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Las últimas consecuencias

Cada vez que alguien en Bolivia asume medidas de presión, lo hace hasta las “últimas consecuencias”. En una época fueron mineros que se crucificaban en mástiles y atrios. Hubo un grupo de deudores que secuestró a funcionarios y les amarraron explosivos al cuerpo. Hubo muchos que se cosieron los labios, que se emparedaron, que se “mataron” de sed y de hambre. Hace poco vimos a doctores y estudiantes de medicina atacar con jeringas supuestamente infectadas; otros bloqueando las calles, marchando por caminos, haciendo barricadas con sus propios vehículos. No somos ajenos a formas espectaculares de protesta. Pero ahora sí que hemos llegado a esas últimas consecuencias.

La visión de policías saqueando, quemando documentos, usando latas de cerveza como proyectiles y amenazando a los ciudadanos con las mismas armas con las que deberían protegerlos califica, sin duda, como el punto final de un camino desquiciado que ya llevamos recorriendo hace muchos años.
Los policías no son superhéroes, no nacieron con ninguna capacidad especial, no son excepcionalmente fuertes, ni valientes, ni responsables. Ellos simplemente cumplen una función que nosotros, todos los demás, les hemos asignado.

Si ellos pueden usar armas legalmente y usarlas incluso para matar; si ellos tienen la potestad de detener a los ciudadanos y llevarlos a recintos judiciales o carcelarios; si ellos pueden administrar nuestra seguridad y perseguir a los malhechores es solamente porque nosotros se los hemos permitido. Ellos reciben de nosotros (todos los demás) una patente de corso, una licencia especial que les permite hacer lo que a nosotros nos está vedado. Y esa licencia tiene en su base dos palabras: responsabilidad y confianza. Confianza que, al amotinarse y actuar como vándalos y delincuentes, han perdido para siempre. Responsabilidad que han demostrado no tener, no les importa, no merecen.

 ¿Cuál es el siguiente paso, entonces? ¿Qué sucede cuando los policías realizan justamente las acciones que han sido entrenados para impedir? ¿A quién llamamos para proteger a la sociedad de quienes se supone deben protegerla? ¿Quién detiene a una Policía que se comporta como pandilla, como cártel, como mafia? ¿Quién encarcela a los que usan para sus fines personales los gases lacrimógenos y balines con que se los ha dotado para defendernos?

Los bajos salarios, las malas condiciones de vida, la falta de uniformes, la inseguridad, los maltratos, las injusticias: nada de eso es justificación suficiente para perder la última hilacha de confianza que la institución inspiraba. Ahora ya no hay regreso. Hemos llegado al final del camino. Son las últimas consecuencias.