Prisiones
Hay muchas maneras de estar prisionero. Las menos comunes son las prisiones físicas
Aunque parezca extraño, las prisiones son una invención relativamente nueva en la historia de la humanidad. Parece que hasta la edad media los calabozos y mazmorras eran lugares de paso, para que los proscritos no escaparan antes de la mutilación, expulsión o la pena de muerte. La novedad consistió en que pasaron de ser espacios de detención temporal a ser concebidos como centros penitenciarios; es decir, lugares donde se encierra a las personas por penitencia (expiación, enmienda, purga o reparación), para que paguen por delitos cometidos de manera física directa contra otros seres humanos o con actos contra el bienestar (económico, político o de otra índole contra la sociedad.
Hay muchas maneras de estar prisionero. Las menos comunes son las prisiones físicas. Entre éstas hay una enorme variedad, desde las altamente sofisticas cárceles computarizadas en los países del norte y en algunos estados asiáticos (dicen que las de Japón son una maquinaria infernal y despersonalizada), hasta las penitenciarias “familiares” que hay en Bolivia, donde se alquilan cuartos, hay oferta de servicios internos, media pensión, cuarta pensión, talleres, niños con sus padres o madres o familias enteras y un largo etcétera de posibilidades.
En nuestras cárceles puede pasar de todo. Alguna vez se publicó la noticia de que presos de las cárceles de Oruro y de Trinidad le prestaron plata al alcaide para hacer reparaciones o para pagar servicios de agua y luz, por ejemplo. En el Chapare hay un par de casitas “acondicionadas” como prisión donde buenamente podrían entrar 25 personas en la que conviven hacinadas hasta tres centenas. El dato más espeluznante es que en las cárceles bolivianas cerca al 70% de las personas detenidas carecen de sentencia.
Otra perla de horror se encuentra en los centros correccionales para jóvenes infractores y en algunos hogares de acogida para la niñez, en los que por falta de recursos para la investigación y el posible viaje no se devuelve a sus hogares a niños y niñas perdidos, retenidos injustamente o sin comprobación de infracción, convirtiéndolos, como dijo un estudioso del tema, en “presos sin condena”.
El propio cuerpo también puede ser una temible prisión. Mentes y corazones jóvenes encerrados en la ancianidad de sus osamentas o intelectos brillantes y audaces incapaces de lograr que ninguno de sus músculos les obedezca. O, al revés, podemos sufrir físicamente el confinamiento al que nos someten nuestros prejuicios, rencores, desconfianzas, ignorancia y miedos: al otro, a la diferencia, a lo desconocido, a la libertad… Hay encierros políticos, barreras levantadas por discursos irresponsables o malintencionados.
Vigilar y castigar, ya lo expresó profundamente el pensador francés Michel Foucault, es una de las compulsiones más tenaces de los seres humanos. Por eso inventamos cárceles de piedra, murallas, pensamientos únicos, dogmas, panópticos físicos y mentales y trazamos las “líneas correctas”; por eso intentamos disciplinar a quien piensa diferente y castigamos la disidencia como si fuese traición. Por eso nos encerramos en nuestros propios límites, por eso cortamos nuestras propias alas.