El cine y las epidemias
El miedo que se ha desatado a causa del COVID-19 se puede explicar a través del tratamiento de los virus en la pantalla grande.
Tanto se ocuparon las industrias cinematográficas de especular sobre epidemias, contagios, enfermedades que se expanden vertiginosamente y que no se pueden evitar, que parte de la percepción —aterrorizada— del mundo sobre la “casi-pandemia” del coronavirus o COVID-19 se alimenta de estas imágenes.
Al mismo tiempo, irónicamente, la realidad se está vengando de la imaginación en estos días en que se suceden las noticias de los estrenos cancelados por la enfermedad, en China y, en algunos casos, también en Estados Unidos. La enésima entrega de la serie sobre James Bond, por ejemplo, se postergó hasta noviembre de este año. Y el rodaje del enésimo capítulo de la saga de Ethan Hunt, Misión Imposible, también está demorado. Nadie sabe en este momento si se producirá o no el estreno de Mulán, el tercer remake con actores reales, realizado por Disney, de sus propios grandes éxitos de animación de los años 90. Este estreno estaba fijado para fines de marzo y era intensamente esperado por los conglomerados locales de multisalas.
No se trata solamente de que los actos públicos estén prohibidos en China y en Italia, sino de que, allí donde los cines siguen operando normalmente, la concurrencia ha menguado por las razones que el lector podrá suponer. Estas suspensiones cinematográficas, entonces, se suman a los efectos todavía inmensurables del COVID-19 sobre la economía mundial. Según parece, al final la cuenta será muy difícil de saldar. Un hecho que también asusta, junto a la posibilidad de contraer una neumonía bizarra.
Una de las funciones del arte y del entretenimiento ha sido, desde el comienzo, posibilitar que los públicos se asusten, un poco para conjurar el peligro (es decir, para convocarlo y, al mismo tiempo, hacerlo desaparecer por medio de su espectacularización, que concede la ilusión de que se lo controla) y otro poco porque el miedo excita ciertas glándulas que, activadas de forma moderada, causan un estrés placentero antes que incómodo o, mejor dicho, placentero en la medida en que representa una cierta incomodidad.
Está científicamente comprobado que sentir miedo junto a otra persona establece un enlace cerebral con ella, lo que explica por qué tantas citas románticas comienzan en el visionado de una película de terror (género heterogéneo que, quizá por esta razón de alcahuetería, se ha constituido en uno de los que mejor resisten la predominancia contemporánea de los blockbusters y las películas para niños).
Lo que más miedo nos da es, por supuesto, morir, y una derivación de esta amenaza, que es el caer enfermos. A menudo, enfermar es una tragedia personal que se trata en películas intimistas y sobrecogedoras, pero a veces se constituye en un acontecimiento de orden social, en cuyo caso puede ser abordado en uno de los géneros más característicos de nuestra época, el de la ciencia ficción. Con más precisión, en el subgénero del “futurismo pesimista” o, si se quiere, del “pesimismo futurista”.
La idea de este tipo de filmes es colocarnos en la situación hipotética, pero no difícil de imaginar, de una epidemia con el potencial de acabar con la humanidad.
Sin revisar nada, apelando solamente a mis recuerdos, se me ocurren decenas de nombres de filmes con este argumento; desde los más evidentes, como Epidemia, Contagio, hasta las diversas variedades de película de zombis (ya que, como se ve muy claramente en Guerra Mundial Z, el disparador de la transformación en “muertos vivientes” es un “virus”). Pasando por viajes en el tiempo como 12 monos o El planeta de los simios. Y llegando a los melodramas sobre/en torno a epidemias reales, como las varias que se han hecho sobre el sida.
La posibilidad de que un virus mortal y muy contagioso nos acabe está rondando constantemente la mente del ser humano. Impedir dicha posibilidad es la tarea de héroes cinematográficos como, justamente, Ethan Hunt y James Bond, que no serán biólogos capísimos, pero tienen brillantes habilidades para encontrar y reducir a los terroristas biológicos de turno. Los cuales pretenden, todo lo contrario, cometer un acto abyecto y contra natura: atentar contra su propia especie.
Estos terroristas, como en Inferno, el filme inspirado en un libro de Dan Brown, o como Tanos de Avengers, ven a los seres humanos igual que una plaga que amenazara la vida del planeta o del universo, y que por eso habría que eliminar contagiándolos con microbios o tronando los dedos y desintegrándolos. ¿Habrá hoy ecologistas radicales que se alegren del COVID-19 o lo consideren un castigo a los pecados cometidos por la humanidad en contra del clima y la naturaleza? (Algo fácil de decir mientras uno está protegido por un avanzado y costoso sistema de salud, que solo existe en sociedades desarrolladas y, por tanto, ambientalmente onerosas). En realidad, los microbios son viejos conocidos de los seres humanos. Son los enemigos “familiares”, nuestros enemigos íntimos, a los que sabemos cómo dominar (al menos hasta ahora) y que en cambio serían ultra-letales para los extraterrestres, en caso de que llegara a invadirnos, como nos recuerdan H.G. Wells y Steven Spielberg en La guerra de los mundos…