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La construcción de la ruralidad en ‘Huesos y cenizas’

Continuamente se ha evidenciado dentro de la literatura boliviana, en las novelas cuyo tópico gira en torno a las relaciones sociales en el campo, que los personajes, habiendo sido fijados de una determinada manera como producto de los modelos mentales del autor, han sido rebasados por el dinamismo social de la ruralidad, es decir, han sido superados por “el devenir real”, como lo llamaría Gramsci, y es por ello que han perdido interés y valía, al menos para quienes no aceptan acríticamente elucubraciones literarias sin asidero en la realidad. Al contrario, Máximo Pacheco, en Huesos y cenizas —novela editada nuevamente por la editorial Mama Huaco bajo el título de Los dos entierros de Eleuteria Aymas—, ilustra imágenes ajenas al convencional entendimiento de lo campesino y de lo indígena; muestra a dichos sujetos sociales a la luz de sus propias contradicciones, las que se gestan en su interior y las que emergen del contexto exterior.

Gabriel Chávez señaló en el prólogo de la primera edición de Huesos y cenizas —la obra que le valiera a Pacheco su primera mención honorífica en el Premio Nacional de Novela—, con gran verdad, que la novela transcurre en “el tiempo del alcohol y la muerte” y que Pacheco con ella retorna al país secreto que la literatura no ha podido —infelizmente— desentrañar en una centuria, refiriéndose al tiempo transcurrido desde que la novela indigenista comenzara a emerger en el país luego de la publicación de Wata Wara, obra escrita por Alcides Arguedas. La veracidad de esas reflexiones se explican porque el devenir real altamente complejo de la ruralidad, de la etnicidad y de las relaciones de los sujetos que la habitan, ha transcurrido esquivo a los intentos literarios de retratarla, salvo subrepticias ocasiones, ¿Huesos y cenizas será, efectivamente, una de esas ocasiones?

Los conflictos a los que los personajes se enfrentan, en muchas ocasiones condicionados por externalidades, por su relación con lo local y, a su vez, con un nivel superior, se dan también en función de la experiencia vivida del individuo y de la relación que el individuo entreteje en función de esa experiencia. En ese sentido Aysino Aymas, un personaje campesino de edad avanzada, contiene dentro de su memoria creencias y configuraciones de significados mediados por su relación con el mundo natural y, por tanto, sus tragedias contienen un código de ese tipo, a saber, la naturaleza es para él principio de orden y de caos pero su relación con ella no es pasiva, sino desafiante: “Sus gritos ruedan por los peñascos ásperos hasta el llano. Putea contra Dios y el diablo. Contra el mundo de aquí, contra el de arriba y el de abajo. (…) ¿Será acaso los envidias?, ¿será que no has sabido ser agradecido con la Pachamama, que no le has sabido atender? Por eso se come a todos a tu lado. De eso se mueren será”.

En el caso de Eleuteria Aymas, la hija de Aysino, la memoria que dicho personaje reconstruye está en función de la lejanía con su padre. El viejo Aysino se quedó en una casa en la loma, mientras todos los demás comunarios se iban acercando a la vera del camino, intentando conectarse más a la ciudad. Eleuteria, pastora primero y vendedora luego, distanciada del modo de vida de Aysino, se construye en función de desencuentros con su individualidad y con su comunidad, sufre las consecuencias de ser mujer —y de ser huérfana de madre— en un ambiente violento y hostil, y presencia las migraciones tanto de su esposo como de su hijo, cuestiones que llegan a enajenarla: “Ahora, enferma, martirizada por el dolor, se siente hueca, vacía, inútil, fuera de su lugar. Botada en un sitio extraño. (…) Ella no tiene casa, no tiene gentes, no pertenece a nadie. Es el desarraigo personificado”.

