El asunto no es nuevo pero en los últimos tiempos casi parece un trending topic mediático. Numerosos intelectuales, y entre ellos algunos de los mejores, han detectado la disolución galopante de la cultura humanística en los fuegos fatuos de un mercado cultural acrítico. ¿Qué está pasando para que crean honradamente y denuncien sin tapujos la “banalización de la cultura” y, sobre todo, la suplantación de la alta cultura por la cultura trivializada del espectáculo? Me lo pregunté en clave vagamente humorística en un librito de hace unos meses, El intelectual melancólico, y me vuelve a agobiar ahora la pregunta que animó aquel panfleto.

Los argumentos de los apocalípticos no son triviales ni desde luego faltan razones para el alarmismo. Pero el diagnóstico sobre la extinción de la alta cultura me parece un tanto unívoco o unidimensional, y no descarto que la tentación de aceptarlo delate sobre todo la dificultad de muchos de nosotros para adaptarnos a las transformaciones actuales. Hoy nos las vemos con la red de estímulos culturales más ingobernable, rica y socializada que haya tenido Occidente en su historia. En esa nube proliferan sin tasa productos culturales, eventos, exposiciones o películas inmisericordemente toscos y literalmente estupidizadores. Es verdad también que hoy resulta más difícil discriminar el puñado de obras y creadores que verdaderamente fertilizan el presente, quizá porque tanto en los circuitos de las élites como en los más comerciales han intervenido nuevos criterios y a veces han ensanchado o incluso rebajado las antiguas exigencias de calidad.

El carácter mutante e invasivo de la cultura del espectáculo ha promovido una suerte de espejismo que impide reconocer no sólo la subsistencia de la alta cultura (o la cultura en el sentido clásico), sino su continuidad fecunda y lógicamente irregular. Es verdad que no como antes, no en los mismos medios, no por los mismos circuitos ni con las mismas élites, no con los mismos lenguajes ni desde luego bajo las mismas especies de prestigio social o de exclusividad intelectual. El efecto orientador que la alta cultura generaba antes en las élites intelectuales de Europa, y que hoy Vargas Llosa echa de menos expresamente, se ha visto suplantado por una nueva coyuntura más abierta, menos exclusiva, más imprevisible y necesariamente, por tanto, también más incierta. No discutimos ya en torno a proyectos unitarios o a una gran idea sino sobre múltiples propuestas, ideas blandas y alguna dura, emplazadas en múltiples estratos, con motivaciones muy dispares y una atomización cierta. Es una crisis de éxito más que de fracaso, porque esa multiplicación desorientadora exige mayor cautela analítica y, en todo caso, no basta ya, por fortuna, con acudir a una docena de referentes internacionales para saber qué pasa (como tanto le gustaba pensar a Ortega). Es decir: ninguno de estos cambios significa a mi modo de ver la terminante disolución de la exigencia, la calidad o la seriedad de la cultura en Occidente.

Los tres primeros capítulos de La civilización del espectáculo, de Mario Vargas Llosa, contienen sin embargo el augurio de la extinción de esa alta cultura tal como se ha entendido hasta hoy. Pero me pregunto si no estamos más bien ante un cambio de modulación y de funcionamiento de la alta cultura forzado por la misma transformación social y educativa de Occidente, y quizá también por el empuje de la civilización del espectáculo, al hilo de otros innumerables cambios, incluidos los tecnológicos.

La cultura vive en estado permanente de transformación, tanto la más alta como la más popular. Si la alta cultura obviase los cambios o subsistiese al margen de ellos, sería en efecto un puro fósil sin el menor interés. Pero la alta cultura es alta porque se adapta a todo y su gracia consiste justamente en su maleabilidad en cualquier circunstancia (con libertad y sin ella, con mercado y sin él). Es clásica por esa capacidad de hablar a muchos y en muchas épocas, incluido el presente inasible e ingobernable. Y trivializaría su función si estuviese ausente de esos cambios o si considerase que son el enemigo a batir: de hecho, la trivialización que nos incumbe o debería incumbirnos no atañe a la opinión del ama de casa o el administrativo de banca que emite un juicio sobre Macbeth en su blog o cree equiparable a Bach y Leonard Cohen (la trivialización grave no juega en esos estratos culturales: simplemente les es inherente), sino a la que radica en el incumplimiento de la exigencia intelectual de quienes tienen el deber y la solvencia para encarnar la alta cultura.

La confesada relectura reciente de Ortega ha dramatizado en Vargas Llosa intuiciones antiguas que no formuló con el carácter taxativo de hoy. Su argumento central estriba en detectar la suplantación en la sociedad actual del criterio de valor por el del precio, el de la calidad por la cantidad. Sin embargo, la cultura del espectáculo actual está poniendo en el mercado no únicamente productos banales y masivos, sino también aquellos otros que encarnan los niveles más altos de exigencia. La simultaneidad de canales publicitarios o mercantiles induce a pensar en un igualitarismo que me parece que es sólo otro espejismo más. Las distinciones entre mejor y peor se han hecho más borrosas y confusas, pero eso no significa que sean invisibles o inoperantes. Del mismo modo, puede debatirse la calidad en los últimos 20 años en la alta cultura, por supuesto, pero esa misma ponderación debería descartar su supuesto exterminio. Diría incluso que sus condiciones de posibilidad son cuando menos no inferiores a otros tiempos, ni en calidad ni en cantidad, aun cuando aproveche los mismos canales de la cultura banal y haya modificado buena parte de sus formas de expresión, actuación y difusión, y aun cuando sea también mucho más difícil jerarquizarla.

Está, como siempre y como todo lo demás, en proceso de cambio, pero no de extinción sino de adaptación casi antropológicamente inteligente. La alta cultura es sólo diferente de los tiempos en que era mucho más elitista que ahora, no por mejor y más excelente, sino por muchísimo más reducida a un puñado de nombres. No creo por tanto que estemos asistiendo al final de la cultura humanística sino a una nueva transformación de su legado, y no veo tampoco la facilidad o la permisividad tontorrona como ley general de los mejores novelistas, los mejores ensayistas o los mejores estudios universitarios.

Han cambiado muchas cosas, y ha cambiado, por ejemplo, el papel de la élite de intelectuales cualificados. Han perdido la exclusividad de los órganos reguladores del poder de opinar y juzgar, pero no tiene por qué ser una catástrofe: lo que ha ocurrido es quizá que la élite ha tenido que renovar esfuerzos para disputar el espacio público y combatir, en esas nuevas condiciones, con una variedad ingente de opinantes, columnistas o autores que interpretan, juzgan y construyen discurso intelectual (y no siempre ni todos desde la pura indigencia). Al fin y al cabo, la seriedad no está reñida con el entretenimiento, y el mismo público que se entretiene con tontadas es candidato a entretenerse con tontadas menos tontas. De hecho, la civilización actual incluye la obra de un buen puñado de autores que son al mismo tiempo cultura del espectáculo y alta cultura, porque ambas pueden o incluso deben ser capaces de fecundarse, sacando partido de lo mejor de sí mismas. Y en el ámbito hispánico el primer nombre de aquel puñado de nombres es precisamente Mario Vargas Llosa.