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‘Noli me tangere’

José Rizal se servía de la lengua del conquistador para denunciar los abusos de la colonización

/ 12 de mayo de 2012 / 04:34

Quién conoce en España a José Rizal? La extendida ignorancia de lo escrito en nuestra lengua en Iberoamérica a lo largo del siglo XIX abarca también, y se acentúa, en lo que concierne a las remotas y olvidadas Filipinas. Si, a diferencia de la otra orilla del Atlántico sólo los especialistas en el tema han calado en la obra de Andrés Bello, Sarmiento, Martí e incluso, más cerca de nosotros, José Vasconcelos, la espesa nube que oculta su labor al lector español se adensa aún en torno a Noli me tangere, la novela de Rizal, impresa en Berlín a cuenta de autor en 1887 y condenada de inmediato al ostracismo en razón de su “carácter herético” y su “filibusterismo” por las autoridades religiosas y militares del Archipiélago.

Gracias a su biógrafo Rafael Palma y el prologuista de la novela Leopoldo Zea sabemos que Rizal, un tagalo hispanizado que manejaba la lengua de Cervantes con la misma inteligencia y soltura que el Inca Garcilaso, nació en Calamba en 1861. Autodidacta primero, como un puñado de indígenas de la excolonia española —los frailes les adoctrinaban en su idioma, pero habían prohibido la enseñanza del nuestro so pretexto de que no se contaminaran con ideas nocivas y perdieran sus preciosas almitas—, cursó luego estudios de medicina y filosofía en Madrid, París y Heidelberg.

De la excelencia de su formación dan muestra sus vastos conocimientos en francés, inglés y alemán, así como su lectura de corrido en latín. Escritor, pintor, médico, oftalmólogo (curó de la ceguera a su propia madre), poseía en suma una cultura muy superior a la de sus colegas españoles de la época. Su ideario nacionalista, forjado por la experiencia de la opresión colonial de las islas, excluía no obstante el recurso a la violencia. Fundador primero de la revista La Solidaridad y luego de La Liga Filipina, sus publicaciones provocaron en España un rechazo y ostracismo similares a las que ocho décadas antes sufrió Blanco White.

El futuro de las islas le preocupaba con razón. Conocía por experiencia la precariedad del dominio español y las apetencias que suscitaba el Archipiélago entre las grandes potencias europeas y el emergente poder norteamericano. ¿Qué será de las Filipinas dentro de cien años?, es el título de uno de sus ensayos compuesto durante su larga estancia en el Viejo continente. Como muchos escritores hindúes, árabes y africanos del siglo que dejamos atrás, Rizal se servía de la lengua del conquistador para denunciar las injusticias y abusos de la colonización. De esta contradicción insoluble entre el amor a una lengua y cultura que asumía como propias y la indignación ante los atropellos cometidos contra sus hermanos indígenas brota, como un géyser, la fuerza de su escritura. Las burlas y el desprecio por parte de los frailes y guardias civiles a los tagalos que se expresaban en español no eran solo indignas de su proclamada misión redentora, sino que actuaban a muy corto plazo contra los intereses de España. Sus temores, como sabemos, se convirtieron en realidad. Hundida en unas horas la flota española amarrada en Manila y expulsada la administración del decrépito poder colonial por los invasores estadounidenses, éstos impusieron el inglés a los nativos y el español pasó en unos pocos años a la triste condición de lengua extinta (únicamente subsistió el chabacano, un híbrido de castellano y tagalo sin expresión literaria alguna). Las amargas reflexiones de Rizal sobre su inútil empeño por asumir un idioma abocado a desaparecer de las Filipinas (“¿Para comprender los insultos y amenazas de los guardias civiles?”, escribió. “Para eso no hay necesidad de saber español, basta comprender el lenguaje de los culatazos”) se cumplieron puntualmente. Diez años después de su muerte, la inmensa mayoría de sus compatriotas no podía entender la obra de su primer escritor.

