Voces

Sunday 4 Jun 2023 | Actualizado a 23:25 PM

Labores de casa

Las que tienen un trabajo formal no dejan de realizar, además, sus propias ‘labores de casa’

/ 27 de mayo de 2012 / 04:04

Seamos claros: no existen mamás que no trabajan. Las mujeres que tienen escrito “labores de casa” en la categoría “ocupación” de su carnet de identidad son las más ocupadas. Y las que tienen un trabajo de ocho, diez o 12 horas diarias en una oficina, una tienda, un mercado, las calles de la ciudad o la cocina de otra familia no por eso dejan de realizar —además— sus propias “labores de casa”.

Tal vez todavía subsiste esa categoría en el carnet porque en otra época ser mamá y ser ama de casa eran una única y misma cosa. Hoy las madres son senadoras, gremiales, ingenieras, ministras, obreras, contrabandistas, maestras, artistas, reporteras, filósofas, cocineras… y también son amas de casa después y antes de sus horas de trabajo. ¿Será ese un triunfo de la lucha por la igualdad de oportunidades, o una nueva trampa de la sociedad patriarcal para obligarnos a hacer doble y triple labor por la misma paga?

Yo creo que, a pesar de lo pesado de la carga, es un avance el que por ser mamás no tengamos que necesariamente dejar de ser personas: seres con nombres, con aspiraciones, con responsabilidades, con voluntades y proyectos, y profesiones y vidas que van más allá de las labores de casa.

Y no es que tenga algo en contra de la sana costumbre maternal de cocinar, lavar, planchar, limpiar, hacer las compras, llevar la basura, ayudar a los hijos en las tareas, recordar los jarabes y los disfraces y las manualidades, pagar las cuentas, poner curitas a las heridas y remendar los corazones rotos y no dormir el sábado hasta que el hijo llegue a la casa sano y salvo. Tengo claro que ésas son las labores de casa que alguien debe hacer para que una familia exista. Lo que me gustaría es que no seamos siempre y sólo las mamás las que llevemos adelante esas pesadas, dulces, ennoblecedoras e imprescindibles tareas. Ya que la casa la comparte toda la familia, sus labores (con sus cansancios y sus satisfacciones) deberían ser también compartidas.

Lo triste es que hay muchas, demasiadas, mamás que a pesar de haberse pasado la vida trabajando por y para su familia, cuando ya están ancianas y cansadas no reciben ningún tipo de beneficio de la sociedad que han sostenido con su silenciosa labor cotidiana. No hay jubilación para la ocupación “ama de casa”, oficialmente reconocida en el carnet y en la legislación boliviana.

Quizás algún día se deje de escribir “labores de casa” en el carnet como ocupación de una sola persona, casi siempre la mujer y la mamá de la casa. Quizás algún día el compromiso cotidiano con el bienestar de los que amamos deje de llamarse “labores de casa” y se llame “labores de familia”. Mientras tanto, te doy una sugerencia de regalo para el día de la madre: comparte con tu mamá, con tu esposa, con tu compañera las “labores de casa”.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Impunidad

/ 21 de mayo de 2023 / 06:00

Siete de cada 10 mujeres en Bolivia han sufrido alguna vez de violencia sexual. Cada año 14.000 mujeres denuncian una violación, lo que podría pensarse equivale a 38 violaciones cada día. Pero no es así: La verdadera dimensión de esta tragedia no la conocemos, ya que la mayor parte de las agresiones sexuales no llegan a ser denunciadas.

Hay otros datos que, yuxtapuestos a los anteriores, tal vez nos ayuden a aproximarnos al verdadero número de violaciones que efectivamente suceden, aunque no se denuncien. Cada año la red de hospitales públicos de Bolivia atiende a 27.000 mujeres por complicaciones de abortos incompletos, lo que podría pensarse equivale a 74 abortos cada día. Pero no es así: estudios conservadores proyectan un mínimo de 70.000 abortos anuales.

Ya escucho las protestas de quienes arguyen que no todas las mujeres que abortan lo hacen porque han sido violadas. Y es cierto. Como también es cierto que el 60% de las violaciones suceden en el interior de la vivienda de la víctima: padres, padrastros, hermanos, padrinos y vecinos son usualmente los violadores, y esa misma condición de cercanía hace que sea más difícil denunciarlos. Y nadie menciona los miles de casos en los que el violador es el marido, quien impone su voluntad sexual sobre su esposa cuando quiere y como quiere, y para colmo le prohíbe el uso de anticonceptivos.

