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Conciliar, ¿para qué?

El miércoles, oí a mi amigo Jimmy Iturri repetir en ATB una frase que muchas veces se ha dicho en Bolivia: “Acá llegamos al límite y entonces solucionamos.” Pareciera que ésa es la filosofía ineludible que está en la base de todos los conflictos del país. Gobernantes y gobernados, poder y oposición, afectos y desafectos la han seguido fatalmente. En los últimos 30 años de democracia, llegar “al extremo” ha sido consustancial con la actuación política nacional: la victoria de aquel que más aguante la presión.

Lo fue cuando la Marcha por la Vida contra el 21060: el Gobierno fue el que más aguantó la arremetida popular (y les ganó la mano con un as imprevisto: las compensaciones a los mineros por el cierre de operaciones). Lo fue durante las protestas generalizadas de 2000: el Gobierno empezó a ceder a todos los pedidos (y sólo “ganó” con otro imprevisto: la enfermedad del mandatario Banzer y su renuncia).

Lo fue en febrero de 2003: el Gobierno retrocedió en las medidas económicas que había tomado (y no ganó nadie; en realidad, fue una medición de fuerzas). Lo fue en octubre de 2003: el Gobierno fracasó y dimitió, porque se dilató en tomar decisiones que no quería (por soberbia y mal cálculo) y el Presidente huyó. Sirvieron las lecciones de febrero: El país estuvo al borde de la ruptura.

Lo fue en diciembre de 2010: a pesar de que un escaso año antes el Gobierno obtuvo el mayor baño de apoyo en las elecciones, el retroceso tuvo que ser violento ante la imprevisible protesta popular (por imprevisión). Como en 2003, una demora en derogar las medidas del gasolinazo hubieran llevado a una crisis social.

De 2010 a hoy, los conflictos han aumentado vertiginosamente en Bolivia y la mayoría de la población espera que crezcan más. Frente a un Estado con más gastos y menos recursos (muchos compromisos asumidos y sin el apoyo venezolano), se han reproducido vertiginosamente y, cada vez más, se han solapado reclamos diversos en un único, generando más fuerza de confrontación.

Frente a ello, han faltado diálogos desarmados de decisiones preconcebidas. El más común error que alimenta las crisis: el negar que las haya, ha sido diario en discursos. Y el segundo: el encontrar fantasmas, también. Sin un desarme de preconceptos “fatales” y un diálogo que no busque derrotados, no alcanzaremos la paz social que demandaba Bolívar. No hay necesidad del éxito “absoluto” porque ése, de lograrse, será como la victoria de Pirro de Epiro en Asculum: un desastre.

Para conciliar los extremos y no terminar más allá del límite de gobernabilidad de mi amigo Jimmy, no es necesario aventar nuevas fuerzas que los exacerben. Quizás, como mencionó Abraham Lincoln, es el momento “en que lo mejor que pueden hacer [los políticos] es no despegar los labios”.