Debe ser algo de las almas curtidas. Empieza como ilusión, una ilusión que por lo general no conoce frenos y proyecta películas en tu cabeza. En el camino se transforma en otras cosas: ansiedad, pesimismo, decepción. Es un remake de la fábula de la lechera con protagonistas intelectualoides.

Lees la convocatoria, terminas la obra, dejas el sobre, te ilusionas, esperas. Salen los resultados, la piedra: no ganas y el jarrón de tus sueños se parte en mil pedazos igual que los planes de la lechera.

Los premios literarios. Quién no ha perdido en uno. Quién no ha puesto su fe en una plica.

Están en el ADN del sistema editorial, muy a pesar de que nos guste creer que solo se escribe por amor. Son el circo personal de la literatura. Un flash, una vitrina que, a veces, brilla más que su propio contenido.

Pero por más flashes que enceguezcan a la gente, los premios, para muchos escritores, en especial para aquellos que han apostado todo a la literatura (y por apostar todo me refiero a haber dejado otros oficios para dedicarse a la escritura), son básicamente dinero.

Pienso en Sensini, el personaje del cuento homónimo de Bolaño. Sensini es un escritor argentino asentado en España. Sin salario estable, hace de los premios literarios una fuente de dinero. La gloria es lo que menos importa cada vez que un cuento suyo resulta ganador. El premio como pan. Y el hambre no tiene moral: Sensini manda el mismo cuento a diversos concursos con títulos y seudónimos diferentes.

Sobre los premios literarios existen demasiadas leyendas. La más extendida es que todos están arreglados. Por lo general, quienes piensan así o bien son principiantes o bien autores que participan con frecuencia pero nunca ganan. No hay que culparlos: vivimos en Bolivia, y si una diputada puede llevar a su hijo a una fiesta en un avión del Estado en plena cuarentena, no es descabellado pensar que la corrupción se ha extendido hasta las esferas culturales.

Lo cierto es que los premios literarios, al menos en Bolivia, no son ni el engranaje de una mafia editorial ni un examen a cuyo término puedes obtener o no el certificado de escritor. Son apenas eso: concursos. En mi experiencia como jurado, lo más sospechoso que he visto ha sido la presencia de algún juez incompetente, por lo general un profesor de escuela o un escritor con más lobby que talento. El resto del jurado está compuesto por personas relacionadas a la literatura provenientes de diferentes ámbitos (editores, miembros de clubes del libro, etc.). Lo demás, simple democracia: cada jurado vota por su favorito y de ahí surge el ganador.

Si algo bueno tiene el endeble sistema editorial boliviano es que los intereses que están en juego en un premio literario son tan pocos y envuelven a tan poca gente en comparación al de otros países, que es más práctico encontrar un trabajo digno antes que ensamblar una “red de mafia literaria”.

Ahora bien: la inexistencia de redes criminales en la literatura boliviana no implica que todo en los concursos sea una taza de leche. Hay falencias. En Cochabamba, por ejemplo, la novela ganadora del Premio Marcelo Quiroga Santa Cruz 2018 fue presentada un año después de haberse conocido el fallo. En el caso de los premios nacionales (organizados por el Ministerio de Culturas) y de los premios literarios del municipio de Santa Cruz del año pasado, los montos todavía no han sido cancelados en su totalidad a los ganadores.

Y si miramos caso por caso y para atrás, los perjuicios suman: en el último Abaroa jamás se hizo público el fallo de las categorías de Letras; el libro ganador del Premio Yolanda Bedregal 2019 aún no ha sido publicado; los ganadores de las menciones del Franz Tamayo solo se enteran por la prensa —nunca por los organizadores— y en muchos casos no reciben los ejemplares que les corresponde; hay nombres de jurados de algunos premios que se repiten año tras año; los ejemplares de algunos concursos municipales, que supuestamente deben ser repartidos en bibliotecas, reposan en los almacenes de los convocantes… y un largo etcétera.

El escritor Santiago Roncagliolo dijo que ser el ganador de un premio te convierte en una especie de miss de belleza. Un premio literario es un reinado que dura un año, tiempo en el que los flashes del mundillo artístico, las invitaciones y las envidias hacen ebullición en la corona que se balancea sobre la obra ganadora, un cuento o novela o poemario que, en la mejor de las suertes, ocupará un lugar no tan escondido en los estantes de las librerías.

Eso para los escritores y para cualquier otro mortal… Para los convocantes —el Estado y las empresas privadas—, los premios literarios no son más que trozos de carne sobrante lanzados a una jauría de canes urgidos de fama, dinero o, las menos veces, lectores.

Gabriel Mamani Magne – escritor