La ley boliviana dice que, si se acude a él como consecuencia de una violación, el aborto es «impune». ¿Impune para quién? ¿para el médico que lo practica? ¿para el sistema legal que debe autorizarlo? Evidentemente es impune para el violador, responsable del embarazo y por tanto del aborto. Pero puedo asegurar que ese aborto no es impune para la víctima de la violación, que debe someter su vida a un horrible escrutinio si es que desea que los canales legales le autoricen ese aborto. No es impune para la mujer que debe someter su cuerpo a una segunda agresión, llamada aborto, a fin de terminar con un embarazo fruto de la violencia. No es impune para la víctima, que debe vivir el resto de su vida con esas dos pesadillas consecutivas. Por eso, en la mayor parte de los casos, las miles de mujeres que han sufrido violencia sexual y deciden abortar no lo harán siguiendo los canales regulares del «aborto impune». Ellas, como todas las demás, acudirán a métodos peligrosos o clínicas clandestinas, siendo una vez más penalizadas, castigadas física y moralmente, algunas veces incluso con la muerte como consecuencia. Pues, a todo esto, lo que queda claro es que en la forma actual de nuestras leyes, la penalización del aborto (incluso en el caso del aborto «impune») es en realidad la penalización de las mujeres.

Y al mismo tiempo, la impunidad es la regla general para una mayoría de violadores. Esta semana hemos sabido de varios que han muerto de ancianos: habiendo recibido homenajes y rodeados de comodidades. El padre Luis María Roma, por ejemplo, fue protegido por la Iglesia aunque se había encontrado evidencia fotográfica de sus múltiples abusos y violaciones a niños y niñas indígenas. “Está tan viejito que ya necesita pañales”, decían quienes recibieron la denuncia y la escondieron bajo el tapete. “Muerto el violador, ya no se puede perseguir los crímenes”, dicen los abogados que defienden al padre Alfonso Pedrajas. “Lo importante no es la pedofilia, sino la necesidad de cariño y ternura” pues los sacerdotes debajo de la sotana “son seres humanos como tú, como yo, como cualquiera”, le dice un periodista a otro comentando el caso. Pobrecitos ellos, que no pueden tener una pareja normal porque su religión se los prohíbe. Por eso violan y abusan a los niños, niñas y jóvenes que tienen a su cargo en instituciones educativas. Y mientras desde los púlpitos los jerarcas piden rezar por ellos, pobrecitos, a quienes “se está estigmatizando injustamente”, las centenares de víctimas de sus crímenes siguen esperando que la impunidad termine: La impunidad del cura violador, la impunidad de la Iglesia encubridora y la impunidad de quienes defienden lo indefendible.

Verónica Córdova es cineasta.

Comparte y opina:

Rabia

/ 7 de mayo de 2023 / 01:18

Hace algunas semanas, la Defensoría del Pueblo compartió unos datos escalofriantes: En Bolivia cada semana 623 niñas y adolescentes llegan a un centro de salud por estar embarazadas. De ellas, 35 son menores de 15 años.

Eso significa que cada día 5 niñas son víctimas de un crimen sexual. La ley boliviana determina que un menor de 16 años no puede legalmente consentir y por tanto quien mantenga una relación sexual con él o ella está cometiendo violación o estupro. En consecuencia, todos esos embarazos son no deseados, todos son de alto riesgo para la salud física y emocional de las niñas que los sufren y deberían derivar en una interrupción legal. Pero eso no sucede. Casi todas esas niñas son forzadas o presionadas a llevar a término su embarazo. Y casi todas ellas vivirán la falta de oportunidades personales y la pobreza, que heredarán a sus guaguas —que son también víctimas de la violencia infringida.

Nadie quiere un aborto, ojalá nadie tuviera que someterse a uno. La única forma de prevenirlo es con educación sexual temprana, integral y honesta —para que las niñas sepan cómo reconocer y evitar el abuso, la violación o el estupro. Para que las y los jóvenes que decidan tener una relación sexual consentida sepan cómo cuidarse para evitar un embarazo no deseado. Para que los chicos sepan desde niños qué es el consentimiento, cuáles son los límites y en qué momento su insistencia puede considerarse abuso, acoso o violencia.