Movido por la nostalgia, el autor de Noli me tangere regresó a Filipinas en 1892. Acusado de simpatías independentistas, fue desterrado de Manila por orden del Capitán General y sufrió cuatro años de estricto confinamiento. Pese a la injusticia de que era objeto, rehusó encabezar el movimiento revolucionario que se gestaba entre la población indígena. Su instrumento de lucha era la pluma, no el recurso a las armas. En 1896 aceptó ser enviado como médico al Cuerpo Sanitario que combatía los estragos del cólera en los desdichados reclutas enviados a luchar como carne de cañón contra los insurgentes cubanos.

Durante la larga travesía de Manila a España, al producirse la previsible insurrección del Archipiélago, fue detenido a bordo y encerrado en el castillo de Montjüic a su llegada a Barcelona. De allí fue devuelto a su tierra nativa y condenado a muerte por un tribunal militar en cuanto “alma viva de la insurrección” y “traidor a España”. El 30 de diciembre Rizal fue fusilado por sentencia del Consejo de Guerra en medio de insultos al felón y vítores a la Madre Patria. Como había escrito unos años antes, “sólo se muere una vez y si no se muere bien, se pierde una ocasión que ya no se presentará una vez más”.

Novela comprometida, diríamos hoy, por su clara denuncia de la opresión, sería muy injusto no obstante encasillar a Noli me tangere en tan reductivo apartado. Rizal muestra un buen conocimiento de las técnicas narrativas que lo distingue de los panfletarios al uso. Los personajes de Ibarra (un alter ego del autor), del capitán Taigo o de la supersticiosa o desdichada Sisa, no desmerecen de los trazados por Galdós. La pintura de la corrupción reinante, crueldad de la guardia civil, incompetencia de la administración e indolencia de sus asalariados (“todo un mundo de parásitos, moscas o colados que Dios creó en su infinita bondad y tan cariñosamente multiplica en Manila”) son tratados con incisivo humor. Su ironía sobre la piedad crédula de sus compatriotas, menos preocupados por el Altísimo que por su cortejo de santos y santas (Dios para ellos, dice, es “como esos pobres reyes que se rodean de favoritos y favoritas, y el pueblo sólo hace la corte a éstos”), y acerca de la explotación de los milagros de una cohorte de Vírgenes gracias a los cuales, los curas, ya bien forrados, se van a América y allí se casan, hubieran inflamado la santa ira de Menéndez Pelayo.

El novelista capta con buen oído las conversaciones anodinas de quienes viven de las migajas del poder colonial; describe con fineza las fiestas en las que “los jóvenes abrían la boca para contener un bostezo, pero la tapaban al instante con sus abanicos”; reproduce las hilarantes disquisiciones sobre el Purgatorio y los años que ahorraban a quienes allí se tuestan el simple pago de unas monedas y el rezo de un Ave María.

El manejo de algunas técnicas novelescas heredadas de Cervantes aliña con gracia el chato realismo decimonónico. Rizal se dirige a veces al lector —”¡oh tú que me lees, amigo o enemigo!”— e introduce elementos discursivos que parecen inspirados por Diderot o Sterne. Celebrado como un héroe, pero no como un escritor por quienes sacrificó la vida es, como dije, un perfecto desconocido en la península. La cuidadosa edición de la excelente Biblioteca Ayacucho venezolana de la que pude procurarme un ejemplar en mi reciente viaje a Caracas debería ser republicada en España como homenaje a un autor despiadadamente barrido a los márgenes de nuestro intangible canon, pero vivo y bien vivo, como advirtió Unamuno, y podrá verificar hoy quien se asome venturosamente a sus páginas.

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‘Tirano Banderas’ y los dictadores árabes

Los sirios no se definen ya por su pertenencia estatal, sino por su adscripción religiosa

/ 2 de febrero de 2013 / 05:34

Se puede leer e interpretar la caída de los dictadores árabes a la luz de Tirano Banderas y de su fértil descendencia —desde La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán a Yo el Supremo, El otoño del patriarca, La Fiesta del Chivo y un buen puñado más? La variedad de situaciones históricas que inspiran estas novelas se refleja en un abanico de planteamientos literarios. Pero mientras los déspotas del otro lado del Atlántico murieron en la cama y algunos de ellos aferrados aún al poder, los de la llamada primavera de 2011, uno huyó precipitadamente tras 20 días de refriega, otro ha dado con sus huesos en la cárcel, un tercero fue linchado y un cuarto se eclipsó tras un arduo y mortífero proceso negociador. Al quinto, todavía acuartelado en su puesto a costa de una guerra civil con decenas de millares de víctimas, me referiré después.

