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El eterno retorno

Se repite la historia?, ¿hay, pues, lecciones mal aprendidas? ¿Recorreremos el pasado como una suerte de déjà vu interminable? Tal parece; pero no como condena, quizá como oportunidad. De ahí que oigamos, como nuevas, palabras que sólo son ecos necesarios en un país donde únicamente las desigualdades son eternas.

“Que los indios son y deben ser reputados con igual opción que los demás habitantes nacionales a todos los cargos, empleos y destinos, honores y distinciones por la igualdad de derechos de ciudadanos, sin otra diferencia que presta el mérito y la aptitud”. No es una frase ni del presidente Evo Morales ni del vicepresidente Álvaro García, sino de Juan José Castelli, el 25 de mayo de 1811 en su discurso en el taypi de Tiwanaku, rodeado de indígenas. Un principio liberal de igualación, inspirado en el humanismo que brotó de la revolución francesa.

Nacido en Buenos Aires en 1764, Castelli fue uno de los motores de la Junta porteña del 25 de mayo de 1810. En septiembre de ese año, fue designado su Representante en el Alto Perú. Jacobino e irreverente, su proclama, cuyo desafiante contenido jamás se había oído en el Alto Perú colonial, se publicó luego en castellano, aymara y quechua. Práctica comunicacional multilingüística frecuente en los porteños. Su contenido alarmó al extremo a las élites señoriales, dueñas de tierras y vidas, cuyo estatus y propiedades eran intocables y su supremacía racial, con Rey o sin él, innegociable. En contraste, como un denso rumor como la venganza y prolongado como el tiempo de la pena, entre los indígenas se extendió la convicción de que el Inca no estaba muerto, ni acabado o sus restos trozados en cuatro partes. El Rey Castelli de Buenos Aires, combatiente o justiciero, vendría quien sabe cuándo, pero acudiría como el destino. Y en esa cita estarían ellos, como en 1781. La llamada Guerra de la Independencia en verdad fue una guerra civil, donde, bajo el paraguas de la crisis del Estado colonial, los actores sociales buscaron reposicionarse. Los indígenas, de oriente y occidente, buscaron renegociar su condición con el nuevo poder criollo emergente. Salvo Castelli, porque obviamente no pertenecía a las élites criollas locales, tuvieron escasa recepción. El Estado de 1825 se construyó sin ellos; mejor, lo hizo contra ellos. Para la mayoría de la población, la República supuso una negación de derechos y confiscación de sus tierras, en una proporción similar e incluso peor que en la Colonia.

Juan Manuel Goyeneche, tras su amarga derrota de Huaqui, el 20 de junio de 1811, abandonó para siempre el Alto Perú. Como todo vencido que provocó con la palabra, no tuvo —ni tiene— buena prensa. Desde una perspectiva nacionalista, que no existía en 1810 o 1811, se lo acusa de invasor o de promover nefastas corrientes de separatismo étnico. La historia no escribe lo que no ocurrió sino lo que sucedió. Pero, podríamos preguntarnos qué habría pasado si Castelli vencía y Bolivia no nacía con el corsé oligárquico, prolongado bajo la República Aristocrática. ¿Una sociedad más integrada, donde ni los apellidos ni la piel establezcan límites o definan posiciones, como en un universo sagrado de castas?

Castelli sabía, como buen jacobino, que había puntos innegociables y por los cuales no valdría sino vencer o morir. Andrés Rivera en su novela sobre Castelli, La Revolución es un largo sueño, pone en boca del jefe porteño en su lecho de muerte: “Pienso, también, en el intransferible y perpetuo aprendizaje de los revolucionarios: perder, resistir. Perder, resistir. Y resistir. Y no confundir lo real con la verdad”.