sus propósitos.

Pero ahora fue diferente. Caparrós —además de cumplir su tarea— se había propuesto vencer a la altura. La derrotó, no con el talante de un superhéroe; sí con el semblante de una terca voluntad de hierro, forjada al calor de la constancia que nos regala la experiencia, propia del buen periodista que se hace amigo del tiempo, en cuyas alas podrá descubrir los mundos que le aguardan.

Entiendo que era un reto personal. A mi juicio, fue más allá: se hospedó también en la ciudad de El Alto. Al saberlo, y a modo de broma, me animé a decirle “Caporrós”. Uní el adjetivo capo (experto en cierta materia) con la parte final de su apellido ‘rrós’. Le divirtió mi ocurrencia.

Sabemos que el oficio del reportero requiere de ciertos retos. Sé que al supuesto miedo de alguna cobertura no solo se lo enfrenta mirándole a la cara. Uno de los principios del periodismo exige que para escribir sobre algo, hay que conocerlo. Cumplir ese postulado ante climas adversos no es un acto de heroísmo; es la obligación del periodista. Habría que añadir a su cuota de triunfos que este cronista pudo ver a la muerte de cerca cuando le tocó entrevistar a miembros de las entonces Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

Pero en aquella noche fría de nuestra cena no vi en su rostro sonriente de mostachos educados la arrogancia del triunfo, de ese que te deja en punto y aparte. Al contrario, aún intuyo en que su respeto hacia la altura se funda en los argumentos de una paz silente; aquella que ya no necesita de ningún verbo y de ningún adjetivo en particular.

Antes de que concluya la velada tuvimos que improvisar unas cuantas fotos para la “egoteca” del recuerdo y cuando se despidió de nosotros, aún en plena lluvia paceña, no prometió volver. Si es que lo hace, sé (y quisiera que lo sepa) que será un gusto doble estrechar su mano otra vez.