Contar historias acerca de la vida, los placeres y desventuras de los narcotraficantes se ha convertido en el nuevo boom de las industrias culturales de España, México, Colombia y Estados Unidos que, mediante sus espectaculares series y películas, casi apologéticas, han logrado glorificar la cultura narco, convirtiéndolas en éticas, o mejor dicho, en narcoestéticas, que apasionan a miles de fanáticos que siguen las series de Netflix que, por cierto, también se han puesto de moda.

En literatura, las novelas primigenias y otras como Honrarás a tu padre, fruto de una brillante labor periodística del cronista Gay Talese publicada en 1971, o la famosa novela El padrino llevada al cine y galardonada con varios premios Oscar de la Academia de Hollywood, del estadounidense Mario Puzo, hijo de migrantes italianos, conocido en los círculos intelectuales como el literato de la mafia, dominaron la década de los 70. Estos relatos tratan de gánsteres y contrabando de whisky, donde los autores sugieren, de pasada, la decadencia de los contrabandistas de alcohol y muestran la emergencia de los narcotraficantes de estupefacientes como el negocio del futuro.

Diez años después de estas novelas, aparece en nuestro país el Rey de la cocaína Roberto Suárez Gómez, acompañado de un sinfín de leyendas que hicieron crecer su popularidad: cuentos que circulaban de boca en boca, mitos que se colaban en el monte beniano, como por ejemplo la guardia de libaneses que cuidaba al “célebre” narco, o quizá ¿hayan sido libadores en vez de libaneses? Estos capos de la droga andaban fuertemente armados, con revólveres automáticos y “repetidoras” de uso complicado. Suárez —según la leyenda— contaba con aviones de despegue vertical, que ni los más sofisticados radares podían detectar, convirtiéndose en la envidia de la Policía.

Las ficciones que se construyeron en torno al “torazo” —apodo con el que también se conocía al más poderoso ganadero del Beni— dicen que tenía el corazón de un toro Nelore, ganado bobino con el que también camuflaba su negocio y un ¡tamañazo! corazón, con el que ayudaba a los pobres, estilo Robin Hood.

También gozaba de relatos orales que, dizque, organizaba fiestas y “asados” amenizados por el Trío Oriental y no pocas veces llegaban, directo desde Uruguay, Los Iracundos y otras agrupaciones internacionales. Hermosas y rubias, mujeres de alto vuelo y de alta cotización acompañaban a infinidad de políticos que veneraban al primigenio narco, implorando su padrinazgo y unos cuantos dólares para asegurar su candidatura, para luego devolverle, con creces, el favor recibido.

En esas sonadas fiestas, el whisky “etiqueta negra” corría como agua de la pila, la colección de autos formaba parte de las excentricidades del beniano productor, acompañadas por una sarta de apodos y alias de sus socios y rivales que despertaban, en quien las escuchaba, sendas carcajadas. Sobrenombres como: Techo e Paja, El Muletas, El Oso Chavarría, El Chicho y El Choco, La Pamela Chu y otros formaron parte de la fauna criolla del incipiente narcotráfico en Bolivia.

Tanta fue su fama que Brian de Palma, director de cine norteamericano, lo incluyó como un personaje (Alejandro Sosa) de su taquillera película Scarface, protagonizada por Al Pacino. Incluso en un programa de televisión, Suárez acusó al gobierno de Víctor Paz Estenssoro de ser el virrey de la cocaína y a otro presidente, al que le decían El Gallo, le suspendieron su visa a los “estates” por los famosos narcovínculos. El Rey también se ofreció a pagar la deuda externa de Bolivia. Hasta su esposa, Aida Levy, con aires de escritora al estilo “Corín Tellado” publicó Mi vida con Roberto Suárez Gómez y el nacimiento del primer narco Estado, un libro que relata la vida íntima del narcotraficante.

Estas fabulosas historias, ya en los años 80 del siglo pasado, inspiraron a muchos jóvenes a aventurarse por los caminos del ascenso social rápido, el éxito inmediato vía lo ilegal, donde la reglas de las jerarquías sociales invitaba a algunos a tomar cursos rápidos de pilotaje para volar con la “merca” y hacerse ricos de la noche a la mañana, y a otros a teñirse de verde los pies, para paliar el hambre de las noches largas: los llamados pisacoca.

Literatura del narcotráfico

Considerado un subgénero, la literatura del narcotráfico lleva décadas con envidiable éxito en países con larga tradición, tanto en la producción literaria, (Colombia, España, México) como en la producción de estupefacientes, esta última con funestos desenlaces en la sociedad.

Caspa de Ángel: antología de cuentos, crónicas y testimonios del narcotráfico es la primera publicación en nuestro país que reúne inteligentemente la narrativa, la crónica periodística y el testimonio literario en torno a una temática que nos afecta directamente: la producción y el consumo de drogas.

Esta primera antología que el poeta Homero Carvalho Oliva y Marcia Batista-Ramos compilaron, a través del Grupo Editorial Kipus de Cochabamba, inaugura en nuestro país el género de la narcoliteratura, término horrible para distinguir a intelectuales que se encargan de pensar, narrar y atestiguar acerca de esta lacra que extiende sus redes a gran parte de la sociedad, gobiernos y Estados.

Alcanza las 400 páginas. Un libro que reúne lo mejor de la narrativa boliviana estrenándose en este género, conjuntamente los trabajos de los más destacados periodistas que hacen de la crónica periodística una forma de narrativa real, no de ficción. Es decir, ficción y realidad se juntan en Caspa de Ángel para pensar, desde la literatura, los sueños, las ambiciones y las frustraciones de personajes imaginados desde los cuentos y seres de carne y hueso que respiran realidad —la de sus propias historias— desde el periodismo. Todos los cuentos nos traen la habilidad literaria de sus autores y al mismo tiempo nos permiten imaginar la dura realidad que reflejan “objetivamente” los cronistas.

Un doble banquete, servido por poetas, cuentistas, escritores y periodistas, a fin de que el lector disfrute la sazón que más le agrade. Unas líneas literarias para que vuelen en la fantasía y aterricen en la realidad. La mesa está servida.

Carvalho y Marcia Batista-Ramos.
Sandro D. Velarde Vargas
– Comunicador y escritor