La muerte de Santos Banderas en la fortaleza colonial de Santa Fe, cuando cae acribillado por las balas de los rebeldes al mando de Filomeno Cuevas se asemeja más a la de Gadafi, tanto por un escenario que evoca la muralla de la Plaza Verde desde la que el difunto coronel libio arengaba a los suyos, como por su abrupto final. Valle-Inclán condensa en dos días el derrocamiento del dictador y no aborda el problema del qué o quién le sucederá. Las preguntas que hoy nos planteamos respecto a Túnez, Egipto, Libia y Yemen son las que formula Juan Rodríguez en su excelente introducción crítica a la novela de Valle-Inclán en el ejemplar que tengo a mano: “¿Qué ocurre a la muerte del tirano? ¿Quién gestiona el triunfo de la revolución?”.

Cuando se iniciaron en Deraa las manifestaciones pacíficas de protesta a raíz del asesinato de un adolescente por el “crimen” de una pintada contra el régimen, el movimiento ciudadano respondía al mismo esquema que el de la primavera árabe. Bachar el Asad podía haber optado por la negociación con los opositores con miras a una transición democrática pactada —como la que representaba Roque Cepeda en la novela de Valle-Inclán— pero dejó pasar la oportunidad de un cómodo exilio y, siguiendo el ejemplo de la brutal represión de su padre 30 años antes, recurrió a la fuerza de las armas. Primero, con disparos de fusil a los manifestantes y, conforme aumentaba el número y resolución de éstos, mediante el recurso a tanques, helicópteros, misiles Scud y bombardeos de su aviación. Armó asimismo a millares de correligionarios alauíes —los infamemente famosos chabihas dirigidos por sus primos— y provocó con ello una insurrección general que, aunque pobremente armada, se sostiene gracias a numerosas y crecientes deserciones de oficiales y soldados de la mayoría suní. En verano de 2011, el alzamiento en distintas ciudades y zonas del territorio sirio se había transformado ya en una implacable guerra civil. Los Filomeno Cuevas de Tirano Banderas se contaban ya por docenas. Los cabezas y cabecillas de la rebelión exigían el derrocamiento de la dinastía de los Asad que ahogaban en sangre las ansias de libertad.

Hasta otoño del mismo año el curso de los acontecimientos se asemejaba a los de Libia y Yemen, obviando el hecho que cada país del patchwork árabe tiene su propia historia, sus estructuras políticas y religiosas, su sociedad más o menos compacta o tribalizada. Recuerdo que a mi optimismo por aquellas fechas (mi convicción de que el régimen sirio tenía sus días contados), un diplomático español, buen conocedor de la complejidad étnica y religiosa aglutinada por el partido Baaz hace 60 años, opuso con razón un precavido escepticismo. Adujo que la minoría alauí a la que pertenece el clan El Asad, minoría que acapara todo el poder militar y político, mantendría su cohesión y contaría con el apoyo discreto de la clase media urbana y de las otras minorías religiosas temerosas ambas de un postasadismo que sustituyera el Estado laico por una teocracia del orden de la saudí.

