En algunas regiones de los Estados Unidos la pena de muerte persiste como un símbolo de castigo para delitos graves, y no por eso han disminuido los delitos. Las 1.277 ejecuciones que a partir de 1976 hasta la fecha se dieron, 43 de las cuales sucedieron el pasado año, no han cambiado los grados de incidencia delictual. En todo caso el fenómeno tiende a la abolición, como ocurrió con el estado de Illinois, o la decisión de suspender las ejecuciones por parte del Gobernador de Oregón.

En Bolivia, las airadas manifestaciones solicitando la pena de muerte más que buscar el deceso del que delinque, demandan su castigo en un proceso rápido, no el dilatorio como el actual.

Los ciudadanos asocian de inmediato la pena de muerte con el linchamiento o con la mal concebida justicia comunitaria, porque en esos procedimientos sumarísimos la turba se convierte en víctima, fiscal, juez y verdugo al mismo tiempo, pensando que ante la ausencia de Estado pueden satisfacer su ansia de justicia.

Más allá de penas drásticas, expansivas o la mismísima pena de muerte, lo que los ciudadanos expresan clamorosamente es su desacuerdo con el actual sistema de justicia, lento, inquisitivo, abusivo e inmoral, que permite que el 85% de los detenidos sigan siendo preventivos y apenas un 15% tengan sentencias condenatorias. Esta cifra demuestra el fracaso del Estado en este rubro, que con poca imaginación quiere incrementar las penas, pensando equivocadamente que cuanto más altas y duras, los procesos serán más cortos y justos, o llenar las celdas con indigentes sin posibilidades de reinserción social. Dime cómo son tus cárceles y te diré qué justicia penal tienes. Esa realidad tan cruda es la radiografía de nuestra justicia penal, desprovista de los elementales criterios de servicio público.

El castigo es una parte del fenómeno criminal, en nuestro caso, tal vez el más insignificante, porque el Estado —a través de sus órganos y políticas criminales— no ataca las causas de la delincuencia, que en muchos de los casos se deben a la pobreza, desempleo, ruptura familiar; y con el aumento de penas nos ofrecen viejas e inútiles soluciones. La respuesta a la inseguridad ciudadana es y debe ser siempre técnica y de ninguna manera improvisando métodos de fuerza, sacando militares a las calles, endureciendo penas, procedimientos característicos de gobiernos fascistas.

La misión del Estado es asegurar la paz social y para ello tiene que preocuparse de la prevención del delito, el castigo efectivo del delincuente en un proceso judicial rápido, ágil y sin dilaciones, y hacer que la víctima obtenga un resarcimiento por los daños, inmediatamente después de la sentencia condenatoria. Verbigracia, las víctimas del asesinato en los casos  Prosegur I y II–Cnl. Blas Valencia, Gral. Wálter Osinaga aún no han sido resarcidas; tampoco las víctimas por el genocidio de septiembre y octubre de 2003 (Octubre Negro). Esa es la Justicia que tenemos, justicia de inseguridad, justicia de pobres y lamentablemente con una oferta gubernamental que deja aún más incertidumbres.