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El séptimo sello en los días de la peste

La cuarentena despierta percepciones sobre lo que se debe o puede hacer con el tiempo. La célebre cinta de Ingmar Bergman (1957) ofrece una perspectiva para entender estos días

/ 5 de abril de 2020 / 15:19

1. Estrés: “Tensión provocada por situaciones agobiantes”. Cortisol: “Hormona que el cuerpo libera en respuesta al estrés”. Glándulas suprarrenales: “Ubicadas en la parte superior de cada riñón, producen varias hormonas necesarias para la vida, incluyendo el cortisol”. Pobreza: “Se dice que los pobres, en promedio, tienen glándulas suprarrenales más grandes”.

2. Pero, porque no soy pobre y mi estrés es más filosófico que glandular, sobrellevo estos días de la peste recluido en casa, con trabajos, pero también con más tiempo disponible entre una mano y la otra. ¿Qué hago con ese excedente?

3. Algunas clásicas opciones clasemedieras de ocupación en cuarentena: a) limpiar minuciosamente el refrigerador, desempolvar, ordenar el closet y clasificar libros, revistas y películas (la app gratuita libib puede ser de asistencia); b) leer alguno de los cientos de libros largos que no habíamos leído porque no teníamos el tiempo para hacerlo (novelas mencionadas con frecuencia: En busca del tiempo perdido de Proust; Guerra y paz de Tolstoy; Felipe Delgado de Saenz); c) o, rendidos a las gozosas devastaciones del binge watching, darle duro a las series de Netflix y Amazon; d) o empezar a escribir ese relato policial que teníamos pendiente y dándonos vuelta en la cabeza hace años. Etc.

4. Los condenados a muerte en Estados Unidos tienen el derecho a una “última cena”, celebrada uno o dos días antes de su ejecución por inyección letal o silla eléctrica. Pueden pedir lo que quieran, aunque con un límite en el costo y con la excepción de bebidas alcohólicas y tabaco. Sin ya tiempo para más comidas que esa, los presos escogen aquella a la que quieren regresar por última vez. En general, estos modestos banquetes finales tienden a honrar la mejor comida chatarra. John Wayne Gacy, por ejemplo –condenado a muerte por 33 asesinatos– pidió en 1994 un balde de pollo KFC (“receta original”), 12 camarones, papas fritas y una libra de frutillas frescas. Ted Bundy, condenado por más de 35 asesinatos, decidió en 1989 no pedir nada, pero le dieron de todas formas la “comida especial” estándar del sueño americano, una especie de desayuno en esteroides: un bife inmenso (término medio), tres huevos fritos, papas fritas al estilo hash browns, tostadas con mantequilla y mermelada, jugo de naranja y leche. Hay también los minimalistas:  Victor Feguer –condenado por secuestro y asesinato– pidió en 1963 una sola aceituna negra, con pepa; y Timothy McVeigh –condenado por 168 muertes– pidió en 2001 un litro de helado de menta con chispas de chocolate.

5. Tal vez otra forma de combatir el estrés y ocupar este tiempo sea esa: imaginar que ya se nos acabó y que nuestros consumos culturales en estos días serán los últimos. ¿A qué libros queremos volver antes de morir? ¿A qué películas? ¿A qué música? ¿Jugando qué juego de video nos encontrará la peste?

6. En ese plan, el del consumo personal apocalíptico, he hecho listas, menús que comparto con los de mi señora esposa. No se trata, claro, de ninguna recomendación y ni siquiera es la expresión de un gusto: son más bien los retornos a una historia sentimental, a los accidentes y contingencias de una vida que es, en ello, como cualquier otra. El hecho de que en estos días –pensando, como todos, que podrían ser los últimos– sólo quiera releer Persuasión de Austen o algunos cuentos de Sangre de mestizos de Céspedes o la Minima moralia de Adorno o las Otras inquisiciones de Borges ¿qué es lo que dice de esa vida?

7. Una de las películas en mi menú para “los últimos días” es el El séptimo sello (1957) de Ingmar Bergman (disponible, gratis, en youtube). Mediados del siglo XIV: El caballero cruzado Antonius Block y su escudero, Jöns, regresan a su país después de 10 años de ausencia en Tierra Santa. Lo encuentran devastado por la peste, aunque lo peor no sea la enfermedad: lo terrible es la precariedad coercitiva, el caos del que usufructúan los más fuertes, los abusos del poder institucional, el imperio del rumor y la superstición, la persecución de los que suelen ser señalados como los culpables.   

