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Romney: matonismo y memoria

Es terrible ser una víctima, pero mucho peor es convertir a otro ser humano en víctima

/ 26 de mayo de 2012 / 05:07

Cuando supe que Mitt Romney había llevado a cabo, a los 18 años, actos de matonismo contra un compañero de curso, lo primero que me vino a la memoria, como seguramente le sucedió a muchos otros lectores de la noticia, fueron mis propias experiencias con este tipo de asalto, como víctima y también como practicante. Ninguna de ellas alcanzó la brutalidad con que obró el presunto candidato presidencial republicano, pero abren una eventual ventana sobre este tipo de incidente, la posibilidad de entender quizás sus alcances.

Fue en 1953 y en Nueva York que adquirí, a los 11 años de edad, conciencia de lo que significa el bullying, palabra de moda ahora en Estados Unidos para denunciar las agresiones malignas que sufren jóvenes de sus semejantes en los lugares públicos. En ese entonces, sin embargo, tales embestidas eran consideradas naturales, y quienes recibían el maltrato debían, muy simplemente, aguantar, y jamás protestar ni menos avisar a las autoridades acerca de esa especie de ataque.

Así que aguanté, qué le iba a hacer. No le conté a nadie que en Dalton, el colegio particular y exclusivo en Manhattan al que me había trasladado cuando nos mudamos después de cinco años en Queens, era yo el objeto de constantes arremetidas de parte de una pandilla de compañeros de curso. Por suerte no fueron asaltos físicos (esos vendrían más tarde, en Chile), pero las palabras (acompañadas de empujones y codazos y acorralamientos) pueden herir más que un puñetazo o una cachetada. Creo que lo que más me dolía era sentirme extranjero, que no se me recibiera como un miembro ordinario y normal del grupo. Porque era, en efecto, extranjero. Aunque mi inglés era perfecto, sabían aquellos muchachos que había nacido yo en la Argentina y de las simpatías de mi padre por el comunismo; y enemigo, en consecuencia, del pueblo norteamericano. Y por cierto que a los machitos que me perseguían no les gustaba mi personalidad desbordante de energía e ideas estrafalarias, mis aspavientos y jactancias, mis oscilaciones entre la sonrisa gregaria y la introspección artística.

El peor de todos era un chico al que llamaré Johnny. Era el más pequeño de la jauría: pecoso, simpático, regordete, pero agraciado con una lengua de víbora que siempre atinaba qué decir para dar en la herida y echarle sal. Era el más pequeño, digo, y tal vez por eso, una tarde, cuando salí del colegio y me lo topé y me comenzó a insultar y yo me fui por la calle 89 hacia Central Park donde debía tomar el bus de vuelta a casa y él no cejó, continuó detrás de mí, jugando con mi nombre   —no te deberías llamar Vlady, sino que Bloody, o mejor Lady, eres una lady, una mujercita, you’re not a man you’re a lady. Y justo antes de llegar a la esquina, de pronto algo se quebró adentro de mí y me di media vuelta y lo tiré al suelo y me monté encima de él y le apreté los dos brazos contra el pavimento duro de Nueva York y le exigí que se tragara sus palabras, que prometiera nunca más atormentarme. No lo quiso hacer.

Lo tuve ahí largos minutos, acezando de ferocidad, sin aliento los dos, él de espaldas y yo encima de él, incapaz de movernos. Recuerdo una señora que pasó por la calle y que se detuvo por unos instantes, mirándonos, recuerdo su cara de pájaro, sus ojos preocupados detrás de anteojos minúsculos de abuelita, recuerdo que finalmente, sin decir una palabra, siguió su camino. Fue suficiente para que yo me viera como ella me estaba viendo: como un matón, alguien que estaba abrumando a otro ser humano, simplemente porque era más fuerte.

Intenté una última arremetida desesperada. —¿Vas a dejarme tranquilo? —No, me contestó. Johnny sabía que no le iba a hacer daño de verdad. Sabía que, en el fondo y también, por qué no reconocerlo, en la superficie de mi ser, era yo un chico pacífico, de aquellos que tienen el cuidado de sacar de la casa un bicho o una araña para que recorriera en libertad su brevísima vida. Johnny sabía más de mí que yo mismo.

