El rey y los elefantes
La caza de elefantes resulta más inocua que la cacería de opositores que ocupa a otros monarcas
Érase un rey que tenía un rebaño de elefantes”, cantaba el vate nicaragüense Rubén Darío, pero no se refería a Juan Carlos de Borbón, porque éste viaja miles de kilómetros para encontrar a los paquidermos en el enclave sudafricano de Botswana, donde, asistido por su séquito real, apunta al animal de su elección y abre fuego al medio de sus colmillos dejando inerme al enemigo. Por cada víctima en su colección se paga 48 mil dólares, costo que —suponemos— es atribuido al presupuesto anual de la Casa Real que en 2011 se elevaba a 11,2 millones de dólares.
Sin contar la propina de un emir saudí, en la misma planilla fiscal se anotan los gastos de desplazamiento aéreo de su cuerpo de seguridad, de las armas, municiones y otras vituallas para varios días de solaz y esparcimiento bajo el sol tropical, las susurrantes palmeras y una que otra canción de cuna ofrecida por esa voz germana, que recuerda a Su Majestad los acordes sensuales de Marlene Dietrich.
Lamentablemente, un mal paso lo llevó desparedado al hospital y su percance salió a la luz pública, insensible para comprender que un monarca, de vez en cuando, puede dejar su corona en el sombrerero, coger su escopeta y dirigirse hasta el África para poder tirar tranquilo… a los elefantes, a las elefantas y a cualquier bicho que camine y se ponga en la mirilla de su arma. Lo grave es que aquel episodio sucede cuando España está atravesando la crisis más seria de su historia posfranquista, con el Estado al borde de la quiebra, los parados que suman y siguen y los indignados más exacerbados que nunca.
La excursión furtiva del Soberano fue duramente criticada por parlamentarios izquierdistas, frustrados porque, ellos sólo alcanzan a cazar (con dificultad) las moscas que posan sus pernetas en sus napias o en sus bocas cuando los dípteros ingresan a esas cavidades, aprovechando los frecuentes bostezos que provocan debates políticos menos picantes que las escapadas del Rey. A esto se añade la estridente protesta de los jacobinos de la ecología para quienes la caza mayor es pecado mortal y la menor, aunque venial, sólo la aceptan para no privarse en sus mesas de las perdices, de palmípedos surtidos, de ansarones distraídos o de liebres pubescentes.
Como al mejor cazador se le escapa la perdiz, a este contratiempo se suma el proceso por fraude financiero que enfrenta Iñaki Urdangarín, yerno de Juan Carlos, casado con la Infanta Cristina y padre de sus nietos.
Todos estos elementos son proyectiles letales en manos de republicanos nostálgicos que reclaman en primera instancia la abdicación del infiel; y en última, el fin de la monarquía, como si la forma de gobierno garantizara la castidad y la templanza de los regidores. Tan incierto es este extremo que basta recordar las bulliciosas bunga-bungas donde brincaba extasiado el premier italiano Silvio Berlusconi, acompañado por jóvenes heteras de curvas peligrosas o la cinegética de alcoba que practicó en un hotel neoyorkino, Dominique Strauss-Kahn, el mejor publicano de República Francesa, para colmo, piadoso circunciso y sacrificado cultor del priapismo.
Sin las angustias de la reelección, titular del poder perpetuo, gozando de un nivel de vida en inmejorable grado, rico en vida por la gracia de Dios y con funerales de oropel y fausto asegurados, es comprensible que el Soberano se aburra y busque un sentido a su vida, otro que aparecer como decorado en un sistema donde quien reina no gobierna. Por ello, la caza de elefantes resulta más inocua que la cacería de opositores que ocupa a otros monarcas.