8. La Muerte en las lenguas germánicas es masculina (Tod en alemán, Död en sueco, etc.). Quizá por eso la figura misma sea también un hombre, no una vieja flaca con capucha. En el caso de El séptimo sello, este señor lleva una bata negra y su rostro es una máscara blanca de mimo.Y es esa Muerte la que viene a llevarse al caballero Antonius al comenzar la historia: “¿Juega ajedrez?”, le pregunta el condenado con una sonrisa. “¿Cómo lo sabe?”, responde la Muerte. “He visto pinturas y he escuchado canciones?”, explica el caballero. “Soy un excelente jugador”, acepta el reto la Muerte.

9. A partir de estas condiciones –la de la suspensión del destino mientras se juega una partida de ajedrez–, El séptimo sello es una road movie medieval que sigue los movimientos de los que retornan a casa –Antonius y Jöns–, de los que escapan de la peste –el juglar Jof y su esposa Mia– y de la Muerte que los persigue. Y aunque el paisaje sea hermoso y el clima perfecto, es claro que este no es el mejor momento y lugar para viajar: es un tiempo fuera de quicio, agobiado por las señales y los portentos, por los rumores sobre curas milagrosas y castigos merecidos. La gente está en otra cosa:  quemar niñas porque son brujas, organizar procesiones de penitentes que se azotan a sí mismos y aúllan, abandonar sus casas y sus pueblos, violar a las mujeres, robar a los muertos.

10. El de esta película, como el nuestro, es un universo en el que la realidad se confunde con su representación. La Muerte, por ejemplo, es sobre todo su imagen, como si para que la podamos reconocer entre nosotros tuviera que cumplir el requisito de parecerse a nuestras figuraciones de ella. De hecho, la maldición de Antonius es que sólo puede ver lo que ve en el mundo, a diferencia del juglar Jof, visitado por las visiones de otro.  

11. Lo que solicita Antonius a la Muerte al principio es una prórroga: no tiene miedo a morir, dice, pero sí asuntos y preguntas pendientes. Y añade que está cansado, muy cansado (del mundo y de sí mismo). La película, a partir de aquí, retrata una transformación: la de cómo esa prórroga en busca certezas sobre lo que no vemos (¿hay algo más allá de esto que es tan imperfecto? ¿dios es solo silencio?, etc.), se convierte en una prórroga para cumplir un acto de solidaridad con aquellos que sí podemos ver y que están aquí, a mano.

12. “Siempre recordaré este día”, dice Antonius cuando conoce a Jof y Mía, luego de compartir con ellos un plato de frutillas silvestres y leche, sentado sobre el pasto. “Me bastará este recuerdo”, concluye. Acaso confirmando la potestad de las representaciones, puede que esa sea una gran “última comida”: un plato de frutillas y un litro de leche fría. Y un par de marraquetas frescas, sin manteca.