En mis ‘Jornadas damascenas’ publicado en las páginas de El País (11-07-2010) observé que si el nacionalismo panárabe del Baaz se había convertido en el feudo sectario de un clan, preservaba al menos la convivencia entre la mayoría suní y las comunidades chiíes, cristianas, kurda y drusa a diferencia de la sangrienta lucha de sectas que se cebaba y se ceba en la indefensa población civil de Irak. Hoy dicha coexistencia pacífica ha saltado hecha pedazos. El enfrentamiento entre las dos ramas principales del islam sigue la pauta de lo acaecido en los países vecinos. Mientras los rebeldes suníes cuentan con el apoyo de Turquía, Egipto y Arabia Saudí, El Asad se mantiene en el poder gracias a Irán con la complicidad apenas encubierta del Gobierno iraquí de Al Maliki y a los libaneses del Hezbolá. Peor aún, la guerra corre el riesgo de extenderse por todo Oriente Próximo e incendiarlo en el caso de un ataque preventivo de Israel a Irán. Todo el mundo puede salir perdiendo en esa internacionalización del conflicto: Turquía, por el apoyo de El Asad a los rebeldes del PKK; Líbano con una nueva guerra civil sectaria; Jordania con una desestabilización provocada por el aluvión de refugiados sirios; Israel por un endurecimiento de su entorno hostil (Turquía, Egipto) a causa de la despiadada colonización de los territorios palestinos (una estrategia suicida a medio o largo plazo).

Siria es hoy el campo de batalla en el que contienden voluntarios del Ejército del Mahdi de Muqtada al Sadr, pasderan iraníes y miembros de las milicias del Hezbolá con voluntarios islamistas próximos a los Hermanos Musulmanes y extremistas de Al Qaeda (lo que alimenta la propaganda de El Asad acerca de los supuestos “ataques terroristas” y de un “complot americano sionista”). Como en la ex Yugoslavia de hace 20 años, los sirios no se definen ya por su pertenencia estatal sino por su adscripción religiosa y, al igual que en Bosnia, la internacionalización del conflicto afecta a las grandes potencias y a sus protegidos: confrontación de EEUU con Rusia, la gran proveedora de armas a El Asad; de Arabia Saudí y las petromonarquías del Golfo con el Irán de los ayatolás. Con el telón de fondo de las atrocidades cometidas a diario por el Ejército, la policía y los sicarios del dictador vemos reiterarse las contradicciones e hipocresías de la comunidad internacional. De un Washington que apoya a los rebeldes sirios no obstante su alianza con Teherán y que, como la impotente Unión Europea y la mísera Liga Árabe, se limita a condenar con gestos y palabras la suerte infligida a la población civil por la frialdad sanguinaria de El Asad. Y si ahondamos aún en ese confuso magma, ¿quién cree que Arabia Saudí y los emires del Golfo luchan por la democracia cuando encarnan el peor ejemplo de teocracias en el ámbito del islam?

Volvamos al comienzo: con tal de aferrarse al poder, El Asad ha prendido fuego en su propio país a costa de más de 60 mil víctimas. A diferencia de Santos Bandera no pereció en un día: hoy sigue en su fortaleza de Santa Fe paulatinamente asediado pero su suerte final (ya sea la poco gloriosa huida a Rusia, ya el linchamiento a lo Gadafi, ya la comparecencia a lo Milosevic ante la Corte Penal Internacional) está echada.

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Humor negro en tiempos de ruina

Aunque en España y Marruecos los credos religiosos son distintos, sus zozobras se asemejan

/ 25 de agosto de 2012 / 06:01

Uno. El libro de Roger Peyrefitte, Las llaves de San Pedro (léase, las llaves de la caja) causó un gran escándalo hace unas décadas por sus sabrosas anécdotas sobre la Santa Sede y sus turbios vínculos con el poder, el dinero y el sexo, los tres pilares que rigen el mundo según nuestra clarividente y genial Celestina la Vieja. Pero ese descenso a Las cuevas del Vaticano (empleo el título de la novela de André Gide) nos parece hoy un circuito para turistas aficionados a la espeleología comparada con el que nos propone María (el mayordomo del Papa) tras la publicación de sus documentos filtrados al periodista Gianluigi Nuzzi, autor de Su Santidad, los papeles secretos de Benedicto XVI: venenosas intrigas palaciegas, luchas sucesorias despiadadas, cuentas bancarias secretas (entre ellas las del Vicario de Cristo en la Tierra), lavado de dinero en el Banco Vaticano, ocultación de abusos pederastas, y un largo etcétera.