Me levanté, temblando de rabia y vergüenza. Alcancé a espetarle unas amenazas inútiles e idiotas —bueno, ahora te das cuenta lo que te puede pasar si sigues jodiéndome— y me fui a casa, arrastrando mi fracaso y algo más. Porque aprendí en aquella peripecia una lección que nunca se me olvidó: es terrible ser víctima pero mucho peor es convertir a otro ser humano en víctima, mucho peor es perpetrar contra un semejante lo que nos han hecho con alevosía. No sugiero que me haya convertido en santo a los 11 años: quedaban por delante muchas décadas de errores e imperfecciones y furor. Pero la revelación que tuve en esa calle de Nueva York nunca me dejó: fue fundamental, creo, para prepararme para una vida dedicada a la no violencia, una vida que explorara cómo podemos evitar los seres humanos convertirnos en nuestro enemigo.

¿Por qué importa algo de esto para el caso de Mitt Romney? El asalto suyo en contra del joven John Lorber, cortándole el pelo con unas tijeras salvajes mientras un grupo de estudiantes inmovilizaban a su aullante víctima, es muy diferente de lo que yo sufrí y diferente también de lo que le infligí a aquel otro Johnny hace casi 60 años atrás. Se parece más bien al tipo de “lección” que los militares chilenos después del golpe de 1973 le imponían a los jóvenes que llevaban la melena larga. Me acuerdo haber visto a las patrullas trozando con bayonetas los pelos de cualquier joven que tenía el infortunio de parecerse a una mujer. Con mi propia mujer, Angélica, presenciamos cómo esos mismos soldados cercenaban los pantalones de chicas —otro modo de avisarles que en el Chile de Pinochet las mujeres debían llevar faldas y no vestirse como hombres, tal como los hombres debían tener el pelo compuesto y ordenado y rapado para que nadie pensara que eran maricones—. Los sexos separados y distantes, nada de ambigüedad, nada de cruces híbridos o genéricos. Así que no es nada extraño que Romney ejerciera el mismo tipo de adiestramiento en el arte de ser “hombre”. Después de todo, es lo que promete hacer con Irán y cualquier otro pueblo díscolo, es lo que propone hacer con los norteamericanos pobres, recortarles toda ayuda. Ayer, el pelo de los gays. Mañana, los pelos del presupuesto. Eso no es una novedad, así que no me perturba especialmente.

Lo que me perturba es otra cosa, algo más crucial. A mí no se me ha olvidado lo que pasó sobre ese pavimento de la ciudad remota de Nueva York. Me vuelve a la memoria una y otra vez la cólera mía, el cuerpo de Johnny indefenso, la señora que me miró y me devolvió la razón, la certeza de que no se puede combatir a los matones transformándome en uno de ellos. Quisiera encontrar un día a Johnny para decírselo. Romney dice no recordar el incidente. Eso es lo más grave. Es probable que de veras no lo recuerde. Eso es lo más grave.

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A 50 años del golpe de Augusto Pinochet

El pasado y el presente del país trasandino desde la mirada del celebrado escritor y académico.

Fotografía del exdictador de Chile Augusto Pinochet tomada el 11 de septiembre de 1997

Por Ariel Dorfman

/ 17 de septiembre de 2023 / 06:49

Dibujo Libre

Durante 50 años he estado de luto por la muerte del presidente de Chile, Salvador Allende, quien fue derrocado mediante un golpe de estado la mañana del 11 de septiembre de 1973. Durante 50 años he estado de luto por su muerte y las muchas muertes que siguieron: la ejecución y desaparición de mis amigos y de muchas más mujeres y hombres desconocidos con quienes marché por las calles de Santiago en defensa del Sr. Allende y su intento sin precedentes de construir una sociedad socialista sin derramamiento de sangre.

Puedo señalar el momento en que me di cuenta de que nuestra revolución pacífica había fracasado. Fue temprano en la mañana del golpe en la capital del país, cuando escuché el anuncio de que una junta encabezada por el general Augusto Pinochet ahora tenía el control de Chile. Más tarde esa noche, acurrucado en una casa segura, y ya siendo perseguido por los nuevos gobernantes de Chile, escuché una transmisión de radio que Allende había sido encontrado muerto en La Moneda, el palacio presidencial y sede del gobierno, después de que las fuerzas armadas lo bombardearan. y lo asaltó con tanques y tropas.

Mi primera reacción fue pavor. Miedo por lo que podría pasarme a mí, a mi familia y amigos, miedo a lo que estaba por pasarle a mi país. Y luego me invadió una pena que nunca desapareció del todo de mi corazón. Se nos había dado una oportunidad única y luminosa de cambiar la historia: un gobierno de izquierda elegido democráticamente en América Latina que iba a ser una inspiración para el mundo. Y luego lo arruinamos.