Mauricio Souza Crespo, crítico de salón

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Manual urgente de zombis

La génesis, la evolución y la metáfora de los muertos vivientes

/ 1 de julio de 2020 / 10:00

  1. Hacia una definición de la identidad zombi. Sin dejar pasar la oportunidad de recordarnos que las identidades no solo son ‘constructos históricos’ sino que además, por supuesto, representaciones que fluyen y cambian como el agua, los estudiosos suelen mencionar seis indicadores estereotípicos —y diferenciales— que permiten, porque son perceptibles a primera vista, reconocer y distinguir a un zombi. Los enumero:
    a) Los zombis son, como los fantasmas, entes que deambulan, cómodos y hasta alegres, por una zona de indefinición o umbral entre la vida y la muerte: son “muertos vivientes”, “muertos que caminan”. Aunque, a diferencia de los fantasmas —tímidos, esquivos y algo disminuidos físicamente—, los zombis imponen su presencia de maneras plenamente carnales: nada los hace más felices que el contacto. b) Y el contacto que los hace tan felices comienza por casa, es decir, en el grupo mismo: ningún colectivo es más gregario y con mejor vida social que el de los zombis, que andan en patota o malón y que evitan la soledad con la misma ansiedad con que los vampiros la buscan. c) Por si acaso les faltaran marcas identitarias, los zombis no solo caminan sino que lo hacen de otra forma, según peculiaridades que los hacen reconocibles desde lejos, algo que también les sucede a los mormones, a los peruanos y a las geishas. Ese estilo corporal ha sido retratado en las películas hasta el cansancio, aunque de acuerdo a pautas contradictorias: el relajado caminar del sonámbulo que se desplaza en línea recta, con la vista perdida; el del bebé en el momento de sus primeros pasos, incapaz de levantar por completo los pies del suelo y siempre a punto de caer; el nerviosismo de los insectos que se amontonan en los lugares que se resisten a su paso. d) Aunque disfrutan mucho del trabajo grupal, lo suyo —como para nuestros periodistas televisivos— no es la palabra: a lo sumo, gruñen dos o tres cosas. No es ‘gente informada, con diversidad de intereses y pasatiempos, compleja’; son más bien autómatas de su propio deseo. e) Nunca se los ve bien: demacrados, con tendencia a acnés virulentos y a las várices, de mirada afiebrada e indirecta, desaliñados. f) Y proyectan una identidad que, al igual que la cruceña o porteña, es altamente contagiosa: bastan unos minutos de contacto para adquirirla. Un ratito con un zombi y uno termina caminando como ellos, gruñendo como ellos, obsesionado por dos o tres cosas.
    Son estas seis señas de identidad las que cuentan; el resto es opcional y una cuestión de gustos: el canibalismo, la inclinación a morder, la preferencia por la noche.
  2. Breve historia de los zombis. A diferencia de fantasmas, brujas y vampiros, los zombis pertenecen a un colectivo de reciente organización. Los historiadores del cine suelen identificar la primera hora de su visibilidad oficial en la (mala) cinta sonora norteamericana White Zombie, de 1930 (accesible en YouTube). Lo de white alude a un hecho hoy a veces olvidado: que al principio, los zombis eran negros, caribeños y con frecuencia esclavos: ‘subalternos’, diríamos hoy. (A la clásica pregunta sobre ‘si el subalterno puede hablar’, estas primeras películas responden sin dudarlo: por supuesto que no, pues, se sabe, los zombis no hablan. Tampoco hablaba el más famoso de los zombis del cine silente, el de El gabinete del Dr. Caligari de 1920).
    Fundada en el cine B de terror, la historia general de los zombis —que deducimos aquí a partir de algunas películas— se divide en tres grandes periodos: a) El periodo clásico es el del primer zombismo generalizado, ya decíamos que caribeño y negro. El mayor documento sobre este periodo es también la más hermosa película del género, la elegante Caminé con un zombi (1943) de Jacques Tourneur. b) El moderno es el periodo que corresponde a la segunda gran ola de zombis, convocada por George Romero en La noche de los muertos vivientes (1968) y, sobre todo, El amanecer de los muertos (1978). Aquí, el diagnóstico de la condición zombi es más preciso: no proviene ni del vudú ni del consumo de sustancias característicos del zombismo clásico, sino de un virus que, a diferencia del corona, resucita a los muertos. Estos son los zombis que caminan cual bebés aprendiendo a caminar, los que muerden, los que prefieren la lenta acción colectiva. c) Postmodernos son los zombis de la tercera ola, millennials que, aunque herederos de una tradición política —con su apuesta al número (y no a la calidad) y a la claridad leninista de su objetivo estratégico (“reproducirse o morir”)—, se diferencian por su rapidez: quizá han descubierto que tienen que apurarse porque ni el cine creado en computadoras ni el neoliberalismo toleran la lentitud. Al respecto, véase el documental Guerra mundial Z (2003), basado en un libro sobre pandemias de Max Brooks (hijo de Mel).
  3. Los zombis como metáforas de algo. A lo largo de su breve historia, los zombis —como antes tantos otros subalternos— han encontrado empleo haciendo el papel de esforzadas metáforas de esto y de lo otro. Algunos ejemplos conocidos:
    a) El zombi como emblema del trabajo esclavo. En ello, son los equivalentes lowtech del sueño del robot de la ciencia ficción: prueban que se puede convertir al prójimo en un ente que hace todo lo que se le dice, no forma sindicatos, trabaja sin descanso, no discute. b) Los zombis en tanto figuración horrorosa de la colectividad, una masa irreflexiva que obedece, hipnotizada, los impulsos ciegos de un igualitarismo violento. c) Los zombis como representación del consumismo general. (No es una coincidencia que El amanecer de los muertos de Romero ocurra toda en un centro comercial). d) Los zombis como visualización de una pandemia provocada por pecados ecológicos. e) Los zombis como el retorno de lo reprimido.
  4. Cuidados básicos de salud en la cercanía de un grupo de zombis. Como con el coronavirus, lo mejor, por supuesto, es evitar la cercanía. En su defecto —pues uno tiene nomás que trabajar en un mundo de zombis mirando sus celulares—, los expertos recomiendan: a) Encerrarse en casa y apagar las luces. b) No acercarse a las ventanas: según se ve en las películas, los zombis suelen atacar por ahí. c) Usar mucho las escaleras: los zombis tienden a tropezarse. d) Con los zombis clásicos y modernos, basta un par de zapatos deportivos para correr y, a veces, una buena escopeta o un bate de béisbol. Con los postmodernos, se requiere de armamento pesado, bunkers, efectos especiales, gafas de aviador gringo.
  5. Contribuciones bolivianas a esta historia de zombis. La cultura boliviana está repleta de zombis, de entidades que se resisten a morir y que regresan una y otra vez, muertos vivientes que no se han enterado de que están muertos. Piense por ejemplo en el padre de Juanito en la novela de 1885 Juan de la Rosa (que sufre una suerte de entierro en vida); o ese ambiguo personaje de Jesús Urzagasti, el Viejo (de la novela Tirinea de 1969); o Felipe Delgado, el famoso alter ego de Jaime Saenz; o el resucitado Sebastián Mamani en La nación clandestina (1989) de Jorge Sanjinés; o en el mito milenerista del Inkarrí, la mejor narrativa de zombis producida por estos lados; o en el nacionalismo revolucionario, que no deja de regresar y perseguirnos, poco importa si, hasta hace poco, en su versión de izquierda o, como ahora, de derecha.

