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De formales e informales

Las noticias mineras de los últimos días sobre tomas de yacimientos por cooperativistas y/o por habitantes de comunidades vecinas son recurrentes. El fin de esos movimientos es el acceso a recursos minerales hoy por hoy con precios excepcionales, en un megaciclo de precios altos de los metales en los mercados de Europa y Estados Unidos, que ya lleva algunos años. En el ámbito nacional esto se traduce en el crecimiento de la minería informal (minería artesanal sin control operativo técnico y medio ambiental) y un desmesurado aumento del sector cooperativo, cuyos miembros y su entorno ya superan las 100 mil personas.

Este fenómeno, producto de la relocalización masiva de trabajadores del sector minero estatal en los 80’, está llegando a un clímax que amenaza la propia existencia de la industria madre del país. Mallku Khota y Colquiri son ejemplos últimos y paradigmáticos de esta situación, que de no tener una salida apropiada puede llevar a consecuencias lamentables.

En 2011, el valor de la producción minera sobrepasó los $us 3.700 millones, de esta cifra el 55,6% viene de minas del subsector que todavía llamamos minería mediana y que controla San Cristóbal, San Bartolomé, San Vicente y otras minas; 37,7% de la minería chica y cooperativa y sólo 6,7% de la minería estatal. Resulta cuando menos contradictorio que el sector que más produce, tenga que hacerlo bajo la constante amenaza de tomas y/o nacionalizaciones; que el sector con un mayor componente de minería informal esté controlando más del tercio del valor y sea el de mayor expansión; y que la Comibol siga un raquítico crecimiento producto de presiones sociales, justificadas sí, pero que tienden al control cada vez mayor de áreas productivas de la estatal minera.

Hace algunos años en esta columna, comentaba que al margen de definir actores de la producción minera era importante definir qué clase de minería conviene a los intereses del país: o fomentar la incursión a los circuitos de la minería de clase mundial globalizada, de alta tecnología, amigable con el medio ambiente y de responsabilidad social corporativa (RSC); o ceder a las presiones de actores sociales,  hoy mayoritarios, y volver a la minería informal de los ya lejanos socavones de angustia del siglo XIX, de baja tecnología y de altos costos sociales y ambientales.

La decisión, quizás la de mayor trascendencia para el futuro del sector, compete a los gobernantes de turno y deberá reflejarse en la nueva ley minera que todos estamos esperando. La lucha tenaz por el control de áreas mineralizadas recién comienza. Acicateadas por altos precios y por derechos ancestrales y de todo tipo que la Constitución consigna en su texto, cooperativas y comunidades han encontrado un incontrolable cauce de reclamos sociales que por la razón o por la fuerza tratan de imponer al operador minero privado o al representante estatal.

Los poquísimos emprendimientos nuevos están en peligro, la gente se va del país; y las inversiones que se van generalmente no vuelven. Proyectos mineros con un perfil de alta tecnología y fuerte inversión se paralizan, nadie explora áreas nuevas mineralizadas, crece la informalidad del sector, y todos mirándonos el ombligo y creyéndonos el centro del universo. Es hora de meditar y de tomar decisiones acordes a los tiempos que corren y a los altos intereses de la patria, la gran olvidada.