Pero eso no sucede. Y una educación sexual integral y honesta será más difícil de encontrar ahora que los maestros trotskistas y las iglesias conservadoras se han aliado para erradicarla de las escuelas.   

Hace algunos días, el periódico español El País compartió una noticia escalofriante: Durante casi dos décadas, el sacerdote español Alfonso Pedrajas abusó y violó a decenas de niños en el colegio internado Juan XXIII de Cochabamba.

A pesar de que confesó muchas veces sus crímenes (que él llamaba pecados) fue socapado, encubierto y protegido por todos los confesores, superiores, colegas sacerdotes y hasta por el psicólogo que escuchó el recuento detallado de sus abusos. Los exalumnos del colegio declaran, a su vez, que cuando una víctima denunciaba al “Padrecito” era inmediatamente acallado y hasta expulsado de la institución. Tuvo que ser el propio Pedrajas quien se auto-inculpara en un diario de 385 páginas que salió a la luz una década después de su muerte por cáncer de próstata.

Los 85 niños que Pedrajas afirma haber abusado a lo largo de su vida sufrieron la misma indignidad, el mismo dolor y el mismo trauma que las 1.900 niñas violadas cada año en Bolivia. La única ventaja que tuvieron fue que no quedaron embarazados ni fueron forzados a parir y criar a los frutos de esa violencia. Y el cura Pedrajas pudo llegar a viejo sin enfrentar consecuencias porque la gran mayoría de sus víctimas callaron, por temor o por vergüenza.

Una educación sexual temprana, integral y honesta los habría ayudado a reconocer el abuso, la violación o el estupro —y denunciarlo a tiempo. Les habría permitido entender que ningún abuso sexual es culpa de la víctima, que no hay razón para sentir vergüenza, que lo que debe sentirse es rabia: rabia contra el pederasta que abusa de su lugar de poder y confianza entre niños vulnerables; rabia contra una institución que reprime a sus sacerdotes hasta enfermarlos sexualmente, para luego encubrirlos y protegerlos cuando cometen atrocidades; y rabia contra los ignorantes que se oponen a que nuestros niños aprendan en la escuela cómo reconocer y defenderse de los abusos sexuales.

Verónica Córdova es cineasta.

Comparte y opina:

In-certidumbres

/ 23 de abril de 2023 / 01:12

Las personas necesitamos certezas para vivir, más de lo que necesitamos muchas otras cosas. Las certezas empiezan en pequeño, con un radio de algunos centímetros alrededor de nuestros cuerpos: por la noche, al acostarnos, tenemos la singular certeza de que vamos a despertar mañana para comenzar otro día como el que estamos terminando. El reloj, el calendario, las estaciones y los ciclos nos ayudan a consolidar esa certeza de que estamos vivos y por tanto podemos desear, planear y (con suerte) alcanzar algunos de nuestros sueños. Si no es este año, talvez el próximo. La certeza esencial que (lamentablemente) no todos tienen: la de saber que hay alguien que nos ama, que tenemos padres, hermanas, amigos, vecinos, una red de almas que nos sostendrán en caso de que nuestros planes fracasen o nuestra salud se quiebre.

Pero no solo necesitamos las certezas pequeñas y personales, sino también certezas más largas y amplias, como paraguas sobre la vida cotidiana. Saber que hay normas, acuerdos y reglas que van a ponerse a funcionar en caso de que haga falta. Saber que hay quienes tienen por obligación y función prever situaciones malas y encontrar soluciones a los problemas de cada día. Saber que hay una estructura social que ordena los intereses, prioriza lo importante y contiene la violencia, para que cada uno pueda tranquilamente hornear sus humintas, escribir sus informes, negociar sus productos o imaginar sus obras de arte.

Y como no estamos aislados del resto del planeta, también nos afectan las incertidumbres extranjeras, por lejanas que parezcan. ¿Cuánto tiempo más durará la guerra en Europa? ¿Será que se convierte en una guerra mundial o nuclear? ¿Qué significa para nosotros la lenta pero inminente desdolarización de las economías? ¿Será que la inflación global terminará por sentirse también en nuestros mercados y tiendas? ¿Y qué pasó al final con la crisis climática? Si ya nadie habla de ella ¿será que ya no es un problema?

