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Inseguridad ciudadana

Algún teórico macabro sostiene que la delincuencia sustituye a la revolución. No. De ninguna manera. Sin embargo, yo sí admitiría un dato de experiencia: que una parte de la delincuencia es el fruto maldito de las guerras. Trataré de explicar. En tiempos lejanos de mi vida, estuve cerca de la guerra civil española y de la Segunda Guerra Mundial.

Decían entonces que la desmovilización de la tropa que había luchado en los frentes de batalla matando sin piedad a los enemigos (que no eran los suyos, sino de los políticos que no supieron o no quisieron negociar antes que pelear), decían que algunos de los desmovilizados que no lograban su reinserción a la sociedad normal optaban por correr una vida de aventura, y caían en la telaraña de la delincuencia. Excombatientes, quizás condecorados por actos heroicos, pero sin ningún oficio ni beneficio para ganarse la vida honradamente, terminaron engrosando la legión de mendigos irredimibles o delincuentes consuetudinarios.

Estos efectos se registraron con mayor gravedad en la Guerra de Vietnam. No pocos  soldados descubrieron los estupefacientes en aquellas tierras asiáticas y abusaron de ellos en los momentos de asueto, pero también para lanzarse al combate con mayor furia y desprecio a la vida.

De ahí que, consumada la derrota, volvieron a su tierra y no pudieron desprenderse de los efectos devastadores de la droga. Ni los programas de asistencia de los gobiernos, de las iglesias o de diversas obras benéficas conseguían salvar a esos pobres hombres —mujeres también— de la degradación física y moral. Los he visto tambalearse, blasfemar y pelear en barrios degradados como el Bowery de Nueva York.

Hasta aquí unos hechos registrados lejos de nuestras fronteras. Y dejo establecido que la falta de seguridad ciudadana es mucho más grave en otros países. Pero lo que realmente nos preocupa es el aumento de la delincuencia en nuestras ciudades. Aparecieron los “camellos” vendiendo droga a las puertas de los colegios, y los “cogoteros” que estrangulan a su víctima por robarle su teléfono celular, periodistas en peligro constante de ser agredidos y asesinados. Y así un luctuoso y largo etcétera.

Sin pretender competir con los criminólogos, me atrevo a señalar las que estimo son las principales causas u ocasiones del aumento de la criminalidad. La pobreza y la falta de empleo son factores de primera importancia, pero no los únicos. Se agregan otros tan degradantes como la relajación en las costumbres, incluidos el alcoholismo y la droga desde temprana edad, el crecimiento de las zonas marginales de las ciudades, privadas de los más elementales servicios de educación, la profunda crisis de la familia, el pansexualismo que destruye los valores éticos y morales, el tráfico de personas, la pornografía, la violencia, la ausencia de servicios de acogida y orientación a los más necesitados.

Pues bien, éstos y otros factores de disolución social que preocupan a la gente de bien, caen fuera de las preocupaciones de los gobernantes, más ocupados en lucrar del poder, deprisa, deprisa, en pelearse entre sí y en perseguir a los adversarios políticos, que en prevenir la proliferación de los delitos comunes que atentan contra la seguridad ciudadana.