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Praga en primavera

Fue realmente Augusto Chueco Céspedes quien dijo que si Kafka hubiese nacido en Bolivia, hubiera sido un escritor costumbrista? No estoy tan seguro. Pero llegar a la plaza que lleva su nombre en el centro histórico de Praga no es difícil, como tampoco lo es tomarse un trago en el Café “Metamorfosis”.

Los primeros días de mayo de 2012 fueron un regalo solar en que los tempranos inventos de la primavera reflejaban una mágica luminosidad para mostrar los perfiles de decenas de iglesias, las suntuosas fachadas de los barrocos palacetes que bordean las riveras del Moldava o el famoso puente de Saint Charles, ostentando las agobiadas estatuas de santos y de diablos sobrevivientes de los antiguos reinos de Moravia y de Bohemia.

Recorrer los anchos bulevares y los estrechos recovecos que unen prodigiosos laberintos nos envuelven en repentino romanticismo para recordar las líneas fulgurosas de Milán Kundera en su Nesnesitelná Lehkost Byti, que trata del amor y de la liviandad del ser como sujeto del enamoramiento que, según Ortega, es “un estado de imbecilidad transitoria”.

Tampoco escapan a la memoria los relatos kafkianos acerca del castillo que vigila la ciudad desde una colina, lo que fue —en su tiempo— un enclave de privilegios y de abusos tan caros a los señores que moraban en esa fortaleza. Serpentear los empedrados que conducen a la catedral interior posibilita descubrir los catafalcos de plata maciza extraída del subsuelo checo. Ello nos confirma que el poder económico de los reinos, condados y ducados que antecedieron a la hoy llamada República Checa tuvo como base la explotación y comercio de ese noble metal, antes que el argentífero saqueado de Potosí le hiciera competencia en los mercados de consumo europeo.

Un guía espontáneo nos arrastró casi de la mano por los íntimos jardines reales, que otrora era el coto de caza privativo del monarca, para afinar su puntería y coleccionar la cabeza de sus propios venados.

Cada calle, cada esquina de la Praga antigua obsequia a la pupila filigranas policromas que parecen tortas acarameladas. Balcones bordados sobre piedra bruta; esculturas de pulposas cariátides, que asoman sus caderas por encima de los marcos de puertas centenarias; fachadas matizadas de amarillos discretos, de delicados celestes, de grises tenues o de blancos inmaculados son parte de la fiesta ocular. Y, al medio de semejante entorno edulcorado, ¿cómo explicar la tenebrosa imaginación de Franz Kafka?

Visitar otra vez Praga, después de la larga pesadilla soviética, impone repasar la Historia y tratar de comprender la resignación del pueblo checo durante más de 40 años de hegemonía rusa. Por ello, cuando Alexandre Dubsec protagonizó su revolución de terciopelo en 1968, apodada Primavera de Praga, ésta fue aplastada sin escrúpulo alguno por los pesados tanques bolcheviques.

Hoy, el país luce una juventud gallarda. Chicas con la sonrisa en labios rosados y pantorrillas musculosas que sostienen la cadencia de sus vaivenes. Idioma endiablado y falta de signos y de nomenclatura callejera, otra que los caracteres alfabéticos nacionales, complican la vida del  viajero poco avisado.

Por otra parte, la inefable globalización ha expandido la fiebre de franquicias de la detestable comida rápida y ahora resulta una hazaña encontrar un buen goulash debido al asedio publicitario de un bosque agresivo de McDonald’s, pollos KFC, profusión de pizzas y de Starbucks. La partición natural de la nación artificial entre la República Checa y Eslovaquia (con su capital Bratislava) ha sublimado en aquella la identidad nacional, y la vanidad de poseer en Praga la ciudad más bella de la Europa central.