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´Parásitos´ y el Oscar

El triunfo de Parásitos (2019) en los pasados premios Oscar ha traído consigo una suerte de sensación de “justicia”, reflejada en los comentarios aparecidos en las redes sociales después de la ceremonia de premiación. Tal como se han dado las cosas se ha roto una regla “implícita”, ya que, al existir dos premios diferenciados, a la “mejor película” y a la “mejor película de habla no inglesa”, se daba por descontado que el primer galardón siempre tendría que ir a un producto de la industria anglosajona. Regla no “explícita”, o formalizada, porque en esta última edición simplemente se derrumbó, sin muchas explicaciones ni contrariedades, mostrando en los hechos una de esas cosas que “todo el mundo sabe”, pero que por uno u otro motivo nadie debate significativamente en público, por lo menos en los medios masivos: la mejor película del año no tiene que pertenecer necesariamente ni a una cultura, ni a una industria en específico. Fíjense ustedes en la profundidad del descubrimiento.

PODEROSO CABALLERO

El que en la formalidad social y mediática se acepte sin discusiones dicha verticalidad (la mejor película, por lo menos hasta antes de Parásitos, tenía que estar hablada necesariamente en inglés), se encuentra en el género de muchas otras que son igual de arbitrarias, en terrenos  más críticos, pero que por la fuerza de los poderes “fácticos” nos parecen perfectamente naturales: que un reducidísimo grupo de familias tengan la misma cantidad de riqueza que 4.600 millones de personas, más de la mitad de la población mundial por ejemplo, o que inmensas cantidades de alimentos sean quemadas anualmente en los países industrializados, mientras hay más de 700 millones de personas en la pobreza extrema que mueren de hambre, etc., etc.

Que la preeminencia del Oscar a nivel global es un reflejo del dominio monopólico de la industria norteamericana sobre las salas de cine y mecanismos de distribución a nivel mundial es una verdad de perogrullo. El que en los restantes países no se discuta seriamente el problema, y no se planteen soluciones alternativas serias (salvo ejemplos contados como el de China o la India, etc), es un tema un tanto más complejo, y tiene que ver con la preeminencia no solo política, sino cultural que el liberalismo ha alcanzado en el planeta a partir de los años 80.

El que nos parezca natural que algunas decenas de personas tengan una cantidad de riqueza que no podrán gastar en miles de generaciones es complementario a la idea de que la “codicia” es inherente al ser humano, y hasta de manera positiva, por lo que la acumulación no es mala, sino el resultado de algo natural. Y no basta con que el planeta se esté agotando y que vivamos en un mundo signado por la inseguridad a diversos niveles, para convencernos de que “algo” en ese planteamiento ideológico básico funciona mal.

En ese contexto, el caso del Oscar es interesante porque muestra cómo fácilmente se puede legitimar algo a nivel social, que por simple lógica todo el mundo puede deducir que es erróneo. En cualquier discusión de café se concluye en un par de minutos que no necesariamente las películas anglosajonas son las mejores, pero en los hechos, año a año, en lo “fáctico” (ingresos, promoción, reconocimiento global, atención mundial, etc.) el Oscar es una referencia casi absoluta. En este caso es un triunfo cultural cargado hasta de cierta etnicidad, pero que muestra de manera sencilla cómo tan fácilmente nuestras ideas y nociones culturales se acomodan a la realidad económica (predominio de una industria sobre el mercado).

CAMBIAR PARA QUE NADA CAMBIE

¿El triunfo de Parásitos implica el inicio de un cambio en esta dinámica? Sería ingenuo pensar que sí, pero lo cierto es que nos muestra cómo también el “grupo de poder” del cine norteamericano (las empresas productoras y distribuidoras expresadas en este caso a través de los miembros de la academia de Hollywood) se ve afectado por una globalización cada vez más intensa.

Netflix, en su afán de ganar el mercado mundial, se ha visto obligado a echar mano de producciones regionales o locales y ya es común que otras plataformas como Amazon exhiban películas “no anglosajonas” (es interesante ver cómo a final de cuentas ha sido el streaming, la última creación del sistema de exhibición audiovisual capitalista, el que ha logrado que por lo menos ciertas producciones locales se visibilicen, cosa que en décadas no había ocurrido ni en la industria del cine, ni en la televisión establecida, más allá de algunos ejemplos testimoniales). Me da la impresión de que el triunfo de Parasite en los Oscar refleja cierta intención de adaptarse al fenómeno, lo cual en los hechos probablemente signifique a futuro que la dinámica de premiación seguirá siendo la misma, aunque con alguna u otra excepción (todos recordaremos como anécdota el año que ganó Parásitos).

En todo caso para nosotros la médula del problema está en el otro extremo geográfico: ¿cómo lograr que nuestra propia industria se forme fortalecida en un contexto de monopolio y mercadeo global? Es una discusión que pareciera que, por fin, de manera tardía, se ha empezado seriamente en Bolivia. El tiempo nos dirá si es una expectativa que puede convertirse en realidad.

‘PARÁSITOS’ Y LA DESIGUALDAD

¿Es casual que Parásitos, la primera película de habla no inglesa ganadora del Oscar más importante, centre su temática justamente en la desigualdad social? Yo creo que sí, pero en todo caso no deja de ser significativo. El director Bong Joon-ho ya mostró su interés por la división de la sociedad de clases y la desigualdad en una de sus anteriores cintas; la producción Snowpiercer (2013), cinta de ciencia ficción en la que las clases sociales estratificadas por vagones en un gigantesco tren del futuro, disputaban arduamente el poder.

Parásitos tiene la enorme virtud de ser un comentario social que describe determinada situación sin caer en posturas dogmáticas, o moralejas explícitas. En la cinta no hay buenos ni malos, y si bien nuestra simpatía puede decantarse de manera natural por “los de abajo”, ya que ellos son los que llevan el peso protagónico de la cinta, la descripción de ambos bandos está signada por la ironía y la ambigüedad (la que entiendo es el arma más poderosa de la creatividad en un tiempo signado por posturas totalitarias y radicales de uno y otro signo).

En Parásitos no hay culpables, pero sí situaciones determinadas por el contexto: el oportunismo de los “de abajo”, la autocomplacencia sosa de “los de arriba”, las fumigaciones e inundaciones del semisótano, la abundancia hiriente de la casa de “arriba”, el clasismo implícito y hasta cierto punto “inocente” del rico (expresado en su asco ante el “olor” de los pobres), la desesperación natural de la familia protagónica por “subir”.

Se trata de un mundo donde ni unos ni otros tienen banderas ni consignas, y por tanto ningún ánimo de confrontarse, y donde lo único que hacen es tratar de moverse de la mejor manera ante la situación que les tocó vivir y las oportunidades que se les presentan. A pesar de ello, la “normalidad” existente simplemente estalla porque no es sostenible, porque es una normalidad que, si bien parece natural por los valores y situaciones fácticas preponderantes, es profundamente “anormal” en la realidad. ¿Algún parecido con la realidad global que nos toca vivir cotidianamente?