Icono del sitio La Razón

Cine boliviano, pandemia y Estado Nacional

En la primera mitad del siglo XX fue Tristán Marof quien sintetizó de mejor manera la necesidad que tiene el Estado Nacional de desarrollar y controlar sus recursos fundamentales. “Tierras al indio, minas al Estado”, fue la frase que resumió una de las tendencias ideológicas más importantes de nuestra historia, la que también fue alimentada por teóricos de la talla de Carlos Montenegro, René Zavaleta Mercado, Sergio Almaraz, Marcelo Quiroga Santa Cruz y otros. Las agrupaciones políticas y los matices variaron, pero el mensaje fue inequívoco: un país emergente como Bolivia, debe necesariamente manejar los factores esenciales que hacen a su desarrollo.

En el siglo XXI no hemos encontrado ni corrientes ni tendencias, que aggiornen, actualicen de manera coherente, esa línea de pensamiento. De la era de los recursos naturales hemos pasado a la de la globalización y el manejo intensivo del conocimiento, y hasta ahora en Bolivia, temas tan importantes como la educación, la cultura y o el mismo cine boliviano siguen siendo concebidos mediante criterios arcaicos, por las por las estructuras dominantes.

Unos años atrás se jerarquizó el sector con la creación del Ministerio de Cultura (antes reducido a viceministerios o al tradicional IBC, Instituto Boliviano de Cultura). Pero las prácticas, casi sin excepción, siguen siendo las mismas: reducir la cultura a un folklorismo fácil, concebir al ministerio como un organizador de eventos dizque populares, identificar al artista como a un trabajador de segunda clase frente a profesionales de índole liberal; “doctores”, “ingenieros”, etc.

Hasta ahora nuestro Estado no ha podido vislumbrar lo que ya es moneda corriente en otros países. En este tiempo de globalización, la identidad, el manejo de los códigos propios, la universalización de las culturas locales son elementos esenciales para eso que se llama “desarrollo”, “bienestar” o “vivir bien”, de acuerdo a la tendencia ideológica con que se lo formule. Los egresados de Harvard pueden ponerse de cabeza si quieren, pero es imposible lograr “la eficiencia económica” si no existe la construcción cultural que la alimente. Y en todo ese universo que implica la generación de ideas, conceptos e imágenes, el cine juega un rol central: de alguna manera provee los elementos primordiales del que se nutren otros medios masivos, las mismas redes y del que se alimenta el imaginario de la gente de a pie.

El pasado enero, Corea del Sur hizo la última demostración de la importancia que tiene la identidad cultural, al lograr que una película hablada en su idioma materno, gane el Oscar a la mejor película. Pero no es nada nuevo; países como India y Japón lo entendieron hace décadas. Mucho más cerca, vecinos nuestros como Argentina han realizado un crecimiento envidiable en el rubro.

Queda claro que, en el siglo XXI, el destino de los países que no desarrollen sus culturas será similar al de los grupos indígenas que en los últimos cinco siglos fueron aculturados: se convertirán simplemente en “ciudadanos” en este caso “mundiales”, de segunda, con el alto riesgo de terminar desapareciendo.

En Bolivia, el cine, en la mayor parte de su historia, ha crecido al margen del Estado. Sin embargo, en las contadas ocasiones en que este le brindó un respaldo institucional, los resultados fueron completamente enriquecedores. Durante la revolución nacional, el gobierno emergente de una de las rebeliones de obreros y campesinos más importante de la historia de América Latina creó el Instituto Cinematográfico Boliviano (ICB), y a pesar de que tuvo un interés sobre todo propagandístico, dio impulso a uno de los momentos más importantes del cine boliviano, dando lugar a realizadores como Jorge Ruiz, con obras como Vuelve Sebastiana (1954) o La Vertiente (1959).

Unos años después el último coletazo del ICB impulsó la realización de Ukamau (1966), la obra más importante de nuestro cine y el inicio de otro ciclo vital para el cine boliviano.

En los años 90, la iniciativa de los cineastas bolivianos logró la aprobación de la primera Ley de Cine en nuestro país y, a pesar de sus fallas y limitaciones, consiguió que una nueva generación de cineastas contribuyera decididamente a la filmografía nacional.

En la actualidad, la crisis del COVID–19 ha interrumpido uno de los procesos de crecimiento institucional más ricos de la historia del cine boliviano. Con la segunda Ley de Cine aprobada se ha logrado la posibilidad de que, por primera vez en la historia, nuestra cinematografía cuente con un apoyo sostenido y una cuota de pantalla propia en las multisalas que se expanden por toda Bolivia.

Por otra parte se ha logrado la creación de una agencia estatal estructurada con una visión amplia y moderna, Adecine (Agencia de Desarrollo del Cine y el Audiovisual Boliviano). Finalmente, al margen de lo estipulado en la ley, se ha logrado que el director (a) de la agencia sea nombrado en base a una terna elegida por los propios cineastas.

Todos esos elementos hacen suponer el desarrollo de una nueva etapa, virtuosa para nuestro cine.

La crisis del COVID-19 no debe suponer en ningún caso la interrupción de ese proceso, sino más bien su fortalecimiento, porque está claro que la necesidad de un Estado fuerte y estructurado en el mejor sentido de la palabra, será una necesidad apremiante en la pospandemia.

El cine boliviano se ha declarado en emergencia, pero no solo para asegurar su supervivencia, como todos los sectores productivos, sino también para garantizar la viabilidad de un proceso imprescindible para la construcción de un país mejor.

La última conflagración bélica que sufrió Bolivia, la Guerra del Chaco (1932–1935), abrió en forma tortuosa el camino para el cambio y la transformación del Estado. Quien suscribe esta página está convencido de que un proceso análogo se producirá en la pospandemia (ojalá que en forma menos virulenta). Luchar para que sea un proceso virtuoso significa luchar para tener un Estado Nacional fortalecido, más allá de las declamaciones. Y parte de esa lucha significa fortalecer nuestra identidad y desarrollar nuestras culturas, con el cine boliviano como un elemento central. Ojalá que los actores del Estado, y especialmente quienes se encuentran ahora al frente del Ministerio de Cultura así lo entiendan, colocándose a la altura de las circunstancias históricas.

Rodrigo Ayala Bluske – cineasta y ensayista