Si a ello se añade la reactualización del caso de Emmanuela Orlandi, la desdichada joven de 15 años desaparecida junto a la basílica de San Apolimar en 1983, y cuya pista se pierde en Norteamérica, en la dirección postal de un supuesto cardenal pedófilo, y el descubrimiento de que los restos de Enrico de Pedis, padrino de la banda mafiosa la Magliana, se hallaban inhumados en una cripta de la citada basílica junto a las figuras egregias de nuestra Santa Madre Iglesia (paralelo que alimentó el morboso rumor de que la inocente víctima y el generoso benefactor de las arcas vaticanas compartían la misma sepultura), nos hallamos ante todos los ingredientes de los campeones de ventas en la medida que aúnan la intriga policiaca a lo John Le Carré con los materiales de la novela gótica hoy en boga cultivada por los mediocres discípulos de Umberto Eco. ¡El retorno a los templarios o a los maleficios de misteriosas sectas me distraen de los augurios igualmente maléficos de los dueños y señores de Casino global sobre la asediada economía de nuestra fatal Península, que se soñó rica y se despertó en la miseria!

Dos. A comienzo de los 70, mientras preparaba mis cursos sobre el Siglo de Oro y de otros metales de menor valor, un colega del Departamento de Lenguas Románicas de la New York University, el recientemente desaparecido Antonio Regalado, gran especialista en el teatro de Calderón, a quien había mostrado un ejemplar del Manual de confesores y penitentes, de Martín Azpilicueta, que acababa de sacar prestado de la biblioteca, me aconsejó vivamente otro tratado sobre el tema, Consultas morales y exposición de proposiciones condenadas por Inocencio Undécimo, cuya lectura, en la perspectiva actual del retorno al integrismo, no tiene desperdicio. Las propuestas de algunos confesores coetáneos del autor de La vida es sueño, recopiladas por Fray Martín de Torrecillas, revelan un aperturismo respecto al sexo que erizaría hoy día de horror los cabellos de nuestros santos cardenales y obispos. La lista de proposiciones condenadas por aquel digno predecesor de Ratzinger es larga y me limitaré a mencionar unas cuantas: “Es lícito procurar el aborto antes de la animación de la criatura, para que la mujer preñada no sea muerta o infamada”; “el feto, mientras está en el vientre de la madre, carece de alma racional y en ningún aborto se comete homicidio”; “meter el sexo en la boca de una mujer no es fornicio”, etcétera.

Traigo dicha anécdota a colación a propósito de los sermones con que nos obsequian en los últimos años nuestras autoridades eclesiásticas, inquietas por el auge de la impiedad y el laicismo. Un repaso de los mismos nos induciría a creer que el tiempo retrocede y vamos marcha atrás. Después de la inefable homilía de Demetrio, obispo de Córdoba, sobre el supuesto plan secreto de la Unesco para volver homosexual a la mitad de la especie humana en el brevísimo lapso de 20 años (un texto que por su contenido de ciencia ficción y estilo paródico parecía fruto de mi pluma y cuya autoría me atribuyeron algunos lectores malpensados), el obispo de Alcalá de Henares, en su oficio del pasado Viernes Santo, arremetía contra las mujeres que abortan y los gays en unos términos que incitarían a la sonrisa si no se inscribieran en el contexto del poder casi absoluto de la derecha y reflejaran fielmente sus viejas obsesiones y fobias. Para el prelado, las ideologías que no orientan correctamente al ser humano la empujan a perderse por los caminos de un sexo incierto, que le arrastra a su perdición. Confundidos por el relativismo laico, los jóvenes “se corrompen y se prostituyen. O van a clubes de hombres” (monseñor parece bien informado en la materia), esto es, a las honduras del infierno, probablemente en Chueca. En cuanto a las mujeres o jovencitas que acuden a abortar a alguna clínica, “destruyen una vida inocente”, sentencia, “y se destruyen a sí mismas”.