El general Pinochet no sólo acabó con nuestros sueños; marcó el comienzo de una era de brutales violaciones de derechos humanos. Durante su régimen militar, de 1973 a 1990, más de 40.000 personas fueron sometidas a torturas físicas y psicológicas. Cientos de miles de chilenos (opositores políticos, críticos independientes o civiles inocentes sospechosos de tener vínculos con ellos) fueron encarcelados, asesinados, perseguidos o exiliados. Más de mil hombres y mujeres siguen entre los desaparecidos, sin funerales ni tumbas.

La forma en que nuestra nación recuerda, 50 años después, el trauma histórico de nuestro pasado común no podría ser más importante de lo que lo es ahora, cuando la tentación de un gobierno autoritario está una vez más en aumento entre los chilenos, como lo es, por supuesto, en todo el mundo. mundo. Muchos conservadores en Chile sostienen hoy que el golpe de 1973 fue una corrección necesaria. Detrás de su justificación se esconde una peligrosa nostalgia por un hombre fuerte que supuestamente abordará los problemas de nuestro tiempo imponiendo orden, aplastando la disidencia y restaurando algún tipo de identidad nacional mítica.

Hoy, cuando alrededor del 70 por ciento de la población ni siquiera había nacido en el momento de la toma del poder militar, es fundamental que tanto en Chile como en el resto del mundo recordemos las terribles consecuencias de recurrir a la violencia para resolver nuestros dilemas y caer en la división en lugar de luchar por la solidaridad, el diálogo y la compasión.

Hace cincuenta años, tan pronto como escuché el nombre de Augusto Pinochet, supe que estábamos condenados. Allende había confiado en el general Pinochet, jefe del ejército chileno, como el único oficial con el que podíamos contar para apoyar la Constitución y detener cualquier golpe de estado. Hablé brevemente con el general apenas una semana antes. Yo estaba trabajando en La Moneda como asesor cultural y de medios del jefe de gabinete del Sr. Allende. Con frecuencia contestaba los teléfonos, y casualmente contesté cuando llamó el general Pinochet, diciendo con su voz ronca y nasal que pronto gritaría las órdenes de destruir la democracia que había jurado defender.

Chile me había fascinado desde que llegué al país cuando tenía 12 años, nací en Argentina y crecí en Estados Unidos. A medida que crecí, lo que se volvió central en mi amor por el país fue la emoción de vivir en una nación con una democracia de larga data y un movimiento de liberación nacional nacido de las luchas de generaciones de trabajadores e intelectuales, con la figura carismática del Sr. Allende. abriendo el camino hacia un futuro que no dependiera de la explotación de muchos por unos pocos.

Eso no fue sólo un sueño. Cuando nuestro líder ganó las elecciones nacionales en 1970, su coalición de partidos de izquierda puso en práctica una serie de políticas que comenzaron a liberar a Chile de su dependencia de las corporaciones extranjeras y la oligarquía local. Es difícil describir la alegría, tanto personal como colectiva, que acompañó esta certeza de que la gente corriente era la protagonista de la historia, de que no teníamos que aceptar el mundo tal como lo habíamos encontrado.

Pero lo que para nosotros era una oportunidad radiante, había parecido una amenaza para varios de nuestros compatriotas que vieron nuestra revolución como un asalto arrogante a sus identidades y tradiciones más profundas. Esto era especialmente cierto para aquellos que consideraban sus propiedades y privilegios como parte de un orden natural y eterno. Estos antiguos propietarios de la riqueza de Chile, con el apoyo de la Casa Blanca del presidente Richard Nixon y la CIA, conspiraron para sabotear el gobierno de Allende.

No hubo luto entre los ricos y poderosos esa noche del 11 de septiembre. Estaban celebrando que Chile había sido salvado de lo que temían que se convirtiera en otra Cuba, un estado totalitario que los borraría del país que reclamaban como su feudo. El abismo que se abrió ese día entre las víctimas y los beneficiarios del golpe persiste, muchos años después del restablecimiento de la democracia en 1990.

Desde entonces ha habido algunos avances en la creación de un consenso nacional de que las atrocidades de la dictadura nunca más deben ser toleradas. Pero hoy la derecha radical de Chile y más de un tercio de los chilenos han expresado su aprobación al régimen de Pinochet.

Por lo tanto, no se ha alcanzado ningún consenso sobre el golpe en sí, a pesar de los esfuerzos del actual presidente de Chile, Gabriel Boric. Con sólo 37 años, es un admirador de Allende que intentó que todos los partidos políticos firmaran una declaración conjunta que declaraba que bajo ninguna circunstancia se puede justificar una toma militar del poder. La semana pasada, los partidos de derecha se negaron a firmar la declaración.

