Icono del sitio La Razón

Libros electrónicos

Conceptos como «e-book», «ciberlibros», «papel electrónico» o «tinta electrónica» han ganado terreno en los medios de comunicación y, por ende, enriquecido el vocabulario de una población decididamente fagocitada por la globalización. En la industria de la tecnología lo que hoy es un proyecto, mañana será una realidad de indefectible aplicación porque, de lo contrario, significará retraso, luego ignorancia y, por último, lozano rostro de analfabetismo funcional.

¿Está usted preparado para el futuro? ¿Sabía que la venta mundial de dispositivos lectores de libros electrónicos se triplicará este año, pasando de 3,8 millones de unidades a 11,4 millones? Y los analistas pronostican un boom comercial para los próximos años.

Cuando el mundo avanza sin misterios hacia la ‘tecnologización’ de la vida cotidiana, parece ocioso discutir sobre la pertinencia o no del uso de las nuevas tecnologías de la comunicación en el campo de las letras, sobre todo si se toma en cuenta que los prototipos del e-book se remontan nada menos que a inicios de la década del 70. Hace cuarenta años, mientras en Bolivia veíamos televisión en blanco y negro, en EEUU se digitalizaban libros y se los colgaba en la red internet.

De modo general, la polémica entre los impulsores del libro electrónico y los defensores del libro tradicional es absurda. Ambas formas de acceder a la lectura no tienen por qué rivalizar, si de una u otra manera se consigue el objetivo mayor: transmitir al permeable lector el fascinante conocimiento de mundos ajenos al suyo.

Una suerte de melancolía, superviviente en personas mayores de 40 años, envuelve a los acérrimos lectores del libro tradicional; ellos se resisten a abandonar el placer de mojarse el índice para dar vuelta la página. Parte de la democratización de la cultura reside en la posibilidad de elegir, en libertad.

Si bien la asistencia a la industria editorial y a los lectores —que somos quienes pagamos el IVA al comprar un libro— es un deber ineludible que hace años duerme en un cajón de la Asamblea Legislativa (¡cuándo se aprobará la Ley del Libro!), mantenerse al tanto de las incesantes transformaciones tecnológicas constituye una obligación del Estado, especialmente para estar en sintonía con las nuevas generaciones. Una juventud que trae por antecedente su bajo nivel de lectura espera por incentivos acordes a su tiempo.