Mauricio Souza Crespo, antropólogo amateur
Gráfico: freepik

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‘La vertiente’ 60 años después: ‘Yo quisiera que ustedes vengan donde mí’

El filme de Jorge Ruiz 1959 se hizo con guion de Óscar Soria

/ 25 de junio de 2020 / 15:15

  1. En La vertiente (1959) de Jorge Ruiz —ahora accesible en Youtube— vimos y escuchamos por primera vez en el cine no pocas cosas: gente que hablaba en los acentos de cambas y collas; los mántricos ritmos de un curichi; una serenata de trasnochador; una chovena bailada por niños; carretones tirados por bueyes; erguidas mujeres de tipoy que caminan con el cántaro en la cabeza; el rumor y el viento que los árboles centenarios hacen al caer; un grupo de parroquianos orientales en un bar (que se llama La Pascana); el eco de los tiros de un fusil dirigidos al cielo; pahuchis de tacuara y de madera; una pelea de borrachos; una
    legión de hormigas agresivas; hermosas tomas nocturnas; la secuencia de un sueño; una tamborita; pacumutos a la leña; niños jugando.
  2. Es quizá apropiado que una película sobre el agua se abra con ella: mientras leemos los créditos, la vemos correr y, hacia abajo, a un grupo de niños que juega en ella. Poco después se presenta a los personajes centrales: Teresa (Rosario del Río), la bella colla, maestra de los querubines que chapotean, y Lorgio (Raúl Vaca Pereyra), el galán camba que justo acaba de llegar de cazar caimanes.
  3. El de Teresa y Lorgio es un encuentro definitivo en el cine boliviano: primera versión de una larga lista de obsesivas escenificaciones de la diferencia regional. En ésta, la distancia es casi arquetípica: la colla, acaso porque está fuera de su elemento, es insegura; y quizá para disimular su incomodidad en el mundo, es disciplinadamente malhumorada: las primeras frases que le escuchamos decir son negaciones (“no hagan”, “no su-ban”, “no salten”). El camba, en cambio, es un diestro del aplomo corporal, de la facilidad de palabra en la conversación casual, de la afabilidad que luego devendrá santo y seña de una identidad.
  4. Por ejemplo esta escena: Él, de pie al borde de la poza, la mira. Ella, pudorosa, se agacha dentro del agua y apena saca la cabeza.
    —Usté’ e’ del interior, ¿no?— le dice Lorgio, como ejerciendo su sexto sentido camba, ese que le permite identificar collas a primera vista.
    —Soy de La Paz— responde ella, apurada, como para dejar en claro que viene de un lugar civilizado, no del “interior”.
    —Deme pué’ la mano ¿O en La Pa’ hablan así con el agua al cuello?— propone él, ya haciéndole el entre.
    —¡Váyase! ¡Váyase!— grita la colla que, como muchas, está siempre al borde de un ataque de nervios.
  5. Además de Ruiz, que la dirige, en La vertiente está Óscar Soria, en uno de sus primeros argumentos y al principio de una carrera que lo convertirá en el hilo de agua que conecta tres décadas del cine boliviano, guionista de por lo menos 10 clásicos, no solo de Ruiz sino también de Jorge Sanjinés, Antonio Eguino y Paolo Agazzi. (La vertiente es además, en parte, una película argentina. Es argentino el fotógrafo, Nicolás Smolif; es argentino Tito Ribero, musicalizador de más de 200 películas; es argentino José Cardella, montajista de más de 100 películas; y son argentinos los legendarios laboratorios Alex donde se procesó la cinta).
  6. La vertiente cuenta dos historias: En la primera, seguimos un romance que, como es de rigor, no promete mucho: es poco probable que la colla reprimida y represiva, la maestringa de interior, termine en brazos del camba indolente, suelto de cuerpo, lúdico, borracho y vago. La segunda historia es la del agua, según una oposición que enfrenta el agua sana del chorro (la vertiente del título) al agua mala del río. Esas historias, claro, están destinadas a encontrarse y dejar de ser lo que son. Ese momento llega por un procedimiento clásico: lo que une el romance a la historia del agua es la desgracia, es decir, la infección por el río y la muerte de Luchito, alumno de Teresa, discípulo de Lorgio (“Yo voy a cazar”, le dice el niño a la maestra, “y le voy a traer un tigrango”). Aquí, como sucede con frecuencia en Bolivia, la catástrofe es la que conduce a la solidaridad.
  7. Desde el momento en que Lorgio y Teresa son unidos por la muerte de un niño, comienza otra película: la del activismo de la maestra, que deviene el activismo de Lorgio, del pueblo y luego del Estado. Al principio se retratan las limitaciones de ese voluntarismo de rifas y trabajos amateur. La gente se burla de Teresa: “Elay la ingeniera”, le dicen, en vez de piropearla, los cambas que la ven pasar. Pero las cosas cambian, empezando por Lorgio, que de macho seguro de sí mismo pasa a ser un rendido a las seguridades de la collita militante: “Esa pelada —les grita a sus compañeros de farra— es má’ macha que toodingos nosotros juntos. Y los vagos no tenemos derecho a hablar”. Ya con el segundo accidente de la película —otra señal de esa providencia atea que es la desgracia—, el pueblo recapacita y se organiza: las impolutas masas de Rurrenabaque no descansarán hasta tener agua potable.
  8. Entre tantas cosas que aparecen por primera vez en La vertiente, no es la menos memorable la que es también la más visible: la colectividad. Como se anuncia al principio, esta es la historia de un cuerpo social que se organiza (por los incentivos de una joven activista y en contra de la rutina provinciana). Y esta colectividad no es la que, en versión clasista clásica, luego propondrá el cine de Sanjinés, sino la del sueño nacionalista: “la patria” es el esfuerzo común junto al Estado. El civismo retratado es por eso uno de marchas, de ceremonias colectivas, de discursos alusivos a la fecha. Y la representación de la colectividad, como corresponde a un imaginario corporativo, se busca en los representantes emblemáticos de las fuerzas vivas: el cura, el empresario, el militar, el minero (que llega en avión), la madre, los niños. Vemos miles de pies, de cuerpos, de palas y azadones (y no de fusiles), en multitudes que se la pasan subiendo o moviendo montañas, siempre en caravana. Y por segunda vez nos dan ganas de llorar: ¿esa es, por fin, la colectividad?
  9. En su hora de diestra combinación de documental y romance melodramático, La vertiente se las ingenia para amontar secuencias memorables. Recomiendo estas: la llegada del cazador en canoa; la serenata nocturna; o Teresa en medio de la selva, vista desde arriba. Por ejemplo, al verla así, nos preguntamos: ¿Las dificultades de la organización colectiva son para ella, la colla, mayores que las de estar solita en la selva, de noche, con tantos bichos cerca? ¿Es ese el momento de crisis personal en que Teresa —como Jesús en el Huerto de los Olivos— se transforma en la activista que quiere ser?
  10. La he visto diez veces y nunca he logrado contener el llanto al final. Resumo: el pueblo organizado agradece a la maestra, apenas recuperada de su convalecencia; ella responde al agradecimiento en un discurso casi incomprensible, tartamudo. Mientras lo dice sucede un milagro: el que parece otro ritual cívico se transforma ante nuestros ojos en una afirmación del afecto como principio del lazo social: “Yo quisiera… yo los quiero… a todos los quiero… yo quisiera… que ustedes vengan donde mí… como ahora han venido… ustedes han venido…”. Y ya sin palabras, esconde el rostro en el pecho del galán. Fin.

Mauricio Souza Crespo, fan

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¿Qué vemos cuando vemos ‘La flor’ de Mariano Llinás?

El filme argentino de múltiples géneros de 2018, disponible en la web, cuenta con casi 14 horas de duración.

/ 20 de mayo de 2020 / 20:23

1. Prólogo. Al empezar, en una suerte de prólogo, Mariano Llinás, o alguien que se parece mucho a él, explica, en una voz en off que puede o no que sea la suya, la forma de su película (que ahora podemos, gratis, ver por internet): lo que verán, dice, son seis historias o, más bien, los principios de cuatro, una completa y un final, que es además el final para toda la película. Y anuncia que cada una de estas historias probará además la mano en un género distinto: la primera es una historia barata de terror; la segunda, un musical con algo de misterio; la tercera, una de espías; la cuarta no se sabe bien; la quinta está inspirada en otra película y la sexta es una historia de mujeres cautivas. Nada tienen en común estos relatos salvo el hecho, promete Llinás, de que en ellas están las mismas cuatro mujeres. “La película —concluye— es sobre ellas cuatro y, de alguna manera, para ellas cuatro”.

