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‘Room 666’ en 2020, ideas sobre la desaparición del cine

El director Wim Wenders reunió en 1982 a 15 colegas para reflexionar sobre el futuro del cine ante el avance de la televisión y el alza de los presupuestos.

/ 8 de mayo de 2020 / 08:43

Room 666 es el nombre de un documental que Wim Wenders filmó en el Festival de Cannes de 1982. Lo que hizo el realizador alemán fue instalar una cámara en un cuarto de hotel e invitó a 15 directores que, en una excéntrica soledad, tuvieron que responder a preguntas que giraban sobre la misma temática: ¿Cuál es el futuro del cine?, ¿desaparecerá frente al avance de la televisión y la dictadura de los altos presupuestos?

Este 2020, marcado por la crisis del COVID-19 que ninguno de sus protagonistas podía imaginar ni en 1982 ni hace tres o cuatro meses, nos encontramos, sin embargo, básicamente, con las mismas inquietudes y temores.

La forma de la pregunta es distinta, pero la substancia, el “entrelíneas” es universal; ¿va a poder sobrevivir el cine? El enemigo en ese momento eran la televisión y los altos presupuestos (que fortalecen los blockbusters, las grandes superproducciones, pero dañan el resto del espectro cinematográfico). Hace unos años, el streaming era percibido como el gran rival. Hoy es un fenómeno mucho mayor y de características aterradoras: aquí, en Francia y en Hollywood, el mercado simple y llanamente ha desaparecido y las películas se agolpan en la fila, sin saber cuándo podrán estrenarse.

Es interesante observar cómo la mayor parte de los entrevistados sucumben ante la sorpresa y caen en el desconcierto. Solo un puñado da respuestas interesantes y entre ellos se destaca Godard; para él es un problema que las pequeñas películas estén desapareciendo frente a la tendencia de la industria a encarar solo grandes producciones, pero uno mayor, por su fuerza expresiva, es el de la publicidad, que atiborra al espectador de momentos culminantes. En las tandas publicitarias “se ofrece múltiples clímax de Potemkin, pero sin las dos horas de respaldo de Potemkin”, dice el suizo–francés.

Y si pensamos en el atiborrado contexto de “efectos especiales” producidos merced al abaratamiento de la tecnología en nuestros tiempos, amén de la sobresaturación publicitaria, no nos queda más que seguirle dando la razón. Y hoy, en este 2020, podríamos añadir que dado el “tiempo” de lo virtual y las redes, la capacidad de atención del espectador medio ha caído notablemente; clímax y más clímax y cada vez menos contenido.

Varios de los otros entrevistados vuelven sobre el tema: ¿la estética de la televisión se comerá a la del cine? Como han pasado treinta y tantos años de la realización de dicho documental y se puede decir que ya hemos superado los embates más fuertes (y en algún caso definitivos) de la videocasetera, la televisión por cable, el DVD y ahora el streaming, sabemos categóricamente que no. A pesar de que en muchos casos el principal vehículo de difusión de los filmes se da en la TV o el video casero, el encuadre para la gran pantalla no representa ninguna desventaja; igual las películas se consumen y su capacidad de rating sigue enfrentando sin problemas a los mejores productos hechos específicamente para la televisión.

En ese sentido podemos tomar las palabras de Herzog, cuando dice que el cine posee una fuerza expresiva superior a la de la TV: “Tiene la capacidad de expresar mejor la vida”. Y si le damos la razón, podríamos concluir que también tiene la capacidad de atravesar las limitaciones de cualquier vehículo de difusión. Otra cosa es que como todo arte vivo, tienda a reinventarse y a dejarse influir periódicamente por otras formas expresivas; por el teatro y la misma radio en determinados momentos y por la televisión y sus descendientes en otros.

