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El país de las huelgas

La protesta está tan arraigada en el barrio, en el común de la gente, como el martes de ch’alla

/ 30 de abril de 2012 / 04:01

Si el “gobierno del pueblo” creía que solamente por ser tal cambiaría la historia de este país, se equivocó. Lo mismo que si Evo Morales pensaba que resolvería la pobreza, la desigualdad y el desempleo presentándose al mundo como un indígena y no como lo que es, un sencillo campesino como los millones que trabajan en sus parcelas desde antes de cada amanecer. A esta altura de los almanaques, este gobierno y los demás tendrían que haberse dado cuenta de que así no se administra el país de las huelgas, el de la tensión constante entre la injusticia y la falta de capacidad para resolverla.

Así ha nacido Bolivia y así ha de seguir. Por vocación —la de un pueblo luchador—, por convicción —la de los que se saben maltratados y buscan un poco de dignidad—. Por tradición además pero, sobre todo, por costumbre, porque la protesta está tan arraigada en el barrio, en el común de la gente, como el martes de ch’alla.

Al país de las huelgas lo padecen también los gobiernos del pueblo. Si antes bloqueaban, paraban y ayunaban los “pobres” desatendidos o mal atendidos por los neoliberales, hoy bloquean, paran y ayunan los mismos pobres ignorados o descuidados por los populistas. Huelga decirlo: En el país de las huelgas los niños, antes de aprender a sonreír, colocan piedras en el camino para entorpecer el paso de los vehículos, gritan “¡fusil, metralla, el pueblo no se calla!”, gritan “¡gobierno hambreador!”, se sueñan golpeando a un policía.

Los médicos, las enfermeras, los aprendices de médicos y de enfermeras, los maestros de aquí y de más allá, los indígenas del oriente y del occidente convocan a marchas y bloquean, instalan piquetes y se tapian, inician caminatas en el frío y el calor y acaban sucumbiendo, de pie o en sillas de ruedas, lo mismo con meses que con 70 años de edad. Entonando el “morir antes que esclavos vivir” esperan al ministro de Goni, al de Evo, al de Banzer, al de Jaime Paz. Siempre esperan. En los demás gobiernos y en éste, también en el gobierno del pueblo.

Es el país de las huelgas. El país castigado por la iniquidad, por la vergüenza ajena, por las miserias que se codean, impunes, en el banco: la del anciano del campo, sucio, con la marca de la coca en derredor de la boca, a la espera de su bono que no le alcanza para vivir con dignidad, y la del ejecutivo, de impecable traje azul, engordado de plazos fijos, tarjetas de crédito y otras concupiscencias.

Las huelgas de los que piden respeto y se comportan insensatos porque han pasado los días, los ministros no llegan y ellos han perdido la cabeza. Las huelgas de los impotentes, de los que se sienten traicionados por los de su propia clase. Las huelgas de los que un día creyeron en el presidente indio y terminaron entendiendo que indio se nace pero presidente se hace; un indio puede ser un buen presidente si se prepara, si estudia, si aprende a leer en las arrugas pero de la historia, de los almanaques. Si el gobierno del pueblo creía que solamente por ser tal cambiaría la historia de este país, se equivocó.

Con un presidente “feliz, contento por no haber ido a la universidad”, ¿qué más se podía esperar? El país de las huelgas, el que no hay día que no deje sentir su inconformidad, está en su salsa: bloquea en las mil esquinas, se cose los labios, estalla con dinamitazos, se asfixia con los gases lacrimógenos, se deja apalear por las fuerzas del (des)orden, se crucifica, rompe los vidrios y agarra a patadas la puerta de la Gobernación. El “Pueblo Enfermo”, de Arguedas, languidece. Y, en su nueva versión, henchido de orgullo por su ignorancia, por no haber ido a la universidad, hoy está más vigente que nunca.

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Menú: Evo, censo y mar

Las cifras de la economía en Bolivia se manejan a gusto y antojo de los gobernantes

/ 4 de febrero de 2013 / 04:55

El desayuno noticioso más suculento del nuevo año llegó en tándem, con el soporífero discurso de Evo Morales y los elocuentes resultados del Censo; pero no hubo tiempo para saborearlo. Fue arrasado por sajra hora, almuerzo, merienda y cena, todo en uno, cuando la ola informativa del mar para Bolivia se comió de un solo bocado la cumbre Calac-UE.