Necesitamos tanto de certidumbres para vivir que hemos inventado oráculos, rituales, conjuros y fórmulas para predecir lo que no es certero y poder tomar decisiones “informadas”. Le preguntamos al i-Ching, a la coca, al tarot o a las aplicaciones en el teléfono: ¿Lloverá hoy día? ¿Vale la pena invertir en este negocio ahora? ¿Será que este tratamiento me cura?

Necesitamos tanto de certidumbres para vivir y ahora mismo no hay casi ninguna. Preguntas a dos gurús, a dos medios de comunicación, a dos pastores o a dos sabios y cada cual te dará una respuesta diferente o incluso opuesta a la otra. Hay tanta información que al final te quedas a oscuras. La certidumbre de la religión fue hace mucho superada por la de la ciencia. Pero ahora la ciencia está también en duda. Ya no hay certidumbre en la academia, en la prensa ni en las instituciones llamadas democráticas. Ya no hay verdad, nos dicen los filósofos, como antes nos decían que ya no hay historia. Entonces ¿qué es lo que queda?

“Espantado de todo, me refugio en ti”, le escribió José Martí a su hijo. “Tengo fe en el mejoramiento humano; en la vida futura, en la utilidad de la virtud, y en ti”.

Si nos queda solo una certeza, que sea esa.

Verónica Córdova Como por arte de ma- es cineasta.

Comparte y opina:

Me sale espuma

/ 9 de abril de 2023 / 00:51

Hace semanas que este espacio ha estado callado. No he escrito. Podría poner muchas excusas: hay tantas cosas que se acumulan en la vida diaria, hay tantas clases que preparar, tanta supervivencia que perseguir, tantas horas que perder en nimiedades, tanto tiempo que se va sin que uno se dé cuenta dónde. Pero la verdad es que no pude. Quiero escribir, pero me sale espuma — decía con intensidad y altura el gran César Vallejo.

Miro por la ventana, del país para afuera hay una guerra horrible. Y lo es más porque está rodeada de mentiras, de exageraciones, de falacias y de hipocresías. Hay quien la comenta a diario en podcasts, hay quien la reporta en vivo en redes sociales, con todo y los muertos desperdigados por las calles que ya a nadie importan. Dice el excorresponsal de guerra Chris Hedges que si la gente común pudiera oler la guerra, no habría opinión pública que la apoye y, por tanto, no habría guerra que dure. El olor es visceral, es emotivo, revuelve más que cualquier imagen o cualquier sonido. Pero no podemos oler esa guerra maldita, que nos venden como una epopeya de valientes y es en realidad un escaparate de la actual podredumbre.

Miro por la ventana, y del país para adentro hay otra guerra triste. Las heridas que nos desgarraron en 2019 siguen sin haber sanado, aunque las disimulemos con ungüentos y tapujos. Hemos barrido bajo la alfombra la verdadera dimensión del desgarro, nos miramos en la calle y nos sonreímos en el supermercado, pero en el fondo sabemos que bajo los disimulos hierve un dolor que en cualquier momento va a envenenarnos de nuevo. Pero no somos capaces de sacar la herida al sol y lavarla con agua limpia para intentar que cure. El miedo al dolor es más fuerte que el dolor mismo y negamos que exista la razón principal que nos divide: racismo, racismo, racismo. Hay que repetir esa palabra hasta que cale, hasta entender que si no resolvemos esa infección, no habrá otra salida que amputarnos las manos y los ojos antes de que sea tarde para todos.

Miro por la ventana y no encuentro palabras ni ideas que valga la pena escribir, que digan algo distinto a lo que ya sabemos. ¡Tanto ruido y jamás! Parece que nadie ya se calla. Opina cada quien (y con derecho), pero ya no hay claridad posible entre tantos criterios. La burbuja de pensamiento que nos rodea se hace tan densa que ya aparece como el mundo en sí mismo. Pocos tienen la lucidez de desconectarse del Facebook y el WhatsApp y el Twitter y el YouTube, y buscar la paz que teníamos cuando para insultar a alguien teníamos que mirarlo a los ojos. La violencia ha mutado y ahora está en las esquinas más improbables de las relaciones humanas. Lamen mi sombra leones y el ratón me muerde el nombre, escribía Vallejo como si hubiera sabido de las redes sociales.