También puede leer: Policía halla pistola de Augusto Pinochet durante operativo antidrogas en Chile

El líder de derecha José Antonio Kast, una especie de Trump de los Andes, favorito para ganar la presidencia en 2025, es un abierto partidario del legado del dictador. Se niega, como un número alarmante de sus devotos, a condenar lo ocurrido el 11 de septiembre de 1973. Insisten en la tesis de que, por lamentables que hayan sido los abusos resultantes, las fuerzas armadas no tuvieron otra alternativa que levantarse para para salvar a Chile del socialismo.

Quizás muchos jóvenes chilenos se encojan de hombros y piensen que esto es simplemente otra disputa política que tiene poco impacto en la larga lista de problemas que enfrentan hoy: crimen y migración al país; una crisis económica y climática; atención sanitaria, educación pensiones inadecuadas; una revuelta de comunidades indígenas en el sur del país. Pero necesitamos encontrar una manera de forjar una comprensión compartida de nuestro pasado para que podamos comenzar a crear una visión compartida de Chile para los muchos mañanas que nos esperan.

En este momento de confusión y polarización, ¿qué tipo de guía puedo yo, un chileno que vivió esta historia, ofrecer a las generaciones más jóvenes mientras luchan por recordar este día? ¿Cómo podemos animarlos a seguir trabajando por un futuro en el que sea posible para todos los chilenos –o casi todos– decir con fervor “nunca más”?

Ofrezco una palabra: seguimos.

Seguimos.

Seguimos. No flaqueamos. No nos desanimaremos.

Es una de las palabras favoritas del señor Boric. También es una actitud que Allende inmortalizó en su último discurso desde La Moneda mientras se preparaba para morir. Le dijo al pueblo de Chile que pronto “el metal tranquilo de mi voz no os llegará. No importa. Seguirás escuchándome. Siempre estaré a tu lado”.

Seguimos, para que Chile, a pesar de todo lo que ha sufrido, quizás por lo que ha sufrido, pueda perseverar en el camino hacia la justicia y la dignidad para todos. Y seguimos, para que los jóvenes chilenos de hoy no pasen el resto de sus vidas de luto, lamentándose de lo que pudo haber sido.

(*)Ariel Dorfman es escritor

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‘Je suis’ Pepone y Rodolfo y Regina

Durante la última década, una lenta masacre de periodistas ha venido asolando, infectando, corrompiendo Latinoamérica, un asedio casi invisible contra la libertad de información. No se trata de incidentes tan espectaculares ni dramáticos como el de Charlie Hebdo.

/ 25 de enero de 2015 / 04:00

No hace mucho, acá en Santiago de Chile, no lejos de la casa en que vivo parte del año con mi mujer Angélica, periodistas y escritores que se atrevían a enfrentar al régimen del general Pinochet fueron sistemáticamente asesinados, sufriendo, muchos de ellos, torturas antes de que los mataran. Entre tantos, recuerdo especialmente a José Carrasco (lo llamábamos Pepone) quien fuera alumno mío en la universidad, luego amigo y compañero de revolución y exilio y, ya de vuelta en Chile, redactor de Análisis, una revista semiclandestina que publicaba frecuentemente artículos satíricos, semejantes a algunos que se suelen leer en Charlie Hebdo. La policía secreta vino por Pepone justo antes del amanecer del 8 de septiembre de 1986. Le advirtieron que no se molestara en ponerse los zapatos. No iban a hacerle falta, dijeron. Unas horas más tarde apareció su cadáver acribillado a balazos.

REPRESIÓN. Otro mártir de tantos que, sí, efectivamente, en forma aterradora y familiar pueblan América Latina. Al otro lado de los Andes, en la vecina Argentina, centenares de autores, intelectuales y trabajadores de los medios fueron detenidos por escuadrones de la muerte, desapareciendo para siempre. Ante la necesidad de singularizar aquella tragedia en una persona, me quedo con el nombre de Rodolfo Walsh. El 5 de marzo de 1977, Walsh, uno de los grandes escritores argentinos, fundador del periodismo testimonial del continente, fue emboscado y secuestrado por un comando militar. Justo el día anterior le había enviado a la Junta que malgobernaba su país, una Carta Abierta, provocadora, insultante, mordaz, denunciando no solo los abusos a los derechos humanos, sino también la política económica neoliberal que hambreaba a su pueblo. Su cuerpo hasta hoy sigue desaparecido. Aquella Carta Abierta recuerda el tono audaz e irreverente que se encuentra en las páginas de Charlie Hebdo.

