Trabajan de noche con los desechos que la ciudad produce por toneladas. Recogen tierra, botellas, plásticos, latas, perros muertos; lavan orines, excrementos y fruta podrida. Deambulan solitarias por las calles desiertas con un manojo de paja en la mano, vestidas con un mandil raído encima de sus polleras y, sólo a veces, con un barbijo que les cubre la boca desdentada. Algunas cargan en su aguayo a la guagua que tirita de frío. Se quedan dormidas en alguna esquina cuando el cuerpo les dice basta. Su comida principal consiste en un pedazo de marraqueta, humedecido apenas con sultana. Su salario mensual equivale al que gana un gerente de banco en medio día. Son las barrenderas de la noche paceña.

Pocas tienen un contrato en regla y las que tienen la suerte de firmarlo lo hacen por un tiempo que les impide tener acceso a beneficios. El seguro social es una utopía y ni en sueños han tenido la oportunidad de capacitarse en recolección de residuos sólidos. Las condiciones de salubridad que la OIT ordena en este tipo de labores no se cumplen. Nadie las protege de los abusos y no saben dónde recurrir para conquistar y defender derechos que a mediados del siglo pasado ya eran comunes a la mayoría de los trabajadores.

Sufren la doble explotación del oficio infausto que realizan y la desgracia de ser mestizas y de haber nacido mujeres en un país machista y racista. La mayoría son madres solteras o abandonadas y las otras regresan de la calle, doloridas y cansadas, probablemente para ser golpeadas y humilladas por sus maridos.

Se mantienen vivas gracias a una voluntad de hierro que nadie sabe dónde se ha forjado y a la hoja de coca que les mitiga el hambre, las penas y los dolores. Esperan tan poco y reciben menos, que uno se pregunta cómo es posible tanto desamparo. Los discursos grandilocuentes y la retórica del poder las ignora sistemáticamente, ya que no pueden, como los ejércitos corporativos, hacer valer sus derechos con bloqueos y marchas.

El tamaño de su resignación es sólo comparable a nuestra indiferencia. Nos hemos acostumbrado tanto a la desigualdad de un sistema perverso que ya nada nos sorprende. Vemos pasar a las barrenderas mientras volvemos de la farra y ni siquiera nos inmutamos, nos parecen parte del paisaje que afea la ciudad, como los postes pintados o los cables que se entremezclan sobre nuestras cabezas.

Esta situación es el resultado del egoísmo y la ausencia de solidaridad, pero también del ensimismamiento en el que vivimos que nos aísla de la realidad. Tal vez sea tiempo, sin embargo, para despertar de la pesadilla individualista en la que estamos y concebirnos como seres gregarios con responsabilidad de fraternidad y hacer algo con relación a las ladies night paceñas.