No recuerdo cuándo supe de Ernesto Cardenal por primera vez, cuándo me enfrenté a algún poema a alguna historia, pero sí guardo algunos episodios como herencias.

Primero, su relación con la política. Cardenal formó parte de la Iglesia comprometida que en Nicaragua de los setenta jugó un rol activo. En el momento cúspide de la teología de la liberación, un importante número de sacerdotes se vieron interpelados en su quehacer religioso y decidieron pasar al terreno político luego de la victoria del sandinismo en 1979. Varios de ellos ocuparon cargos de dirección, y a Ernesto le tocó el Ministerio de Cultura. Fue un militante convencido y puso todo su saber al servicio de la construcción del proyecto del Frente Sandinista de Liberación Nacional. El poeta-sacerdote mostraba que su rol no solo era atender a las almas, sino también lo público.

Años más tarde, en 1994, Cardenal dejó el sandinismo luego de que el presidente Daniel Ortega dejara ver su rostro más autoritario. Se alejó conjuntamente con otros intelectuales que inicialmente habían apoyado al FSLN. Su distancia con Ortega fue creciendo al extremo, y en la última represión de la rebelión del 2018 y la brutal represión del presidente, Cardenal se definió como un “perseguido político”, denunció que en Nicaragua “estamos en una dictadura” y sentenció que “exigir democracia no es un extremismo” (nada más paradójico y disonante que el tuit de Nicolás Maduro enviándole pésame a Ortega por la pérdida de Cardenal). Ernesto estaba advirtiendo con sabiduría que resuena en Bolivia, que el proyecto que empezó como revolucionario podía devenir en un régimen despótico, y que el rol del intelectual no es reproducir la voz del poderoso en turno sino más bien ser su crítico.  En suma, en su relación con la política, el poeta nos enseña que hay que saber atravesar fronteras, y cambiar de rumbo cuando las cosas se desvirtúan.

Otra imagen que tengo muy presente de Cardenal es aquella famosa foto en la que él está inclinado frente a Juan Pablo II en 1983. El nuevo Papa realizaba su visita a Centro América con la clara intención de dar línea a los sacerdotes que habían ingresado a la política. Bajando del avión, en pleno saludo protocolar, Cardenal se inclinó para recibir la bendición, pero solo escuchó regaños. Muchos no entendíamos esa actitud, ¿por qué hincarse frente a la autoridad eclesial siendo ministro de Estado? Pero la sabiduría de Ernesto fue mayor. Estaba dando una lección de humildad, dejaba al descubierto a la autoridad religiosa que ejercía su poder pública y descarnadamente. El tiempo le dio la razón, esa foto fue una de las pruebas de la intervención del ala conservadora del Vaticano en el continente, y décadas más tarde las cosas cambiarían con la presencia del papa Francisco que le levantó la prohibición de administrar sacramentos que Juan Pablo II le había impuesto.

Pero quizás lo que más me llegó de Ernesto Cardenal fue aquel poema “Por esos muertos, nuestros muertos…”. El poeta grita a los poderosos, a quienes toman la palabra, salen en la tele y sostienen los micrófonos, a los que se ponen una banda presidencial: “pensá en los que murieron”. Es una llamada de atención frente el peligro de olvidarlo todo y a todos. Volví a esos versos en distintos momentos de nuestra dolida historia política boliviana, y todo indica son palabras que seguirán resonando.

La última imagen que tengo de Cardenal es cuando lo vi en Bélgica, en 1996. Yo empezaba mi doctorado en sociología, Francois Houtart organizó un evento conmemorando los XX años de la fundación del Centro Tricontinental al cual asistieron personajes de muchos lugares. El homenajeado era Cardenal, que iba a recibir un premio. Llegó con sus abarcas, boina, camisa blanca, como siempre. En los salones de la Comunidad Europea en Bruselas —donde se realizaba el evento—, se paseaba con notable sencillez. Lo recuerdo sentado, con sus audífonos para escuchar la traducción simultánea y una tira de Mafalda en sus manos.

Ernesto Cardenal. Sencillo, enorme, siempre pertinente. Un compañero para pensar la poesía y vivir la política.