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El séptimo sello en los días de la peste

1. Estrés: “Tensión provocada por situaciones agobiantes”. Cortisol: “Hormona que el cuerpo libera en respuesta al estrés”. Glándulas suprarrenales: “Ubicadas en la parte superior de cada riñón, producen varias hormonas necesarias para la vida, incluyendo el cortisol”. Pobreza: “Se dice que los pobres, en promedio, tienen glándulas suprarrenales más grandes”.

2. Pero, porque no soy pobre y mi estrés es más filosófico que glandular, sobrellevo estos días de la peste recluido en casa, con trabajos, pero también con más tiempo disponible entre una mano y la otra. ¿Qué hago con ese excedente?

3. Algunas clásicas opciones clasemedieras de ocupación en cuarentena: a) limpiar minuciosamente el refrigerador, desempolvar, ordenar el closet y clasificar libros, revistas y películas (la app gratuita libib puede ser de asistencia); b) leer alguno de los cientos de libros largos que no habíamos leído porque no teníamos el tiempo para hacerlo (novelas mencionadas con frecuencia: En busca del tiempo perdido de Proust; Guerra y paz de Tolstoy; Felipe Delgado de Saenz); c) o, rendidos a las gozosas devastaciones del binge watching, darle duro a las series de Netflix y Amazon; d) o empezar a escribir ese relato policial que teníamos pendiente y dándonos vuelta en la cabeza hace años. Etc.

4. Los condenados a muerte en Estados Unidos tienen el derecho a una “última cena”, celebrada uno o dos días antes de su ejecución por inyección letal o silla eléctrica. Pueden pedir lo que quieran, aunque con un límite en el costo y con la excepción de bebidas alcohólicas y tabaco. Sin ya tiempo para más comidas que esa, los presos escogen aquella a la que quieren regresar por última vez. En general, estos modestos banquetes finales tienden a honrar la mejor comida chatarra. John Wayne Gacy, por ejemplo –condenado a muerte por 33 asesinatos– pidió en 1994 un balde de pollo KFC (“receta original”), 12 camarones, papas fritas y una libra de frutillas frescas. Ted Bundy, condenado por más de 35 asesinatos, decidió en 1989 no pedir nada, pero le dieron de todas formas la “comida especial” estándar del sueño americano, una especie de desayuno en esteroides: un bife inmenso (término medio), tres huevos fritos, papas fritas al estilo hash browns, tostadas con mantequilla y mermelada, jugo de naranja y leche. Hay también los minimalistas:  Victor Feguer –condenado por secuestro y asesinato– pidió en 1963 una sola aceituna negra, con pepa; y Timothy McVeigh –condenado por 168 muertes– pidió en 2001 un litro de helado de menta con chispas de chocolate.

5. Tal vez otra forma de combatir el estrés y ocupar este tiempo sea esa: imaginar que ya se nos acabó y que nuestros consumos culturales en estos días serán los últimos. ¿A qué libros queremos volver antes de morir? ¿A qué películas? ¿A qué música? ¿Jugando qué juego de video nos encontrará la peste?

6. En ese plan, el del consumo personal apocalíptico, he hecho listas, menús que comparto con los de mi señora esposa. No se trata, claro, de ninguna recomendación y ni siquiera es la expresión de un gusto: son más bien los retornos a una historia sentimental, a los accidentes y contingencias de una vida que es, en ello, como cualquier otra. El hecho de que en estos días –pensando, como todos, que podrían ser los últimos– sólo quiera releer Persuasión de Austen o algunos cuentos de Sangre de mestizos de Céspedes o la Minima moralia de Adorno o las Otras inquisiciones de Borges ¿qué es lo que dice de esa vida?

7. Una de las películas en mi menú para “los últimos días” es el El séptimo sello (1957) de Ingmar Bergman (disponible, gratis, en youtube). Mediados del siglo XIV: El caballero cruzado Antonius Block y su escudero, Jöns, regresan a su país después de 10 años de ausencia en Tierra Santa. Lo encuentran devastado por la peste, aunque lo peor no sea la enfermedad: lo terrible es la precariedad coercitiva, el caos del que usufructúan los más fuertes, los abusos del poder institucional, el imperio del rumor y la superstición, la persecución de los que suelen ser señalados como los culpables.   

8. La Muerte en las lenguas germánicas es masculina (Tod en alemán, Död en sueco, etc.). Quizá por eso la figura misma sea también un hombre, no una vieja flaca con capucha. En el caso de El séptimo sello, este señor lleva una bata negra y su rostro es una máscara blanca de mimo.Y es esa Muerte la que viene a llevarse al caballero Antonius al comenzar la historia: “¿Juega ajedrez?”, le pregunta el condenado con una sonrisa. “¿Cómo lo sabe?”, responde la Muerte. “He visto pinturas y he escuchado canciones?”, explica el caballero. “Soy un excelente jugador”, acepta el reto la Muerte.

9. A partir de estas condiciones –la de la suspensión del destino mientras se juega una partida de ajedrez–, El séptimo sello es una road movie medieval que sigue los movimientos de los que retornan a casa –Antonius y Jöns–, de los que escapan de la peste –el juglar Jof y su esposa Mia– y de la Muerte que los persigue. Y aunque el paisaje sea hermoso y el clima perfecto, es claro que este no es el mejor momento y lugar para viajar: es un tiempo fuera de quicio, agobiado por las señales y los portentos, por los rumores sobre curas milagrosas y castigos merecidos. La gente está en otra cosa:  quemar niñas porque son brujas, organizar procesiones de penitentes que se azotan a sí mismos y aúllan, abandonar sus casas y sus pueblos, violar a las mujeres, robar a los muertos.

10. El de esta película, como el nuestro, es un universo en el que la realidad se confunde con su representación. La Muerte, por ejemplo, es sobre todo su imagen, como si para que la podamos reconocer entre nosotros tuviera que cumplir el requisito de parecerse a nuestras figuraciones de ella. De hecho, la maldición de Antonius es que sólo puede ver lo que ve en el mundo, a diferencia del juglar Jof, visitado por las visiones de otro.  

11. Lo que solicita Antonius a la Muerte al principio es una prórroga: no tiene miedo a morir, dice, pero sí asuntos y preguntas pendientes. Y añade que está cansado, muy cansado (del mundo y de sí mismo). La película, a partir de aquí, retrata una transformación: la de cómo esa prórroga en busca certezas sobre lo que no vemos (¿hay algo más allá de esto que es tan imperfecto? ¿dios es solo silencio?, etc.), se convierte en una prórroga para cumplir un acto de solidaridad con aquellos que sí podemos ver y que están aquí, a mano.

12. “Siempre recordaré este día”, dice Antonius cuando conoce a Jof y Mía, luego de compartir con ellos un plato de frutillas silvestres y leche, sentado sobre el pasto. “Me bastará este recuerdo”, concluye. Acaso confirmando la potestad de las representaciones, puede que esa sea una gran “última comida”: un plato de frutillas y un litro de leche fría. Y un par de marraquetas frescas, sin manteca.

Mauricio Souza Crespo, crítico de salón