2. La forma de la flor. Mientras Llinás explica su película va dibujando un esquema: cuatro flechas hacia arriba (los cuatro relatos inconclusos), una flecha que se muerde la propia cola al centro (el relato concluso), una flecha hacia abajo (el final con cautivas). Es decir, “la flor” del título es la forma de la película o quiere serlo. Pero como suele suceder, aquí el territorio no coincide con el mapa que lo figura.

3. Dichoso el árbol sensitivo. Por ejemplo, se podría considerar que los tres primeros relatos son progresivas variaciones o aprendizajes en torno al relato cinematográfico clásico. Al irse complicando, ramificando, son narraciones que exigen también, progresivamente, más tiempo para su desarrollo: la primera dura una hora quince, la segunda dos horas, la tercera cinco. De una escueta narración lineal con momias (aunque salpicada por el ominoso anuncio de complicaciones), pasamos a un relato doble de amores cantados y sectas secretas. Y de ahí, en el Episodio 3, ingresamos a un ordenado laberinto de espías, según una voluntad narrativa entregada ya a la exuberancia fabuladora, a la proliferación de historias previas o paralelas. A estas alturas, la película lleva ocho horas y media en su exploración curiosa —más que irónica— de los modos de construcción de narraciones según Hitchcock o Jean-Pierre Melville o John le Carré.

4. El pliegue de la flor. La flor es por lo menos una película doble: nunca deja de contar algo, sí, pero al hacerlo tampoco deja de hacerse preguntas sobre el funcionamiento mismo de esos relatos que nos cuenta. Acaso por eso mismo, verla sea una experiencia doble: seguimos con atención las historias que nos cuenta y estas nos absorben, pero al mismo tiempo es parte de su intriga la cuestión de por qué la película es como es: ¿por qué esas historias van a donde van? ¿Cómo se configuran sus deliberadas variaciones de tono? ¿Por qué los actores son como habitados por voces ajenas (en una película que recurre, con entusiasmo programático, al doblaje)? ¿El fuera de foco es un tic o busca ser un rasgo de estilo? ¿Por qué tenemos la sensación de que las actuaciones de “las cuatro chicas” o la música (de Gabriel Chwojnik) o los textos en off de Llinás devienen un (gran) fin en sí mismos? ¿Es correcta la sospecha de que, como en el mejor cine latinoamericano, la película quiere contarnos algo pero que también nos cuenta de su relación con otros relatos (con la historia del cine, digamos) y con las magias o trucos parciales del acto mismo de contar (y lo que se puede utilizar para hacerlo)?

5. A la sombra de las chicas en flor. “La película —explicaba Llinás— es sobre ellas cuatro y, de alguna manera, para ellas cuatro”. Entonces, La flor es sobre y para las actrices Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes. Porque para verlas a ellas se arman los tres primeros episodios de la película. Y porque es además sobre ellas, la película reproduce en todos sus episodios las vicisitudes de una fascinación, ese antiguo afecto y efecto del cine. El arco narrativo de esa fascinación podría ser este: a) los tres primeros episodios son, como decíamos, un pretexto para observarlas; b) el cuarto episodio —ese que no se sabe bien qué es y que es el núcleo de la película— es un ensayo entre cómico y melancólico sobre su ausencia, sobre la imposibilidad de hacer la película sin ellas, las brujas; c) en su apoteosis, al final del cuarto episodio, la película confiesa discretamente su fracaso y se rinde a su fascinación, que es ya una fascinación sin pretextos narrativos, elegiaca, que quiere o finge ser directa. Lo que hemos visto durante 12 horas se revela como la preparación de esos nueve minutos, de esas imágenes de cuatro mujeres que miran y sonríen a la cámara, que posan entre árboles y carreteras, ellas solas y solamente ellas. Y ahí acaba La flor, aunque eso todavía no lo sepamos. Reaparece Llinás, con la barba crecida, náufrago de su propia película, a aclarar estas cosas y alentarnos: “Solo faltan dos episodios”, dice, “el cinco, en el que las chicas no están, y el de las cautivas, en el que las chicas vuelven”. Y se va.