Tanto Chile como Argentina, por cierto, como muchos otros países latinoamericanos que aguantaron despiadadas dictaduras —Uruguay, Paraguay, Perú, Brasil, Bolivia, Haití, El Salvador— son ahora democracias donde los trabajadores de la prensa pueden llevar a cabo sus labores sin temer, por lo general, el golpe en la puerta, el cuchillo en la garganta, la zanja a la medianoche.

Y, sin embargo, durante la última década una lenta masacre de periodistas ha venido asolando, infectando, corrompiendo Latinoamérica, un asedio casi invisible contra la libertad de información. No se trata de incidentes tan espectaculares ni dramáticos como el de Charlie Hebdo, ni se inserta en el contexto de los conflictos suscitados por una pequeña minoría de fanáticos islámicos; pero estamos presenciando, de todas maneras, una agresión incesante y desmedida y metódica. Los casos más pavorosos se concentran en Honduras, Guatemala y México. Tomemos el mes de agosto de 2013: tres periodistas guatemaltecos fueron muertos a tiros, incluyendo a Luis de Jesús Lima, una prominente personalidad de la radio que discutía en sus programas asuntos controversiales. Y México: entre las decenas de trabajadores de la prensa recientemente ultimados, se presenta la figura señera de Regina Martínez, corresponsal en Veracruz de la revista Proceso. Una pandilla entró a su casa, la golpeó brutalmente para enseguida estrangularla. Qué coincidencia: ella había estado investigando los lazos entre los narcos y los políticos de Veracruz. Y Honduras, el lugar más peligroso del mundo para ejercer la profesión de periodista. El 9 de marzo de 2012, Alfredo Villatoro, que tenía un programa radial de gran sintonía, fue secuestrado en Tegucigalpa. Seis días más tarde su cuerpo apareció con una bala en la cabeza. Estaba vestido con ropa militar, su cara cubierta con un siniestro pañuelo rojo. Las amenazas de muerte que había recibido desde hace meses finalmente se volvieron realidad. El mundo, básicamente, ha ignorado estos atentados.

DESCONFIANZA. Tiendo, para decir la verdad, a desconfiar de la frase que corrientemente se usa para expresar nuestra identificación con los perseguidos: I am Salman Rushdie, Je suis Charlie, Todos somos Ayotzinapa, si bien muchas veces firmo denuncias que ostentan palabras similares. Claramente, hay algo conmovedor en el hecho de sentirse uno parte de millones que, desde todos los continentes, demuestran su solidaridad con las víctimas del terror. Pero tal reacción lingüística suele ser un tantico fácil y cómoda. No somos, todos nosotros, Charlie. No estuvimos de veras a su lado cuando arribaron los homicidas ni los vamos a proteger con nuestros cuerpos. Y muchos de aquellos que recitan esas palabras, Je suis, Je suis, especialmente si son autoridades del Gobierno o miembros de las fuerzas de seguridad, no exhibieron ayer la tolerancia que proclaman hoy con tanto fervor. Aun así, importa, sin duda, que quienes no enfrentan ningún peligro inmediato hagan saber al mundo —y especialmente a aquellos que pretenden volver a asesinar mañana— que no vamos a dejarnos amedrentar ni permitir que el miedo y el silencio ejerzan su dominio letal.

Y tal vez, después de todo, el grito de Je suis Charlie se justifica en este caso debido a que el ataque a esa revista satírica parisina fue particularmente salvaje y masivo y, por cierto, institucional. Se quiso mandar un mensaje a toda la sociedad y tiene sentido, por lo tanto, que toda la sociedad, la francesa y más allá de sus fronteras, afirme en forma pública y colectiva nuestro dolor y nuestro coraje.

No obstante lo cual, visto desde Santiago de Chile, desde la perspectiva de una América Latina donde los colegas mexicanos y guatemaltecos y hondureños de Charlie Hebdo mueren a mansalva en este mismo momento sin que nadie se fije, es urgente preguntarse por qué las calles de nuestro desafortunado planeta no se llenan de cientos de miles de ciudadanos que declaran Je suis Alfredo Villatoro, Je suis Regina Martínez, Je suis Luis de Jesús Luna. ¿Por qué tan pocos pensaron siquiera en gritar, Je suis Rodolfo Walsh? ¿Por qué millones no advirtieron que ellos eran José Carrasco, Je suis Pepone?

Palabras como éstas no habrán de detener, probablemente, horrores futuros. Parecen inevitables en un mundo enloquecido por el fanatismo y el odio. Pero por lo menos aquellos que casi anónimamente, en rincones remotos del mundo, lejos de los Champs Elysées (Campos Elíseos) y las luces fulgurantes de los medios, continúan levantando la voz contra la estupidez y la opresión, podrán sentirse quizás un poco menos solos.

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