En el colegio, uno de nuestros  profesores de la extinta materia de Educación Cívica nos hizo leer Metal del Diablo, de Augusto Céspedes. Antes nos estimulaba con una frenética charla, mostraba una cucharilla y nos increpaba: —Aquí, llovarais, hay estaño boliviano, sudor y sangre minera. Callaba un instante, bufaba y emprendía de nuevo con su discurso: —Esta cucharilla está hecha en el Japón, porque nosotros somos ¡incapaces de hacer un clavo!

Se acercaba a la pizarra y escribía las toneladas de estaño, bismuto y zinc que Bolivia exportaba al mundo, desalforjaba su corbata y nos contaba el fracaso de la nacionalización de las minas porque  nunca habíamos logrado avanzar hasta la metalurgia y la siderurgia. Hasta ahora somos un país exportador de materia prima, condición que forjó nuestra dependencia durante los 20 años de gobiernos liberales, iniciado por el general José Manuel Pando, luego de su victoria en la Guerra Federal en 1899.

Los gobiernos liberales de entonces ofrecieron las más amplias facilidades a las empresas extranjeras para realizar las concesiones mineras. Entre 1899 y 1900, éstas llegaron apenas a la cifra de 669 en una extensión de 15.960 hectáreas. En el segundo año se duplicaron rápidamente. Todas las peticiones de concesiones eran para explotar estaño, porque la era de la plata había concluido. La libra de estaño fino llegó a cotizarse en 144 libras esterlinas, un precio espectacular para la época que permitió a los regímenes liberales iniciar sendos proyectos desarrollistas.

En 1910 se registraron 136 minas nuevas de estaño, 72 de oro, 42 de cobre, 16 de wólfram y tres de bismuto. Las exportaciones llegaban a 5,5 millones de libras esterlinas, moneda que sería luego reemplazada por el dólar norteamericano para las transacciones internacionales de las materias primas. Bolivia, un país enclaustrado con la firma del Tratado de 1904, a consecuencia de la  Guerra del Pacífico con Chile, debía negociar salidas para exportar sus minerales que el mercado mundial necesitaba tras el estallido de la Primera Guerra Mundial en 1914.  Así, Chile aseguró el estrangulamiento de Bolivia, controlando las exportaciones y nuestra economía, como lo hace hasta  ahora.

El año de la nacionalización de las minas (1952) también se crea la Compilo, y las empresas nacionalizadas reciben una indemnización de $us 7.259.565, iniciando una etapa de la minería estatal que colapsaría tres décadas después. En 1984, la cogestión en Compilo era mayoritaria y el índice de inflación llegó al 8.200%, 442 huelgas hacen tambalear al gobierno de la UAŸD, provocando el adelantamiento de las elecciones.

El endiablado metal se caía por sus bajos precios y ya no era el sostén del Estado, sino una rémora porque debía mantener a los mineros asalariados, pagar desahucios, seguros, etc. El Estado se había endeudado socialmente y se vislumbraba la marcha por la vida producida por el decreto 21060 de 1985, que permitía la privatización de las empresas estatales y la libre oferta y demanda que produjo luego un desempleo masivo y las migraciones (con toda su tradición sindical y cultural) al oriente boliviano y al Chapare, especialmente.

De allí surgió un movimiento social que avanzó campante, asustando a las oligarquías y a las nuevos empresarios que veían, ven y quieren seguir viendo un peligro para las inversiones. Si nos ponemos a pensar lo que ocurre, con mirada prospectiva podemos adivinar lo que nuestro profesor nos recordaba: ¿Por qué fracasó la minería nacionalizada? Por la nula inversión en tecnología minera avanzada, dicen unos. Otros, más realistas, señalan: porque los precios de los minerales, llamados estratégicos desde la Primera Guerra Mundial, son fluctuantes y dependen de la demanda del mercado mundial, controlado por consorcios transnacionales. Otros aseguran que la nacionalización fue un acto político que obedecía a presiones sociales y no a una planificación con proyectos a largo plazo. Cuidado que repitamos la historia, ahora que estamos viviendo un poderoso renacer de la minería.