Paul Morrissey, el “operador” de Andy Warhol por mucho tiempo, da otro criterio complementario. En un inusual ataque al cine de autor, afirma que en realidad el medio está muriendo porque ha abandonado a los personajes y por tanto carece de vida. “Hay más vida en los Talk show, que en las películas”, proclama, y culpa por ello a los directores y a la fotografía que han ocupado el rol primigenio que antes le correspondía a las historias.

Spielberg se preocupa por los presupuestos. “Una producción importante costaba ocho millones hace un tiempo, hoy no se puede hacer una película de ese alcance, por menos de 27”. Seguramente el director no podía imaginar en ese entonces las “medias” que hoy llegan a los 100 millones de dólares y que en ocasiones trepan hasta los 200.

Son temores de hace casi tres décadas, pero que en la práctica no han hecho más que desmentirse.

Es verdad que la tecnología ha dado saltos impresionantes, pero ellos no han hecho más que facilitar el acceso masivo a las herramientas creativas de la imagen en movimiento. Por su parte, las grandes producciones de Hollywood elevaron hasta las nubes sus costos, merced a una atropellada carrera inflacionaria, pero en contrapartida ha aparecido el digital para posibilitar un cine de bajos presupuestos. En realidad podríamos decir que nuestra situación es mucho mejor que la de los 80, 70 e inclusive 60 en cuanto a posibilidades de realizar un cine independiente de grandes capitales.

La pregunta clave, entonces, en estos momentos vuelve a ser: ¿va a sobrevivir el cine a la pandemia? ¿Qué ocurrirá si las salas tienen que ser abandonadas por uno, cinco o más años y las películas no tienen dónde estrenarse? Podemos especular mucho, pero la respuesta a la primera pregunta es siempre: sí. El cine no va a morir porque se ha convertido en una forma básica de la expresividad social. Seguramente seguirán cambiando los formatos y es seguro que la pandemia nos obligará a cambiar nuestros hábitos de producción, pero en realidad tampoco se trata de un fenómeno completamente nuevo.

En 1945, los cineastas italianos se encontraron con que la guerra había destruido sus estudios y al filmar en las calles comenzaron eso que luego se denominó como Neorrealismo. Es el momento de retomar la célebre frase de Glauber Rocha: “El cine es una cámara en la mano y una idea”, a lo que quizás podríamos añadir en estas épocas de encierro obligatorio: “también una editora y un amplio banco de imágenes para empezar a trabajar”.

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Tres Tristes Críticos

Hay películas que solo por su idea original tienen la virtud de “descubrir”, visualizar con mayor propiedad, diríamos, determinados aspectos o cambios que se operan en la sociedad y que hasta ese momento permanecen ocultos para el gran público o que por lo menos no han entrado en discusión.  Ejemplos modélicos son The Truman Show (1998) de Peter Weir y The Matrix (1999) de los hermanos (hoy hermanas) Wachowski.

The Truman Show nos retrató la pérdida de la individualidad en la sociedad contemporánea, la conversión de la intimidad en espectáculo público, la masificación del fenómeno comunicacional y su acentuada trivialización. A través del retrato de un personaje criado para ser espectáculo televisivo, la película reflejaba la nueva era poblada de reality shows y talk shows en los que la cotidianidad se convierte en morbo y el morbo gana nuestro imaginario en un circulo sin fin. The Matrix, por su parte, fue mucho más allá, haciéndonos palpar en toda su magnitud el nacimiento de ese “nuevo mundo”, el virtual, como un fenómeno destinado no solo a cambiar nuestras vidas, sino tal vez, tal como señalan teorías como las del israelita Yuval Noah Harari, a cambiar nuestra esencia como sapiens, como seres humanos.

En el 2019 – 2020 se han estrenado dos cintas que han tenido un profundo impacto al “revelar” uno de los aspectos más obvios, pero menos discutidos, de la realidad social en que vivimos: la desigualdad. Una de ellas fue la surcoreana Parásitos de Bong Joon-ho, convertida en el gran suceso de la temporada al convertirse en la primera película de habla no inglesa en ganar el Oscar a la mejor película, y ahora la segunda es la española El Hoyo, de Galder – Gastelu Urrutia, que luego de haber ganado varios premios en festivales de ciencia ficción, se ha convertido en la gran sensación de Netflix, justo en los momentos en que la mitad de la humanidad se encuentra en cuarentena, fruto de la aparición del coronavirus.