Tres. Si de las sombrías amenazas del averno que nos aguarda por culpa del maldito Sexto Mandamiento, pasamos a las elucubraciones de algunos predicadores y políticos del sur del Estrecho, nos acuna con ligeras variantes la misma canción: del “se peca masivamente en Madrid” del cardenal Rouco, al grito de alarma de “los turistas vienen del mundo entero a Marraquech para cometer pecados y alejarse de Dios” del actual ministro de Justicia marroquí Mustafá Ramid, comprobamos que si los credos religiosos son distintos, sus zozobras se asemejan.

En el caso del Magreb, la difusión por internet de las prédicas de supuestos jurisconsultos como el marraquechí Maghraui, exiliado en Arabia Saudí, autor de una fetua que autoriza el matrimonio con niñas de nueve años (conforme a su parecer, rinden más en la cama que las mujeres de 20), abre las puertas a una serie de sentencias insólitas como las de Abdelbari Zemzmi, comentadas jubilosamente por los internautas de Facebook y otras redes sociales. Para el buen fqif (célebre ya por haber autorizado la relación sexual con el cadáver de la esposa si conserva aún su calidez), es “lícita la utilización de zanahorias y botellas a modo de consoladores para ayudar a preservar la castidad de la mujer antes del matrimonio”. ¡Sus admiradores, que son legión, se preguntan, como Fahd Iraqí, el mordaz columnista de Tel Quel, si en un apuro extremo vale también el mazo de mortero! No sabemos si Zemzmi frecuenta los sex shops de Europa: en el amplio surtido de artilugios en venta, podría decidir con mayor precisión los aconsejables e inadecuados para las castas, pero ardorosas doncellas de su enardecida imaginación.

En tiempos de angustia como los que vivimos, pendientes de las calificaciones más y más bajas de unas agencias con poderes sobrenaturales que nos condenan al círculo virtuoso de un mayor paro y recesión, necesitamos unos momentos de distensión y nada mejor para ello que el recurso sutil al humor. La austeridad por sí sola no basta para remediar la crisis; como hizo el Monarca, cabe también el recurso de cazar elefantes en África.

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La palabra poética nos abandonó

Es hora de que revisemos nuestros esquemas heredados y dejemos de llamar poesía a lo que no lo es

/ 11 de agosto de 2012 / 07:02

Una reciente cala veraniega en antologías y obras de autores hispanos del periodo que abarca de la entronización de la dinastía borbónica hasta la muerte de Fernando VII me confirmó sin lugar a dudas que la decadencia política y económica de España se acompañó asimismo de un estiaje creativo que, exceptuando el milagro de Goya, apenas permite vislumbrar algunas brasas en tan extenso y ceniciento erial.

En vano buscaremos una huella de la genial invención cervantina ni de la palabra poética de san Juan de la Cruz, Quevedo o Góngora. Ni siquiera del mal conocido Gracián.

Diríase que tan glorioso pasado hubiera sido borrado de golpe y cedido el paso a una lobreguez que no obstante los bien intencionados esfuerzos de algunos esclarecidos (empleo el término correcto acuñado por Eduardo Subirats respecto a los ilustrados) nadie alcanzó a alumbrar. El desprecio injusto a la corriente innovadora, de modernidad atemporal, de la propia tradición; la imitación desastrosa del acartonado neoclasicismo francés; la presencia castradora del Santo Oficio (no olvidemos las vicisitudes del proceso y retracción forzada de Olavide) explican en parte, pero tan solo en parte, tan sobrecogedor salto atrás.

Si las fábulas de Iriarte y su rival Samaniego pueden ser recorridas con agrado aunque digan muy poco al lector de hoy y el humor de bajo vuelo de fray Gerundio de Campazas soporta tan solo una primera (y única) lectura, la novela Eusebio de Pedro Montengón, afrancesado e imbuido de la filosofía de las Luces, cuya crítica aguda de la ignorancia en la que se hallaba sumida España, como señalaba recientemente Rogelio Blanco en La República de las Letras, es de un enorme interés, no alcanza con todo a renovar el género como lo hizo Diderot: su aportación es más didáctica que literaria. Incluso un autor tan notable como José María Cadalso —cuyas incentivas Cartas Marruecas reescribí a mi manera hace unas décadas y reflejan por desdicha algunos aspectos de la indignada y fallera España de 2011— fracasó en el ámbito novelesco: sus Noches lúgubres no aguantan un mero repaso por mucha que sea la buena voluntad del lector.

