El país de las huelgas
La protesta está tan arraigada en el barrio, en el común de la gente, como el martes de ch’alla

Si el “gobierno del pueblo” creía que solamente por ser tal cambiaría la historia de este país, se equivocó. Lo mismo que si Evo Morales pensaba que resolvería la pobreza, la desigualdad y el desempleo presentándose al mundo como un indígena y no como lo que es, un sencillo campesino como los millones que trabajan en sus parcelas desde antes de cada amanecer. A esta altura de los almanaques, este gobierno y los demás tendrían que haberse dado cuenta de que así no se administra el país de las huelgas, el de la tensión constante entre la injusticia y la falta de capacidad para resolverla.
Así ha nacido Bolivia y así ha de seguir. Por vocación —la de un pueblo luchador—, por convicción —la de los que se saben maltratados y buscan un poco de dignidad—. Por tradición además pero, sobre todo, por costumbre, porque la protesta está tan arraigada en el barrio, en el común de la gente, como el martes de ch’alla.
Al país de las huelgas lo padecen también los gobiernos del pueblo. Si antes bloqueaban, paraban y ayunaban los “pobres” desatendidos o mal atendidos por los neoliberales, hoy bloquean, paran y ayunan los mismos pobres ignorados o descuidados por los populistas. Huelga decirlo: En el país de las huelgas los niños, antes de aprender a sonreír, colocan piedras en el camino para entorpecer el paso de los vehículos, gritan “¡fusil, metralla, el pueblo no se calla!”, gritan “¡gobierno hambreador!”, se sueñan golpeando a un policía.
Los médicos, las enfermeras, los aprendices de médicos y de enfermeras, los maestros de aquí y de más allá, los indígenas del oriente y del occidente convocan a marchas y bloquean, instalan piquetes y se tapian, inician caminatas en el frío y el calor y acaban sucumbiendo, de pie o en sillas de ruedas, lo mismo con meses que con 70 años de edad. Entonando el “morir antes que esclavos vivir” esperan al ministro de Goni, al de Evo, al de Banzer, al de Jaime Paz. Siempre esperan. En los demás gobiernos y en éste, también en el gobierno del pueblo.
Es el país de las huelgas. El país castigado por la iniquidad, por la vergüenza ajena, por las miserias que se codean, impunes, en el banco: la del anciano del campo, sucio, con la marca de la coca en derredor de la boca, a la espera de su bono que no le alcanza para vivir con dignidad, y la del ejecutivo, de impecable traje azul, engordado de plazos fijos, tarjetas de crédito y otras concupiscencias.
Las huelgas de los que piden respeto y se comportan insensatos porque han pasado los días, los ministros no llegan y ellos han perdido la cabeza. Las huelgas de los impotentes, de los que se sienten traicionados por los de su propia clase. Las huelgas de los que un día creyeron en el presidente indio y terminaron entendiendo que indio se nace pero presidente se hace; un indio puede ser un buen presidente si se prepara, si estudia, si aprende a leer en las arrugas pero de la historia, de los almanaques. Si el gobierno del pueblo creía que solamente por ser tal cambiaría la historia de este país, se equivocó.
Con un presidente “feliz, contento por no haber ido a la universidad”, ¿qué más se podía esperar? El país de las huelgas, el que no hay día que no deje sentir su inconformidad, está en su salsa: bloquea en las mil esquinas, se cose los labios, estalla con dinamitazos, se asfixia con los gases lacrimógenos, se deja apalear por las fuerzas del (des)orden, se crucifica, rompe los vidrios y agarra a patadas la puerta de la Gobernación. El “Pueblo Enfermo”, de Arguedas, languidece. Y, en su nueva versión, henchido de orgullo por su ignorancia, por no haber ido a la universidad, hoy está más vigente que nunca.