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Conflictos y cuentos

A propósito de las recientes protestas sociales se abrió un curioso e interesante debate acerca de la conflictividad en el país. Dejo de lado la peculiaridad de la episódica alianza entre obreros y médicos en los festejos del 1 de mayo con irónicas discrepancias en torno al valor (histórico) de las ocho horas; y eventualmente ignoro el atuendo de ninjas blanqueados de los estudiantes de medicina que remozaron (algo es algo) la estética de las marchas y los bloqueos, aparte de mostrar con el uso de barbijos una (tradicional) capacidad de prevención, no del conflicto, sino de los efectos lacrimógenos de los inevitables gases policiales. Con mayor razón desdeño aquella patética caracterización de La Paz como una “ciudad mártir” por parte de una radioemisora que, también, cuenta en sus filas con un periodista deportivo que relata los partidos anunciando que en el estadio impera un “silencio mustio” (otra redundancia). En fin, una descripción fenomenológica de las protestas llenaría varias páginas y sería mucho más divertida que un debate curioso e interesante, empero nos ocuparemos de eso debido a este asunto de los conflictos.

Curioso —el debate, no el conflicto— porque la mayoría de las opiniones se resumen en asertos que se asemejan al descubrimiento del agua tibia. A manera de ejercicio didascálico intento sintetizar esos sesudos aportes en orden de importancia (no sé si ese orden es por reiteración mediática o profundidad analítica). Así, según analistas y políticos —y los híbridos que tienen ambas caretas—, el conflicto es intrínseco a la sociedad puesto que la sociedad es así (nomás) o no es. Luego, los conflictos son el motor de la historia tal como antes la mentada lucha de clases (ahora las protestas se emiten en horario estelar de Tv y, si corre sangre, los eventos salen en vivo y directo). Finalmente, la conflictividad expresa las disputas por la renta estatal, puesto que la gente que se lanza a las calles forma parte de grupos corporativistas que disimulan su cálculo racional recibiendo las fichas que controlan su asistencia (pero no controlan su beligerancia).

A propósito, la beligerancia tiene incentivos de otra índole, más afines a la cultura política autoritaria que caracteriza el comportamiento de una sociedad acostumbrada al desapego a las normas, etc. (esa es otra veta explicativa que se apoya, más bien, en los prejuicios del “pueblo enfermo”).

También es interesante —el debate, aunque menos que la conflictividad— porque salen a relucir las típicas disputas interpretativas entre los análisis que esgrimen datos cuantitativos y aquellas opiniones que hacen énfasis en lo cualitativo. La versión “cuanti” más raquítica y ofensiva (no porque sea provocativa sino porque ofende) es aquella que se refugia en una esquina del ring y lanza un gancho al hígado sosteniendo que, en promedio, hace una década los conflictos eran 100, en la actualidad son más de 1.000, y en la dictadura (sic) apenas llegaban a la media docena (ojo, el uso del promedio no es por sutileza estadística, es para facilitar una mirada comparativa que induce a la ceguera). La versión “cuali” hace un amague de cintura y se apoya en las cuerdas para lanzar un directo a la mandíbula con el recurso retórico de la distinción entre “temperatura” y “sensación térmica” que antaño se utilizaba para relativizar la crisis económica y ahora se usa para culpar a las “fuerzas” de la oposición. Así, algunos analistas/oficialistas minimizan las protestas para esquivar su comprensión, mientras sus colegas/detractores siguen contando y contando.