A lo largo de mi vida, la Navidad conformó un horizonte temporal con el que organizaba mis ciclos y procesos, tanto laborales como emocionales y hasta espirituales. Recuerdo tener ansias por su llegada durante mi infancia, asociando este evento con lo que entendía por verano, familia, vacación y regalos. Sin embargo, fue adquiriendo nuevos matices y entendimientos durante mi desarrollo, alterando la forma con la que me relaciono a este y, por lo tanto, ofreciendo nuevas versiones de cómo organizar el tiempo.

La primera vez que cuestioné la organización del año fue cuando me familiaricé con el currículum estadounidense utilizado por algunos colegios privados de Bolivia, en el cual el año académico termina hacia el mes de junio y comienza en septiembre. Recuerdo sentirme completamente desahuciado en mis esfuerzos de entender cómo se organizaba la vida, creando por primera vez una disonancia entre mi valoración del tiempo y la realidad del otro. Posteriormente, cuando migré a Europa para terminar mis estudios secundarios, me encontré con la gravedad del asunto en vivo, desde los inviernos tenaces que caracterizaban el final del año hasta los idiomas que hablaban del mundo de una manera completamente distinta. La concientización de contrastes climáticos en relación al calendario que usamos para organizar el tiempo provocó una mirada más crítica y compleja a esta relación transcontinental, evidenciando cómo una realidad al otro lado del mundo puede sentirse tan familiar sin ser propia ni vivida.

De niño no era capaz de juzgar tal disyuntiva por lo que era, lo que hacía que ver películas plagadas de nieve con gente abrigada en Navidad mientras nosotros celebrábamos en polera con bebidas frías fuese una realidad que yo consideraba ‘normal’. Los adornos, el pino, las botas de nieve, los venados y otros elementos navideños ocupan un lugar especial en mi memoria, pero fue solo teniendo el privilegio de migrar que pude conocer su verdadera naturaleza.

Entender la Navidad merece estudiar las tradiciones paganas, la oportunidad que la iglesia encontró para hacerlas coincidir con la representación del nacimiento de Jesús (ya que su nacimiento no tiene ninguna fecha exacta) y la relación simbólica que esta celebración tiene con el ambiente, el clima y el estado de la tierra en esta temporada del año. La Navidad se gestó como tradición en relación al tiempo más oscuro del año, donde se realizaban fiestas para reavivar el espíritu de la gente alineada a la transición de la tierra a una fase de gestación, fertilidad y siembra. Su origen no tenía un carácter etéreo sino tremendamente mundano relacionado al alimento, objeto central de cualquier formación societal en la historia de la humanidad. La Navidad es un evento que simboliza una constelación de fenómenos, tanto individuales, familiares, comunales, terrenales y ecológicos, cuyo sentido no está en una expresión numérica del tiempo, como es el calendario, sino en una vivencia compartida entre tierra, espacio, luz y ser (humano) vivo.

En ese sentido, Bolivia, como cualquier otro país del hemisferio Sur, experimenta ahora el momento más frío y oscuro del año en Junio y gesta estos fenómenos comunales y ecológicos a mitades del calendario que nos rige. El que celebremos Navidad en diciembre no es sólo una incongruencia entre la festividad y nuestra vivencia, sino es una manifestación de cómo en nuestra cultura vivimos tradiciones que están desconectadas a nuestra experiencia.

Para entender la complejidad de este desencuentro, es imperativo familiarizarse con nuestro contexto histórico boliviano, lo que involucra una forma de vida y vivencia muy antigua precolonial, el genocidio de estos pueblos y formas de vida durante la colonia y la realidad mestiza que se desenvuelve en nuestro territorio durante los últimos 500 y poco más años. Las personas que practicamos tradiciones como la Navidad tenemos vidas en las que la disonancia forma parte de nuestro entendimiento de lo ‘normal’, como el adornado de nuestra casa con botas de nieve mientras usamos chancletas.

Deconstruir una sociedad diversa como la que es Bolivia puede ser todo menos sencillo. Sin embargo, es importante que comencemos a estudiar nuestra historia en relación a su contexto, lo que involucra repensar nuestras tradiciones y permitir que estas evolucionen paralelamente a nuestro incremento de conocimiento, sabiduría y consciencia. Si no logramos erradicar tradiciones ajenas a nuestras tierras, que sea por el cariño que hemos desarrollado al crecer con ellas y no por la ignorancia de sus orígenes. Parte de evitar esta ignorancia es el entablar relaciones con las tradiciones que muchxs de nosotrxs también tenemos heredadas pero, hasta cierto punto, olvidadas.

En este sentido es crucial el entender y recordar que en Bolivia se viven tradiciones relacionadas al tiempo, el espacio, la tierra y el alimento, establecidas desde antes de la colonia y que han evolucionado a través de todo este tiempo. Hay que familiarizarse con el Willka Kuti, el Inti Raymi, el Ary Pyahu y otras formas de referirse a la renovación del ciclo anual referente a nuestro contexto propio, tangible y vivido. Esto no significa antagonizar lo europeo, ya que ello vive en una gran parte de nuestra población y nuestra historia. Tenemos que aprender a hacer coexistir nuestras herencias, dando espacio, valoración y práctica a lo que se ha gestado por miles de años a la par de los ecosistemas que habitamos. Hay que ver nuestras tradiciones más allá de sus intenciones y entender el espacio que ocupan en nuestra sociedad y vivencia colectiva. De la misma manera que cada uno tiene el derecho de practicar sus propias creencias y tradiciones, es urgente el regir las mismas desde sus esencias y sus orígenes, dando paso a su evolución a medida que nuestra vivencia también evoluciona.

La Navidad va a seguir siendo celebrada en Bolivia por muchos años más en diciembre, pero entonces devolvámosle su esencia, desajustando su nervio consumidor, sentirla en compañía con el sol y la tierra y, quién sabe, llegar a celebrarla en Junio.

Mateo Dupleich – Artista