Y, Pastor, quien llegó a la comunidad vistiendo una chaqueta con un estampado moderno —Aysino era el único dentro de la familia que permanecía con un rotoso poncho—, donde esa lejanía entre familiares se representa incluso espacialmente, recuérdese que se va al Chapare a trabajar, construye su concepción del mundo en función de elementos que difieren inconmensurablemente de los anteriores dos personajes; algunos de esos elementos son la ostentación de un status más elevado, representado por la necesidad de hacer un gran entierro para su madre y la adopción de un modo de vida fundamentalmente distinto al de Eleuteria y de su abuelo, aunque aun así siga siendo precario: “El pastor ha llegado a la comunidad (…) los comunarios lo han reconocido al tiro. Él les saludaba con la mano izquierda, haciendo que caiga un poco su manga para que quede a la vista un enorme reloj de cuarzo, bañado en oro. El pastuco está hecho todo un pije, con chamarrita de jean con una imagen de Enrique Iglesias estampada en un cuadrado que le cubría toda la espalda; polera negra con viñeta del Che Guevara (…) Próspero habías estado ¡gran puta! ¿Dónde estabas pues? En Chapare nomás estaba, responde él con algo de desdén mirando la punta de sus zapatos deportivos, como quien dice por qué preguntan pendejadas, ¿no me ven?”.

Todos los antagonismos que surgen por la inconexión generacional que producen las cambiantes relaciones de los personajes con el medio material son indicativos de la comprensión que tiene Pacheco de la ruralidad; no cae, pues, en un error común, el de utilizar fórmulas estereotipadas para construir ambientes y personajes. Queda claro, como Raymond Williams recuerda, que en la aldea rural, al igual que en la ciudad, existe división social de trabajo, contrastes relacionados con las posiciones sociales y, por ello, puntos de vista alternativos.

Sin embargo, y este no es un dato menor, Pacheco escribe la novela en una relación pendular entre persistencia y cambio. La persistencia se da, preeminentemente, en la precariedad, la tragedia y el sufrimiento de los personajes, siempre perseguidos por la muerte y el alcohol. El cambio, por otro lado, se da en las actividades de los personajes y en los significados fluctuantes que le confieren a su contexto inmediato.

Huesos y cenizas realiza un avance de una gran significación para las novelas ambientadas en el campo dentro de la literatura boliviana, supera la construcción literaria de la ruralidad como (agradable) paisaje y, por tanto, como simple observación y separación del hombre —de su labor y su subsecuente precariedad y sufrimiento; como señala Raymond Williams: un campo en actividad productiva no es un paisaje—, pero supera también la sola actividad productiva y sus consecuentes relaciones de conflicto —cuestión retratada en las novelas de principio de siglo XX— y emprende un camino a la par del dinamismo social real; es decir, presencia los hechos que resquebrajan el mito de entendimiento de las comunidades rurales como instancias armoniosas, naturales y pacíficas y, más bien, demuestra cómo la realidad supera las dicotomías estériles tradicional-moderno, armonía-caos y construye escenarios revestidos de contradicciones en los cuales colisionan los significados y concepciones que los individuos configuran en consonancia no solo con su cultura, sino también con su actividad.

Sin embargo, hay que tener cuidado de no caer en un lugar común y señalar que la obra de Pacheco es una verdadera representación del sentido social e histórico de una época para determinados sujetos sociales y que, en contraposición a ello, las demás obras literarias cuya trama es similar son productos ideológicos o imaginativos de sus autores simplemente. Gramsci señaló, con la claridad que lo caracteriza, que en algún sentido todas las obras literarias pueden representar el momento histórico en el que fueron escritas; teniendo en cuenta, claro, que algunas pueden representar cualidades reaccionarias y anacrónicas y otras, como Huesos y cenizas, mayor cercanía al conocimiento de la sociedad.

Para culminar estas escuetas reflexiones bastará indicar que Huesos y cenizas, además de contar con los elementos mencionados, es una novela profundamente trágica y telúrica; Sábato escribió alguna vez: “Porque no hay poesía festiva, quizá solo del tiempo y de lo irreparable puede hablar”.