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Atahualpa y la Iglesia Cristiana

En un artículo publicado recientemente se hace una patética versión de la muerte de Atahualpa, acusando además a la Iglesia Católica de haber sido la principal culpable de ese acontecimiento. Asombra verdaderamente la admiración y cariño que ese inca causa en buena parte de nuestro pueblo andino. Pero la verdad es que era un siniestro personaje. A él se debe además, la ruina del Imperio incaico.

Él influyó decididamente ante su viejo padre, Huayna Cápac, para que rompiera la unidad del Imperio haciéndolo inca de su parte septentrional, con Quito como capital. Esto produjo una terrible guerra civil entre él y su hermanastro del Cuzco, el inca Huáscar Yupanqui, justo cuando arribaron los españoles al Perú. Cabe destacar al respecto el espantoso exterminio de casi toda la familia de Huáscar y de su corte, efectuado por las huestes quiteñas, las cuales no perdonaron la vida ni a las mujeres ni a los niños. Como dice el historiador peruano don José Antonio del Busto: fueron tantos los naturales muertos por las tropas de Atahualpa que en el Cuzco los conquistadores casi no hallaron habitantes, pues era una ciudad de funcionarios y sacerdotes, y la mayor parte de ellos había sido victimada.

Fue precisamente el asesinato de Huáscar y su familia lo que determinó al conquistador Francisco Pizarro juzgar y condenar a Atahualpa. Y su deceso no trajo desolación ni pena en el Perú, como se menciona en el citado artículo, porque aparte de su ejército que estaba asolando esas tierras, sólo las mujeres del Inca sintieron su muerte. Pero en cambio, como anota un cronista, “de la muerte de este cacique se alegró toda aquella tierra; y no podían creer que era muerto”.

En cuanto a los aimaras, éstos nunca tuvieron afecto por el Imperio incaico.  Los cronistas han destacado que los incas conquistaron la región del Kollasuyo con gran violencia, aplastando las comunidades locales. Algunas de ellas fueron exterminadas, como la de los Charcas que han desaparecido de la historia; otras fueron trasladadas a lugares apartados del Imperio (actualmente hay comunidades aimaras cerca de Quito, capital del Ecuador), y las demás fueron mantenidas en sus zonas bajo durísima opresión.

De acuerdo con el principio de “comunidad”, establecido en el Imperio incaico, las tierras labrantías pertenecían al Estado, y por consiguiente no existía “propiedad privada” o particular. El Inca era quien distribuía las tierras al pueblo tomando en cuenta las posibilidades agrícolas de cada comunidad. Y naturalmente, la producción de cada una de ellas estaba fuertemente fiscalizada por sus delegados, quienes la distribuían en tres partes: la primera, para el sol, o sea, para la casta sacerdotal; la segunda, para el Inca, incluyendo la corte y la administración pública; y solamente la tercera quedaba para el pueblo o la comunidad.

Resta lamentar la pobre idea que se tiene entre muchos de nuestros intelectuales andinos de la gran obra humanitaria y cultural de la Iglesia Católica durante la Conquista y la larga época colonial. Basta recordar a los eminentes religiosos como los padres Las Casas, Mariana, Julián Garcés, González de San Nicolás y muchos otros, quienes determinaron que la Corona española decretase que los indios americanos no podían ser esclavizados porque eran súbditos del rey. Además, se llegó a emitir una bula papal, la “Veritas ipsa” de 1537, donde se señala claramente que los indios eran hijos de Dios, y por tanto no podían estar sujetos a servidumbre.

Aparte de ello se debe destacar que gracias a la Iglesia surgió una de nuestras culturas más excelsas, el “Barroco Mestizo” y, asimismo, la extraordinaria obra misionera en Moxos y Chiquitos.

El Alto Perú, hoy Bolivia, tiene una gran deuda con la Iglesia, no sólo por su obra cultural, sino porque gracias a su misión evangelizadora, el conquistador se sintió obligado a respetar al indígena y a considerarlo como a su igual, lo que en definitiva impulsó la mezcla de las razas y la conformación del hombre boliviano, que lleva en su gran mayoría la sangre de los conquistadores y de los conquistados.