6. Los finales de la flor. Comenzar una historia es para Llinás un asunto o un procedimiento sin mayores misterios; terminarla, en cambio, es algo que no deja de intrigarlo. A pesar de sus promesas de narrativas suspendidas, la de Llinás es una película sobre finales y es por eso que quizá intente tantas variaciones del fin de una historia. En los tres primeros episodios no es que el final nos sea escamoteado, sino que este ya no importa. Y porque al final del cuarto episodio Llinás termina su película, los discretos episodios quinto y sexto, de duración modesta (40 y 20 minutos), son en realidad epílogos, codas o anotaciones a una película que había terminado. Incluso sus digresiones son, de hecho, eso: no demoras, sino oportunidades para ensayar el cierre, al menos por un momento, de un relato. (En “Dreyfuss”, por ejemplo, breve digresión sobre uno de los personajes secundarios en la inmensa trama de espías, Llinás traza uno de los tantos finales que vemos en la película: adapta para sí, en un casi pastiche, el elegante patetismo lírico del Borges de El sur, aquel del hombre que reconoce finalmente la forma de su destino y que acepta, “extrañamente feliz”, su fin).

7. Los finales de esta reseña. Dos gestos o impulsos se repiten en la crítica sobre La flor. Según el primero, y pese a las explicaciones de Llinás, los críticos sienten la necesidad de entregarse, abrumados por su cantidad, a la tarea de escoger los datos que tal vez les permitan delinear una plausible descripción de lo que la película es o no es. Y, mientras tratan de hacerlo, se torna visible una segunda compulsión, más interesante: la inclinación a ponerse confesionales, y que convierte el acto de hablar de la película en un relato autobiográfico —muchas veces exasperado o por lo menos impaciente— sobre la experiencia de ver las casi 14 horas de La flor. Para terminar en buena forma esta reseña me falta entonces un detalle confesional. Aquí va: la noche que terminé de verla, soñé que la quinta y sexta partes eran otras. Recuerdo que la quinta, por ejemplo, consistía en el interminable plano fijo del lobby o vestíbulo de un edificio de departamentos, durante la noche. Se lo veía desde la acera del frente, iluminado desde adentro, la calle en completa oscuridad, como en un cuadro de Edward Hopper, pero sin gente. En el sueño, era una certeza que mientras ese único plano se mantuviera, las historias seguirían ocurriendo adentro.

Mauricio Souza Crespo – agrimensor

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René Zavaleta Mercado recuperado

Como pronto podrá comprobar el lector, el Zavaleta Mercado de estas notas de prensa es el mismo de los ensayos y los libros de largo aliento. Es decir, uno que no escribió de otra manera sino según aquella que quería ser fiel al “arte de la digresión compleja”.

/ 30 de agosto de 2015 / 04:03

El tomo III de la Obra completa de René Zavaleta Mercado, dividido en dos volúmenes, reúne en un poco más de 1.400 páginas sus notas de prensa y otros escritos, hasta hoy dispersos. Son estos en su mayoría textos de corto y mediano aliento que configuran una especie de diario de los dos oficios que ocuparon la vida profesional de Zavaleta Mercado: la docencia e investigación y el periodismo. Actividades que estuvieron, además y en su caso, casi siempre referidas al análisis —narrativo y conceptual— de la política, esa “historia inmediata”, ese “aire de todos”.

Zavaleta Mercado, periodista. En 1978, en una entrevista que se puede leer en el segundo de los volúmenes del tomo III, Zavaleta Mercado recuerda: “Viví pues entonces del periodismo [luego de que fuera empujado, con su familia, hacia el exilio en 1964], tal como había hecho en Bolivia antes de ser diputado y ministro. Pero ni entonces ni nunca he dejado de escribir en periódicos y revistas. Si apunto esto es para quejarme de algo. Jamás he logrado que se mencione mi nombre entre los de los periodistas bolivianos. En determinado momento, ingrato por demás, se impidió mi sindicalización, aunque, como está a la vista, esta es mi segunda profesión”.

El volumen 1 del tomo III congrega pues, para que estén otra vez a la vista, los trabajos y los días de la “segunda profesión” de Zavaleta. Entrenado primero en el matutino uruguayo La Mañana y poco después —junto a Augusto Céspedes— en el diario del MNR La Nación, Zavaleta devino pronto, muy temprano, uno de los mejores columnistas políticos de la historia del periodismo boliviano (y no por nada fueron columnistas políticos algunos de los escritores que más admiró: Tamayo, Montenegro, Céspedes).

El Zavaleta Mercado periodista trabajó según ciclos temáticos e históricos. En La Nación, por ejemplo, se especializó durante 1959 y 1960 en el comentario de cuatro sagas: la muerte del líder falangista Óscar Únzaga de la Vega (y los juicios e investigaciones desencadenados por esa muerte, que describió como el “resultado de veinte años de intoxicación mítica”), la diversa suerte de las figuras de la oposición rosquera, episodios del “movimiento cívico” cruceño liderado por Melchor Pinto Parada y, finalmente, los vicios de un sindicalismo que juzgó como oscilante entre los dogmas de un marxismo de cocina y un salarialismo irresponsable (encarnados por Juan Lechín, “marxista ocasional y cabaretero impenitente”).

