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Amanda en el país…

Había una vez… una periodista que quería ser ministra. Al menos, ésa era la impresión que daba ella desde su lado del pentágono, a la derecha del conductor, izquierda de la pantalla.

Como quería ser ministra, dice el mismo cuento, tenía que defender al Gobierno. No importa si tenía razón o no: había que hacerlo. Era su misión en esta vida de aventuras periodísticas.

El cuento no lo dice pero, por la experiencia que deja este Gobierno y los anteriores, “Ministro de Comunicación” es aquel que defiende lo indefendible. Como ésa es la misión del Ministro de Comunicación en su triste vida, la periodista de las aventuras hacía bien las tareas.

Todo iba sobre rieles en el pentágono de la ficción, hasta que un día la mesa quedó coja. La periodista dejó entrever que “empezaba ya a cansarse de estar sentada”, así, tal cual se puede leer en las premonitorias líneas iniciales de la obra cumbre de Lewis Carroll la de El país de las maravillas. No podía dejar pasar el tren de las oportunidades.

Encontróse ella pronto de cara al ministerio de sus sueños. Sueños de cuento, de fantasía, nada que ver con la realidad. De mil amores se tomaron muchos de los de su gremio este ingreso triunfal al Ministerio de Comunicación; aunque no faltaron las intrigas (clásicas en el gremio) de que acaso se trataba de la formalización de un matrimonio anunciado, cual susurro en el desierto, ¡a los cinco vientos!

Ya en su nuevo puesto, quiso brillar como en la televisión. Y se esforzó, la periodista. En poco tiempo se la notó preocupada por imponer su sello distintivo, el mismo que a lo largo de su carrera le había granjeado prestigio, el mismo que últimamente la mostrara defendiendo lo indefendible.

Para ser Ministro de Comunicación, recuérdese el cuento, hay que hacer las tareas. Lo cual implica aprenderse bien la letra de la misión: “Defender lo indefendible”. La periodista es una estupenda ministra. He aquí un extracto de su propia voz, o sea la de su personaje en el guión del Gobierno:        —Creo que cuando una persona asume un cargo público, la privacidad se queda solo en la casa. Fuera de la casa, en cualquier escenario, es público.

El contexto de la frase es, qué duda cabe, el mismo que el de Alicia en el país de las maravillas, capítulo primero, cuando la muchacha se topa con el Conejo Blanco y se introduce repentinamente en un mundo de absurdos. Escribe Lewis Carroll: —¡Vaya! —pensó Alicia. ¡Después de una caída como ésta, rodar por las escaleras me parecerá algo sin importancia! ¡Qué valiente me encontrarán todos!

Valiente se muestra también la ministra periodista cuando, dentro del guión gubernamental, opina del espionaje a una diputada y afirma lo de la privacidad fuera de casa. Hay que entenderla. Debe mantener su puesto. Abrir los ojos, no se le permite. No forma parte de su misión. Jamás se enterará ella, como buena Ministra de Comunicación, que la privacidad de una persona no se circunscribe a un espacio físico; de lo contrario, bajo su “morador” criterio, nadie podría exigirla, por ejemplo, en un motel.

Por esos afanes de la moderna intertextualidad, los cuentos se superponen y las protagonistas parecen ser una sola y las preguntas quedan flotando en el aire tras el vendaval de pasiones expresadas, por supuesto, en secreto, al más puro estilo del chisme periodístico: ¿Hace falta resignar en sensatez sólo por ser consecuente con una causa? ¿Será esta la frutilla del postre servido en la ya emblemática mesa que, con la salida de la protagonista, se quedó cuadrada? Cómo, ¿no entendió lo de la cuadrada? No se pierda el próximo capítulo de: “Amanda, en el país…”. Pura ficción.