Vamos por partes. Luego de oír su mensaje de cierre de gestión, queda confirmado que el Presidente no sólo atenta contra la infinita paciencia de los bolivianos sino que conspira contra sí mismo. No es siquiera aceptable considerar la validez de su alborotado despliegue de números que, todos lo sabemos, no responden a la cotidianidad de la gente de casa, mercado, oficina, institución pública o privada. La bonanza macroeconómica del país se constituye en un insulto a la precariedad de millones de personas que viven a duras penas y que sólo Dios sabe cómo enviarán a sus hijos hoy a la escuela.

Para comenzar, es vox populi que las cifras de la economía en Bolivia se manejan a gusto y antojo de los gobernantes, sin imparcialidad alguna. Ni el mago con mejor varita podría robarles la confesión de que la holgura monetizada en el Banco Central responde a un contexto internacional favorable para los países tenedores de materias primas y no a una administración política en particular.

A otra cosa (aunque dentro del mismo atracón informativo). El Censo ha posicionado a Potosí y Chuquisaca en los últimos lugares de crecimiento demográfico: la gente huye de la pobreza y nada indica que los vientos de cambio político vayan a alterar el curso de la historia económica de las regiones más angustiadas. Hábilmente fue desviada la trayectoria del río y los bolivianos se perdieron de conocer y analizar las verdaderas causas de esta realidad; por ejemplo, el escaso acompañamiento público a los esfuerzos privados en rubros tales como el del promisorio turismo.

Agobiados por las condiciones inadecuadas para hacer empresa, son cada vez menos los que apuestan por el país. La palmaria escasez de oportunidades de empleo en Sucre y Potosí —donde el censo comprueba que se agudiza el panorama general— exige a gritos acciones urgentes que apunten a atraer capitales y no a ahuyentarlos, como hace con porfía el Gobierno. Es una irresponsabilidad seguir expropiando sin debidos resarcimientos, lo mismo que depositar la confianza del desarrollo económico exclusivamente en el desempeño burocrático de las empresas estatales.

El problema de la migración, de la fuga de cerebros, de la expulsión de mano de obra no se resolverá mientras el Gobierno continúe incumpliendo la Constitución y las leyes, mientras no demuestre a la comunidad nacional e internacional que en Bolivia los emprendedores gozan de una indubitable seguridad jurídica. El país no proyecta una buena imagen cuando las autoridades despilfarran su legitimidad democrática estrangulando empresas que han cometido el delito de pertenecer a opositores políticos.

¿Satisfecho? Falta el mar. El Presidente ofreció a los chilenos un gas que está escaseando. Es el mismo presidente que un día saluda con fraternidad a su homólogo trasandino y al siguiente le arroja una piedra. El parvo Piñera hace igual, paradójicamente, con altura.

Bolivia acierta, y es coherente, cada vez que instala esta discusión en los foros internacionales. Enorgullecen las defensas de la causa con firmeza y sin chovinismos. Ofrecer ingenuamente “gas después de mar”, en una especie de gesto compensatorio, no sirve. La diplomacia, sobre todo la desdeñosa chilena, requiere de mejores ideas.

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Un presidente verde

La ética y la política son incompatibles, dicen los zorros que saben más por viejos que por diablos.

/ 21 de enero de 2013 / 04:39

Al cierre de un nuevo año de mandato sin pena ni gloria, el Presidente no tiene muchos motivos para alardear; esto, sin embargo, no debe preocuparlo: la circunstancia exige baño de popularidad (para aparentar una gran adhesión) pero la política moderna admite la deshonestidad (la falta a la verdad, el vivito y coleando “gato por liebre”). Santa política que como por arte de magia redime a todos, incluidos cínicos e incapaces.

El Presidente, indígena campesino pero buen político, tiene algo de recorrido en las lides del disimulo. Del disimulo de la verdad. “Nada por aquí, nada por allá”, el último de sus espectaculares actos de magia es el de la exageración de la victoria del acullico, un truco que cualquier novato en discursos progres descubre hasta con parpadeo. (Aclaración a los prolíficos bobos reduccionistas del “todo o nada”, “blanco o negro”: Estar en desacuerdo con el “progre” de hoy no significa aplaudir a sus contrarios).

En ocasiones, modestos toques de ilusionismo se ven compensados con una gran visión pueblerina. Es el caso del Presidente, que se da el lujo de celebrar lo ocurrido en la ONU machaconamente todos los días ante 500 personas; como no podía ser de otra manera, lo hace estimulado por el sabor de boca que le deja el haber reivindicado la costumbre de sus ancestros. No es para menos: logró un nuevo enclaustramiento, el del pijcheo.