Dicha incapacidad para un género que, gracias a la semilla cervantina, floreció en las dos orillas del canal de la Mancha, afecta incluso a nuestros mejores creadores de la primera mitad del siglo XIX: Blanco White y Larra. Luisa de Bustamante, la huérfana española en Inglaterra del primero y El doncel de don Enrique el Doliente del segundo no redundan en la gloria de dos autores de su valía: su lectura es inocua y nos decepciona. Las barras de plata de mi tatarabuela María Mendoza, inspirada como Larra por el medievalismo de Walter Scott, no desmerece en exceso de ellas.

Si de la novela pasamos a la poesía    —dejo por ahora el teatro de Leandro Fernández de Moratín y la figura del novelable y novelado Abate Marchena—, la situación no es más lucida. La imitación antes señalada de los neoclásicos franceses y su retórica huera alterna con el entusiasmo ingenuo por la ciencia y los valores del progreso.

Intentar recorrer las odas de Meléndez Valdés es degustar una especie de jarabe de melaza que indigesta el estómago más resistente. Mi admirado Menéndez Pelayo, a quien tantos descubrimientos debo en el fecundo campo de la heterodoxia hispana, escribía de ella con su habitual gracejo: “¿Qué decir de un poeta que se imagina convertido en palomo, y a su amada en paloma, cubriendo a la par los albos huevos?”.

Si la palabra poética tiene algún sentido, no la hallaremos jamás en la infinidad de versos grises embebidos de un vago humanismo o, peor aún, escritos a la gloria de monarcas idiotas o favoritos de la especie de Manuel Godoy. Cienfuegos, Quintana, Reinoso, Alberto Lista, entonaban odas a la imprenta, a la vacuna, a la beneficencia, etcétera, con resultados idénticos a quienes un siglo y medio después exaltarían las estadísticas de producción (trucadas) de la URSS y las virtudes del homo sovieticus. Una garrulería insoportable a cualquier oído fino arrambló con todo asomo de sensibilidad literaria. Las durísimas palabras de Sarmiento durante su estancia en la Península reflejan con crudeza el agotamiento creativo de la época. La literatura española se había convertido en un secarral.

Las razones de semejante vacío después de varios siglos de una dinámica excepcional en el ámbito artístico y literario europeo son múltiples y las mejores respuestas contemporáneas a los hechos las hallamos, como siempre, en Blanco White. Hundido nuestro poder militar y económico, independizada la España ultramarina, marginadas las tentativas emancipadoras en el campo del pensamiento y la ciencia    —esas Pequeñas Atlántidas que, con Jovellanos a la cabeza, intentó rescatar hace medio siglo Alberto Gil Novales—, el retorno al absolutismo inquisitorial hundió en el pesimismo a las mentes más lúcidas refugiadas en Europa o América.

Recordemos las palabras de Fernando VII en octubre de 1824, después de la intervención militar de la muy poco Santa Alianza que liquidó las esperanzas suscitadas por el Trienio liberal:

“Con el fin de que desaparezca del suelo español hasta la más remota idea de que la soberanía resida en otro que en mi real persona; con el justo fin de que mis pueblos conozcan que jamás entraré en la más pequeña alteración de las leyes fundamentales de esta monarquía, dispongo que …”, etcétera. ¿Qué efecto podía surtir dicho mensaje sino el embrutecimiento de unos y una fervorosa rebeldía política y patriótica, pero sin dimensión estética, de cuantos se oponían a semejantes despropósitos?

La palabra poética nos abandonó. La persistente inclinación nacional por los malos, pero ardorosos poetas, tardó en enmendarse y se convirtió, como dijo un crítico en un acceso de lucidez, “en una nueva forma de calamidad pública”. Es ya hora de que revisemos nuestros esquemas heredados de generación en generación, y dejemos de llamar poesía a lo que no lo es.

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