El “Rebalse” de la comida

Parásitos es una propuesta sobre todo descriptiva; en gran medida su virtud ha sido la de no tomar partido por ninguno de sus personajes y retratarlos sin ningún tipo de sesgo, limitándose simplemente a mostrarnos sus sueños, virtudes y miserias. En todo caso, su gran logro fue el de retratar de manera gráfica la estratificación social: los de arriba y los de abajo; los que viven en el subsuelo y los que habitan la superficie.

Si no supiéramos que ambas películas se filmaron casi de manera paralela, podríamos suponer que El Hoyo se inspiró en Parásitos. Allí también la división se da entre los de “arriba” y los de “abajo”, solo que en forma brutal. La sutileza de Parásitos, la comedia, se ha convertido en un retrato ultra realista en El Hoyo.

En la cinta no importan demasiado los detalles; el planteamiento es tan fuerte, que guionistas y director no se esfuerzan demasiado en explicarnos (y a nosotros tampoco nos interesa demasiado), el porqué de la situación. No sabemos si se trata de una cárcel o de un experimento social, o una mezcla de ambos, lo concreto es que nos encontramos en una estructura vertical formada por pisos donde habitan dos personas; son más de doscientos niveles. Encima de la estructura, un ejército de chefs prepara una mesa poblada de suculentos manjares; la mesa va bajando nivel por nivel mediante un elevador, los habitantes de cada piso tienen derecho a comer por un pequeño lapso de tiempo, pero no a guardar la comida. Los de los pisos altos se atiborran desesperadamente, los de los pisos bajos son presa del hambre y la desesperación. Los de los pisos altos no tienen problemas de comida, pero a veces se suicidan por el aburrimiento, los de los pisos de abajo, enloquecidos por la miseria, son capaces de los peores crímenes: asesinatos, canibalismo, mutilaciones, etc. Sin embargo, en toda la estructura reina el cinismo y el desprecio por los demás; una selva donde los más fuertes se aprovechan de todas las formas posibles de los débiles. ¿Alguna semejanza con la realidad?

El protagonista es un voluntario; al llegar no sabe nada de las condiciones de la reclusión y poco a poco se convierte en “revolucionario”. En la empresa se cruza con diversos tipos de aliados: la idealista que cree que explicando a todos puede convencerlos del cambio mediante la racionalidad (si cada uno de los niveles come solo lo que necesita, alcanzará para todos), el filósofo reflexivo, el individualista que pretende salvarse solo, subiendo a los niveles altos por su cuenta. Finalmente, nuestro héroe decide utilizar la fuerza para promover el cambio.

En forma acertada, guionistas y director optan por un final abierto. En los últimos días, en los foros de Facebook, se han desatado diversas discusiones tratando de encontrar una explicación a la resolución de la película. A mi juicio se trata de una empresa inútil, salvando las distancias es como querer encontrar una explicación estructurada al final de una cinta como 2001 – Odisea del Espacio (1968). Los realizadores optaron por no tener un final panfletario o naif, y optaron entonces por atenerse a la fortaleza del planteamiento en sí mismo.

Parásitos y El Hoyo se han animado a hablar de algo que de manera increíble ignoran cotidianamente la política e inclusive la mayor parte de los sectores “oficiales” de las ciencias sociales: la necesidad del cambio social, que no significa otra cosa que el cambio del patrón de acumulación y de la explotación de los recursos naturales. Se entiende que ese atrevimiento cobrará cada vez más valor en la medida en que nos encontramos en el desarrollo de una pandemia donde las diferencias entre países y personas, pobres y ricas, se harán cada vez más evidentes.

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