En sus trabajos posteriores a La Nación, Zavaleta se definirá como un analista político especializado en el Cono Sur, que en su caso quiso decir —sobre todo— Bolivia, Argentina y Chile, pero también Uruguay, Brasil y Perú. De estos países, son tres los grandes núcleos históricos o concentraciones cronológicas que discute en su periodismo (un periodismo que, a diferencia de tantos, hoy, medio siglo después de escrito, se puede leer con provecho y disfrute): la serie de golpes —respaldados por Estados Unidos— que depusieron gobiernos legítimos entre 1963 y 1965 (y que instituyeron dictaduras militares); la segunda ola de dictaduras —otra vez apoyadas por Estados Unidos— de la primera mitad de los años setenta (Banzer en Bolivia, Pinochet en Chile, etcétera). Y, finalmente, hacia el final de su vida, el análisis del fin —o el comienzo del fin— de esas dictaduras.

Se ordenan cronológicamente estas notas de prensa, desde las primeras  —publicadas en 1954 por la prensa paceña, cuando Zavaleta Mercado tenía 16 años— hasta sus dos últimas, de 1983, para el periódico mexicano Uno más uno. En esos treinta años de trabajo periodístico, el grueso de la producción de Zavaleta Mercado apareció en Marcha (Montevideo, 1956-1972), La Nación (La Paz, 1957-1963), El Día (México, 1965-1966) y Excélsior (México, 1974-1976). Se rescatan además notas que, hasta hoy, no habían sido identificadas en ninguna de las listas hemerográficas existentes y que fueron publicadas en Nova (La Paz, 1962-1963), La Calle. Segunda época (1963) y Clarín Internacional (1968).

Una nota final sobre asuntos de estilo: como pronto podrá comprobar el lector, el Zavaleta Mercado de estas notas de prensa es el mismo de los ensayos y los libros de largo aliento. Es decir, uno que no escribió de otra manera sino según aquella que quería ser fiel al “arte de la digresión compleja”. Para los que creen que la redundancia pedagógica es un deber del que escribe y que la complejidad una suerte de afrenta al que lee, este volumen no será ningún consuelo: constatación acaso de que no habrá nunca para ellos un Zavaleta “fácil”.

El Zavaleta Mercado de los “otros escritos”. El volumen 2 del tomo III de la Obra completa de René Zavaleta Mercado reúne materiales de diverso origen y destino: entrevistas a Zavaleta (que cubren más de veinte años: 1962-1984), poemas dispersos, textos parcial o totalmente inéditos (la mayor parte provenientes del archivo de la familia Zavaleta-Reyles), apuntes de clases (recibidas y dadas), proyectos de investigación e informes, intervenciones parlamentarias y algunos documentos (ruinas estos últimos de lo que Zavaleta describió como “los padecimientos de la militancia”). Su sola enumeración debería ya sugerir que esta es una compilación que no aspira a ser definitiva (aunque se  haya intentado que lo sea) y que, de hecho, estamos seguros de que las futuras ediciones de este volumen incorporarán nuevos textos y materiales.

A diferencia de los otros dos tomos de esta Obra completa, este es uno en construcción. Eso quiere decir simplemente que incluye todas las notas de prensa y escritos dispersos que pudimos encontrar, en un esfuerzo colectivo. Pero que, al mismo tiempo, por una aconsejable paciencia filológica, el editor tiene la esperanza de que otros textos (hallados o atribuidos) engrosarán sus páginas en futuras reimpresiones.

La suerte de nuestros clásicos. Las 2.800 páginas de los tres tomos de la Obra completa de Zavaleta Mercado recuperan la escritura del que acaso haya sido el mayor ensayista boliviano del siglo XX. Debemos por eso celebrar el hecho de su aparición, recordando de paso que derivan del esfuerzo de una familia, la Zavaleta Reyles, y de una editorial, Plural editores, que han hecho esto a pulmón, sin apoyos de ningún tipo salvo su voluntad de contribuir a la cultura boliviana. Y mientras celebramos, tal vez sea aconsejable no perder de vista que esta Obra completa es una anomalía y que casi todos nuestros grandes ensayistas no han sido recuperados y que, de hecho, no pocos de nuestros clásicos son clásicos inéditos. Esta no es una exageración: parte considerable de la obra de Franz Tamayo y Augusto Céspedes, por ejemplo, duerme hemerotecas. Y no existe una edición de la obra completa del mayor escritor boliviano del siglo XIX: Gabriel René-Moreno.

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