Qué importa, hermanas y hermanos (así les enjabona las orejas), la “coca no es cocaína” (el símbolo ante todo).

“Engañosa es la gracia y vana la hermosura”, dice la Biblia. “Mejor puede usar de sus apetitos el que mejor los puede encubrir”, Séneca. Y este mismo, también: “Fácilmente cree el desdichado”. Quizá no sea un mero problema presidencial, o de inherencia política: “sólo somos honestos cuando niños, y ya después en el sepulcro” (Hesse).

La ética y la política son incompatibles, dicen los zorros que saben más por viejos que por diablos; así también nos lo han enseñado —a propósito defaunas— los políticos, tanto de derechas como de izquierdas. Porque, con la ética política nuevamente en entredicho debido a la corrupción en las barbas del Presidente socialista, ¿en qué posición queda la esperanza del cambio post     neoliberal? Parece que Lord Acton tenía razón: “El poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Simuladores, abstenerse. El trastorno de la realidad por cualquier político avezado no cabe ahora que los bolivianos tienen los ojos abiertos al en gaño, a la trampa del fascinador. O la política se alinea con la ética, o ésta se pudre en el fango de aquella y la sociedad cae para siempre en el abismo de la iniquidad.
Bolivia, económicamente hablando, no crece al ritmo que necesita, y pese a la pobreza reinante, tiene miles de millones de dólares ocultos debajo del colchón financiero del Banco Central. En la lógica del que se ufana por ganar una carrera que corrió solo, el Presidente viene de comparar la triunfante hoja de coca con la adelgazada moneda que, paradojas de la vida, sirve para medir aquellos valiosos ahorritos. La comparación verde es otro número de magia. Pobre magia, sin galera ni conejo.
A propósito, siete años es un número apreciable, suficiente para que cualquier fruta de desarrollo lento, madure (y cuidado que cuando madura, fruta no disfrutada, fruta malograda). ¿Siete años esperando la Suiza prometida no es un tiempo excesivo para tanta gente ilusionada con el mago de la chompa roja? ¡Ah, “verde que te quiero verde”…! Siete años después, Bolivia está como su presidente: ¡verde! El color de la esperanza, pero de la que no se pinta nunca.

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Folclore lingüístico

Somos muy afectos a hacernos los desentendidos cuando de nuestras debilidades se trata

/ 26 de noviembre de 2012 / 06:47

Toca el censo a la puerta y un tímido estudiante no tarda en exponer en la boleta sus problemas con la ortografía: “enseñansa” y “univercitaria”. No quiero menoscabar su autoridad en esta histórica cita, pese a que nos separan al menos 20 años de vida y puedo corregirle como todo buen padre haría con su hijo.

Somos muy afectos a hacernos los desentendidos cuando de nuestras debilidades se trata. Los puntos seguidos desaparecieron: las comas se disfrazan de ellos para reemplazarlos como si fuesen lo mismo; ni qué decir del punto y coma. “Varios”, como adjetivo, pese a tener el sentido de “algunos” o “unos cuantos” sustituye sin ningún rubor a “muchos”, distorsionando la realidad. Las que están a la orden del día son las viejas y queridas aposiciones, esas especies de paréntesis en una frase que los apologetas de la divagación ahora las usan para dejarlas abandonadas, irse por las ramas y no llegar a ningún lado.

¿Por qué no nos preocupa nuestra lengua? ¿Estamos amilanados ante el desafío de la revalorización de los orígenes mediante la descolonización educativa porque creemos que esto implicaría el desdén (o la destrucción) del español? O, ¿habrá llegado el momento del “punto final a la ortografía”, como he leído en un interesante artículo publicado en el suplemento Puño y Letra de Correo del Sur, a propósito de los mensajes de texto y el correo electrónico, entre otras efervescencias demoníacas?

“Folclore”, por su etimología, conserva en casi toda escritura boliviana su forma con ‘k’, aunque este término ha sido castellanizado hace mucho y su origen es una voz inglesa, y por lo tanto colonizadora desde el punto de vista de que la mayoría de nosotros habla y escribe en español debido a la instrucción recibida principalmente en la escuela. Espinoso tema, sin duda, en un país niño que reclama para sí un desprendimiento de la teta cultural de la Madre Patria. También, por supuesto, porque muchísimos bolivianos tienen como lengua materna al quechua, al aimara o al guaraní, para citar los más importantes y, sin embargo, hoy en día se comunican sobre todo en español.