Y entonces, así: quiero escribir, pero me siento puma. Me propuse hacer un esfuerzo y retomar este espacio en este mes, abril, que parece nuevo en su página inocente de la agenda. Me propuse esperar a que pase la lluvia, mirar por la ventana y encontrar otras cosas sobre qué escribir, como Vallejo: un hombre pasa con un pan al hombro; otro tiembla de frío, tose, escupe sangre; alguien va en un entierro sollozando; alguien limpia un fusil en su cocina.

Verónica Córdova es cineasta

Comparte y opina:

De vuelta a clases

/ 26 de febrero de 2023 / 00:37

Han comenzado nuevamente las clases y con ellas la polémica sobre el nuevo currículo educativo. Pero más allá de la resistencia de los maestros a cualquier cambio, el inicio de un nuevo ciclo escolar genera en todos —incluso los que ya hace mucho dejamos las aulas escolares— un escalofrío que mezcla la nostalgia con el horror, el entusiasmo con el desasosiego, la expectativa con el miedo.

Para muchos adultos de hoy el colegio es un recuerdo agridulce, pero no por eso nos cuestionamos si nuestros hijos o hijas deben a su vez vivir esa experiencia. Asumimos como parte ineludible del crecimiento la caminata por largos pasillos de aulas simétricas, el uniforme blanco, el cabello cortado, el peso de la mochila en la espalda, la mirada seria del profesor y el silencio incómodo en las hileras de pupitres por enésima vez barnizados y cepillados. Incluso, llegamos al extremo de inscribir a nuestros niños en la misma escuela de la que nosotros, alguna vez, deseamos huir desesperadamente.

La educación formal, institucionalizada y obligatoria por mandato estatal se ha convertido en la única forma en la que la cultura, los valores y los conocimientos que se consideran relevantes se pasan de generación en generación. Así los padres nos vemos aliviados de la responsabilidad de educar a nuestros hijos —como tal vez lo hacían nuestros antepasados. Así la sociedad establece una uniformidad en los valores y conocimientos considerados aceptables y relevantes, eliminando transgresiones incómodas y modelos alternos de educación y convivencia. Así los niños tienen varias horas al día ocupadas, lo que libera tiempo para que ambos padres puedan dedicarse a trabajar, producir, generar ingresos y movilizar la economía. Así todos “ganan”.

Hemos aceptado sin cuestionarla esta manera en que se organiza la socialización de los niños y eso nos impide ver que pueden haber maneras distintas de enseñar, de aprender y de organizar las escuelas. Podríamos hacer un ejercicio al azar y preguntar, por ejemplo: ¿debemos seguir impartiendo hoy la educación genérica y humanística que se heredó del renacimiento europeo? En una era en que el conocimiento se ha especializado y multiplicado al punto que la información sobre cada materia es humanamente inabarcable ¿deben nuestros hijos seguir conformándose con mirar la superficie de tantas asignaturas? En una sociedad en que los profesionales solo alcanzan la excelencia luego de años de especializaciones ¿por qué es importante que un muchacho que ama la música pierda años aprendiendo acerca del aparato reproductivo de las arañas? ¿Por qué limitamos sus potencialidades, por qué los uniformamos, por qué pretendemos que todos inviertan el mismo tiempo y esfuerzo en lo mismo, cuando tenemos hoy formas de saber desde muy temprano qué aptitudes individuales tienen nuestros hijos? ¿Por qué es tarea de los padres de familia buscar talleres y cursos onerosos, fuera de la escuela, para que sus niños cultiven los talentos esenciales del arte, la música o el deporte?

El mundo ha cambiado radicalmente, es tiempo de que cambiemos radicalmente la educación que les damos a nuestros hijos. Y eso no pasa solamente por aumentar las horas de aula, incluir computadoras, cambiar el sistema de evaluación o sumar o restar asignaturas. Se trata de dar un giro completo a qué concebimos como educar, entendiendo que los niños y jóvenes hoy han excedido la capacidad institucional de la escuela para formarlos de la manera en que la sociedad los necesita. Se trata de preguntarnos ¿con qué propósito estamos encerrando a nuestras nuevas generaciones ocho horas cada día, cinco días cada semana, 10 meses cada año durante los 12 años más creativos, más influenciables y más preciosos de su vida?

Verónica Córdova es cineasta.

Temas Relacionados

Comparte y opina: