Voces

Friday 19 Apr 2024 | Actualizado a 03:33 AM

El cambio en Bolivia

La defensa del cambio opera también a partir de entelequias producidas desde el Estado.

/ 7 de mayo de 2012 / 08:18

El cambio es un término que supone la comparación de un antes y un después, por lo que elevado a rango conceptual, supone necesariamente la medición de resultados. Valorar estos resultados resulta sin embargo muy complejo, puesto que a menudo existen desacuerdos en cuanto a los parámetros que se deben utilizar para medirlos. En vista de este problema, recurrentemente la valoración del cambio va dependiendo de la subjetividad de los evaluadores, los cuales son determinados además por la posición que ocupan social, política o económicamente.

Por eso, el cambio puede llegar a ser sobredimensionado por quienes políticamente se encuentran encargados de su gestión, principalmente los agentes del Estado. Diferente en cambio es la evaluación de quienes son afectados por el proceso: los agentes económicos o el pueblo. Entre éstos, incluso el cambio podría llegar a perder precisión puesto que podría ser evaluado a partir de diferentes aspectos no coincidentes con la visión unitaria que posiblemente tendrían los gestores del proceso, alojados en el Gobierno.

Es esa distinta valoración del cambio que predomina en el país actualmente. Porque a partir de la nueva composición social del Estado, sus agentes se empeñan en convencer al pueblo de un proceso irreversible en curso, a partir de una serie de acciones que, sin embargo, no tienen mucho de diferente respecto de sus antecesores, ni parecen convencer a la totalidad de los sectores sociales. Por esto, la defensa del cambio opera también a nivel discursivo, a partir de entelequias producidas desde el Estado, tales como la descolonización, el vivir bien, la economía plural, etc. Esta propagación discursiva se hace por tanto muy clara, a diferencia de otros aspectos que podrían precisar el cambio, por lo que se podría decir que es el discurso producido desde el Estado el que claramente ha cambiado; sin embargo, al no suponer todavía su realización, este discurso yace entrampado entre pretensiones pragmáticas y pretensiones idealistas.

Pero lo que no ha cambiado es aquella vieja relación de representación producida entre la sociedad y el Estado, que en los procesos electorales solía transformarse rápidamente en una relación conflictiva e incluso antagónica. Por esto, diferentes sectores de la sociedad siguen activándose actualmente sobre los mismos asuntos de la vida cotidiana. No existe por tanto un cambio a este nivel, pues los bloqueos, marchas, huelgas, plantones, cuya esencia consiste en develar la falta de atención del Gobierno y lograr satisfacer demandas por medio de la presión, siguen constituyendo el pan nuestro de cada día, muy a pesar de que para algunos esos mecanismos de presión se encuentran desgastados; las kilométricas marchas que buscan generar sensibilidades y solidaridades podrían entenderse incluso como la renovación de esas prácticas.

Sumado a ello, si antes el empresariado privado constituía el factor fundamental del corporativismo estatal que de alguna manera terminaba beneficiando a las clases medias y altas, actualmente se encuentra relevado por ciertos sectores que inaugurando un corporativismo popular dejan de lado a gran parte de la sociedad. Por esto los agentes económicos se consideran afectados negativamente por el cambio, pese a que el carácter supuestamente posneoliberal de éste no ha hecho que el protagonismo de los empresarios sea menos importante.

En conclusión, debido a que el cambio resulta seriamente impreciso, el país parece seguir estancado en un estado de inflexión que inició hace diez años, principalmente porque, como antaño, la relación antagónica entre sociedad y Estado sigue definiendo nuestra razón de país.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

La deriva de quien perdió

El juego político democrático requiere de la disposición al consenso del perdedor

/ 23 de diciembre de 2020 / 13:19

La celebración de una elección verdaderamente crítica, el 18 de octubre hacía suponer una serie de posibilidades conflictivas, cualquiera fuese la expresión de la voluntad popular. Sin embargo, lo que no concuerda con la teoría, por constituir un hecho excepcional, es que tal elección crítica ocurriera, en nuestro país, en un momento en que la democracia había sido empujada hacia su encrucijada, debido a su frágil o confusa instalación en la moral y la conciencia públicas.

En ese estado de encrucijada democrática, las posibilidades de su ruptura constituían, y constituyen aún, un supuesto inevitable, no solamente por lo que hace a la fragilidad de ese sistema político de gobierno, sino también porque el año pasado se había sentado un funesto precedente de ruptura política; la crisis que vivió el país y que expresó sus múltiples rostros constituía un escenario adverso en sí mismo; el desborde de las prácticas autoritarias por parte de los grupos de poder, había ido generando un efecto espejo; y la manifiesta amenaza del conflicto postelectoral se había levantado desde muchos frentes. En sentido teórico, la ciencia advierte que la posibilidad de una ruptura democrática puede darse en razón de la polarización de la sociedad, la vulnerabilidad de las instituciones del Estado —particularmente del ente encargado de garantizar elecciones libres, justas y transparentes—, y la falta de disposición hacia el consenso de los perdedores, por parte de los jugadores que no asimilan las reglas del juego democrático, y todo ello parecía confluir de modo preciso.

En cuanto a la polarización de la sociedad, es evidente que el país se encuentra todavía entrampado en esa proterva condición, pero su dimensión se vio intensificada por el curso que había seguido el conflicto tras el asalto al poder. Dialécticamente atravesó por los históricos senderos de la fragmentación, el desencuentro y la división social y cultural, para expresarse con un nuevo sentido en torno a la falta de modificación de las condiciones subjetivas por parte de un proceso de cambio que en su estado de aletargamiento había virado hacia el pragmatismo; ese nuevo sentido estuvo dado, además, por la reacción de los sectores conservadores que desbocaron sus odios a través de una afrenta cultural, de clase y de raza contra aquello que no admite lugar en sus valores morales. La polarización social discurrió pues por la competencia político-partidaria que rayó, que raya, en un fanatismo radical. La compleja situación que vive el país y que exigía la confrontación de planes o programas de gobierno, fue cediendo así hacia una dinámica electoral definida por un clivaje o, para hablar con propiedad, un superasunto que en una dimensión de posicionamientos políticos opuso al masismo y al antimasismo. Por tanto, el desenlace de esta polarización que condensaba viejas contradicciones históricas se advertía predecible, tanto que a pesar de la presencia de otros jugadores en la competencia electoral, ésta fue expresando un carácter pseudobipartidista que encuestadoras y medios se encargaron de referir ficticiamente como una carrera de caballos.

En cuanto al estado de las instituciones, la ruptura de los principios constitucionales, la fractura de la institucionalidad democrática y particularmente la intifada de noviembre habían dejado al Estado y a sus instituciones en situación de grave descalabro, que la mala gestión de la crisis sanitaria, por parte del gobierno provisional, solo fue profundizando. Por ello, al organismo electoral le fue reconocida su legitimidad como cuarto poder del Estado. Sin embargo, la tibia reacción de éste frente a la violencia electoral, el proselitismo oficialista y la intromisión de poderes fácticos en la contienda, así como su decisión de postergar arbitrariamente las elecciones, dieron sospecha de su debilidad, que en un proceso de elección crítica no puede ponerse de manifiesto, pues su falta de organicidad podría motivar a los jugadores a aprovecharse de toda señal de debilidad. Un estudio de la Fundación Friedrich Ebert Stiftung daba cuenta de que solo 68% de sus encuestados confiaba en que el Tribunal Supremo Electoral garantizaría elecciones limpias y transparentes.

Y en cuanto a la disposición hacia el consenso de los perdedores, la posibilidad de conflicto postelectoral reflejaba la falta de aceptación de las reglas del juego democrático por parte de los jugadores. La probabilidad de aceptación de estas reglas expresa una correlación positiva con un estado de buena salud de la institucionalidad democrática, situación que no existía en el país, debido a los sucesos esgrimidos. El hecho de que algunos jugadores se vanagloriaran haciendo apología de la sedición, o amenazaran con poner en práctica una vez más el manual golpista, era con creces la expresión de una actitud antidemocrática que sin embargo se desplegaba desde el terreno de los mecanismos democráticos.

La democracia o, para descender de abstracciones, el juego político democrático depende y requiere de la disposición del consenso del perdedor, ya que aquel que no es favorecido por los resultados tiene en sus manos la legitimidad del sistema, máxime cuando se pone en juego una elección crítica, pues de su actitud depende la continuidad de la democracia. Llegado a este punto, los hechos acecidos en el país, tanto en la anterior elección como en la reciente, permiten afirmar que esa responsabilidad recaería ante todo en la élite política, pues como clase dirigente puede orientar el comportamiento de su clientela. En ese sentido, contrario a su actitud en octubre de 2019, Carlos Mesa parecía dar muestras de haber entendido su culpa y otros protagonistas del golpe lo secundaron; sin embargo, no pasó lo mismo con el principal responsable de la calamidad que tuvo que vivir el país, pues contrario a las reglas del juego político democrático, Luis Fernando Camacho avivó a sus bases no solamente hacia la deriva del consenso del perdedor sino también hacia la expresión de actitudes antidemocráticas como arrodillarse ante la bota militar, para rogar por la instauración de un gobierno ajeno a la voluntad popular. Pero, ¿esa actitud supone una nueva subjetividad? ¿O se trata acaso de una cultura política que encuentra incentivos en esta coyuntura para expresarse sin recato?

La evidencia empírica hace suponer que sí. Desde que el Latinobarómetro empezó a ser aplicado en la región, allá por 1996, hasta su último estudio, que data de 2018, reporta que en promedio, 15% de bolivianos consideraba que “en algunas circunstancias es preferible un gobierno autoritario”. Los datos son sin embargo oscilantes, y los picos más altos de tal actitud (22%) coinciden con los momentos de crisis que vivió el país. Sin embargo, ello no quiere decir que el resto de ese porcentaje considere a la democracia la forma preferible de gobierno, pues para otro 17% “da lo mismo un régimen democrático que uno no democrático”. Esto que en el análisis de la cultura política se llama “apoyo difuso a la democracia”, encuentra mayores evidencias en la Encuesta Mundial de Valores, que para 20172020 reporta que 10% de bolivianos considera que “no es importante vivir en un país gobernado democráticamente”; 11% cree que es “muy malo y bastante malo tener democracia”; 20% dice no creer que “la gente deba elegir a sus gobernantes mediante elecciones libres”; y 35% opina que “el Ejército debe hacerse cargo cuando el gobierno es incompetente”.

(*) Carlos E. Ichuta N. es sociólogo

Comparte y opina:

Últimas Noticias