No quiero entrar al debate de la evidente predominancia de un idioma sobre otros venidos a menos y algunos en franco proceso de extinción. Saldré, sí, en defensa de un manejo más apropiado de la lengua que en general utilizamos cotidianamente y que nos aglutina como país al permitir que nos entendamos entre todos, sin distinciones.

Puede ser que no coincidamos, pero yo creo que mientras leamos en español, asistamos a clases de lenguaje español, trabajemos en oficinas donde se habla y redacta en español, lo coherente es apartarse del discurso plurinacional y anticolonialista y escribir guagua y no wawa. ¿Por qué? Por la misma razón que se debería escribir yogur, yóquey o folclor/folclore en vez de los originales (en estos casos, extranjerismos) yoghurt, jockey y folklore. Si habitualmente escribimos yanqui (y no la vernácula yankee), ¿por qué seguimos mezclando idiomas y evitamos el igualador castellano?

Quizá no sea política ni culturalmente correcto decirlo en la Bolivia de hoy, pero el hecho de que en un país se hablen decenas de lenguas no tendría que servir de pretexto para someter a una de ellas —la más practicada, la que nos hace iguales en la diversidad— a la desidia de sus hablantes y escribientes.

La uniformidad del idioma no es cuestión menor. En aras de la corrección y, ante todo, de la mejor comprensión de lo que se escucha y se lee. Por alguna razón, preferimos ser informales. Amalgamar nuestras angosturas en un mercado persa del lenguaje.

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La tabla de salvación

Sólo una historia bien contada puede resultar perdurable. En eso consiste, al fin y al cabo, el periodismo.

/ 12 de noviembre de 2012 / 06:09

Si quieren soy, como dice Octavio Aguilera, un posesivo que se niega a reconocer que el periodismo se ha profesionalizado. No importa, el barco se hunde y el papel hace aguas en un océano virtual donde la internet se relame antes de tragarse a los periódicos, cual ballena a Geppetto, de un solo bocado y sin llajwita. Vamos, no tengan miedo; lo último que se pierde es la esperanza de hallar una tabla de salvación… A mí me verán morir con las patas de rana puestas: la literatura puede rescatar a la prensa.

Si en la era del chat, el sms, el tuiter, el feisbuc y otras invasiones inglesas todo está dicho antes de que los periódicos lleguen a las calles, ¡no habrá Chapulín Colorado para defender a la prensa! Tiburones en potencia como el “periodista ciudadano”, el “e-report” o el “yo-periodista” se devorarán crudo al profesional de los medios, salvo que éste reconozca a última hora que sus productos, tal como se los enseñaron en la universidad, son insuficientes para cortejar a un público que lee bajo el agua.

La polémica por la relación del periodismo y la literatura no es, en modo alguno, nueva; aún así perviven las reticencias a la combinación “periodismo literario” o, la más sofisticada, “no fiction”. Polémica baldía en la medida en que la literatura inmiscuida dentro del periodismo no altere la innegociable condición de respetar la verdad. Es decir, siempre que no se desfigure la realidad con la tendencia natural del escritor a inclinarse por la ficción.

Cuando el papel de diario no estaba en coma y las carreras de Comunicación Social o Periodismo no existían, los escritores hacían de periodistas. Con la indicada profesionalización, hoy, no sería bien visto sentar jurisprudencia complaciendo a los que, en cierta forma anarquistas, propugnaron la exclusiva presencia de literatos en las salas de redacción; dos ejemplos ilustres: Azorín en España, Jorge Suárez en Bolivia.

Con perdón de Aguilera y los demás reacios a las propuestas informativas con técnicas literarias porque el periodismo y la literatura tienen “objetivos diferentes”, no serán estos los tiempos de repoblar las redacciones de escritores, pero sí de reorientar el barco hacia un norte con mejores perspectivas que las “noticias” del día siguiente y las informaciones huérfanas de amenidad a título de “lenguaje periodístico”. Sin Chapulín, ¡alguien tiene que salvar al planeta de los despojados 140 caracteres de un tuit y de las alertas de un novato de pronto vuelto reportero desde la comodidad de su cama!

El cambio de timón es ineludible para la supervivencia del periodismo, en la red y fuera de ella. Pero, existe una razón aún más importante, relacionada con la esencia del periodista, que ningún profesional ni medio de comunicación debería soslayar: la convicción de que sólo una historia bien contada puede resultar perdurable. En eso consiste, al fin y al cabo, el periodismo: en salvar del olvido a la historia. Los grandes textos sobreviven al tiempo por su calidad. El ejemplo más famoso de un escritor que dispuso con éxito las herramientas de la literatura para fines periodísticos es el de García Márquez, mas no alcanzaría este espacio para citar a todos los que, como él, ennoblecieron la prensa con su pluma literaria.

La simbiosis periodismo-literatura no sólo que es posible, sino necesaria y cada vez más agradecida por el lector perspicaz. Para lograrlo, el periodista debe hacer un esfuerzo por cultivarse, por investigar, por meditar antes de sentar una idea y revisar sus escritos y no soltarlos hasta que crea haber logrado una pequeña obra maestra. El periodista con verdadera vocación ama su oficio. No se dejará devorar por la ballena de la internet en sus aguas saladas.

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El Presidente dijo ‘ni’

Los argumentos legales del Gobierno pueden resumirse en una palabra: ‘tergiversación’

/ 17 de septiembre de 2012 / 04:01

Quién dijo que el proceso de la comunicación era sencillo? Les propongo abordar el tema del Presidente y sus habilidades discursivas desde un punto de vista más o menos técnico, en una especie de juego de supuestos, como si creyésemos que el juicio a ANF, Página Siete y El Diario no es político. En otras palabras, ahuyentar los malos pensamientos y misericordemente estimar que, en lo más profundo de su corazón, Evo y los suyos sólo quieren el bien del periodismo y de todos en general.

Los argumentos legales del Gobierno pueden resumirse en una palabra: “tergiversación”. En nuestro sano pensamiento, hay que resolver esto. Las carreras de Comunicación Social deberían analizar la conveniencia de dictar a sus alumnos clases de “Interpretación Periodística”. Si no lo han hecho hasta ahora puede ser porque no forman periodistas sino, congruentemente con su nombre, comunicadores sociales. Y la profesión de estos dista mucho del oficio de aquellos.

En el proceso de la comunicación intervienen varios elementos y uno de ellos, en particular, suele ser tratado de soslayo en las aulas universitarias: el código. Se presupone que los bachilleres salen del colegio con una formación básica y, entonces, se descuida o, al menos se pasa someramente por esto que el diccionario define así: “Sistema de signos y de reglas que permite formular y comprender un mensaje”.

La comprensión del mensaje (que va de un emisor y a un receptor) es vital para la comunicación, y el código (en este caso, la gramática española) determinante: la respuesta del receptor (que da paso a la retroalimentación o feedback) depende en buena medida del uso que el emisor le dé al sistema de reglas, y viceversa. En el mensaje de los flojos exteriorizado por el Presidente da toda la sensación de que hubo una falla en el emisor al momento de usar el código.

Por otro lado, la comunicación no es sencilla por la incidencia de un componente generalmente excluido del mencionado proceso: la interpretación. Algo de esto pudo haber perjudicado también los intereses de Evo Morales con su idea de la flojedad y el oriente. La interpretación, en periodismo, es, como el código, serio asunto a tomar en cuenta. El gran “problema” de los periodistas es que deben trabajar con ella. Y que ella, esencialmente, es subjetiva. Sobre todo cuando alguien se expresa de una manera confusa, el periodista tiene la necesidad y la obligación profesional —para aclarar el mensaje— de preguntarse: ‘¿Qué quiso decir?’.
¿Racismo?, ¿discriminación? Ni si, ni no: ni. Dadas las reglas del juego (la Ley 045), todo puede ser posible, nada es categórico y, la búsqueda de la verdad, como fin último del periodismo, se diluye en el laboratorio legislativo de los políticos.

Dos conclusiones: 1) El Presidente o cualquier fuente de la información, por considerar a la tergiversación o a la tendenciosidad como sinónimos de los penados racismo y discriminación, tienen ahora carta blanca para judicializar la interpretación de un periodista o un medio.

2) ¿Hasta qué punto se le puede exigir al Presidente el buen manejo de un sistema de signos distinto al de su lengua materna? Su precaria formación educativa, sumada a la confusión que le genera el tener que expresarse en español cuando su lengua de origen es otra, ¿no le exime de culpa por no dejarse entender con los demás? Para comunicarse con los bolivianos sin necesidad de hacer como el Papa, que cada miércoles se toma la molestia de saludar en diversas lenguas, lo más práctico sería que mida sus palabras con la regla común del castellano. Aunque esto le implique el sacrificio de aprenderlo.

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