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Wednesday 9 Oct 2024 | Actualizado a 20:49 PM

Sol

Somos hijos del Sol por las condiciones geográficas que nos hieren la piel y nos queman el alma

/ 26 de junio de 2012 / 04:06

Cuando debo escribir sobre los temas que me competen en días tan amargos como éstos, recuerdo la letra de Silvio que dice “la ciudad se derrumba y yo cantando, la gente que me odia y que me quiere no me va a perdonar que me distraiga…”. Ni modo, es lo que me corresponde. Siempre sostengo que, más bien, los temas de la política cavernaria no deben distraernos y, con tal justificativo, escribiré sobre nuestra relación con el Sol.

Es ocioso reiterar su importancia  en todas las civilizaciones, pero a raíz del último solsticio de invierno, deseo expresar algunos conceptos que nos hacen particularmente tan “solares”. Tener un sol ferozmente radiante, sobre una bóveda de un celeste tan intenso que ya se torna azul, y gozar de una visibilidad kilométrica es privilegio de esta ciudad andina y de la capital del Tíbet: Lhasa. Nos hermanan los casi 4.000 metros de altitud sobre el nivel del mar que compartimos: somos seres de la montaña. Esa cercanía al Sol ha generado creencias y cosmovisiones tan inamovibles que cada 21 de junio nos sorprende por la fuerza y la fantasía en que se desarrollan los nuevos relatos.

Va un ejemplo: según un experto aymara (ataviado con plumas por todas partes) que fue entrevistado por un canal de televisión no sólo cumplimos 5.520 años sino que, como mínimo, cumplimos 150 mil años. Pero, más allá de esta pelea entre calendarios, debo recordar que unos académicos aymaras afirman que este resurgimiento del Willka Kuti se inició en aulas universitarias allá por los 70’. A esos movimientos pioneros debemos evocar acciones como las de Carlos Palenque, quien levantó sus manos hacia el sol naciente, un 21 de junio en Tiwanaku, para inmortalizar un gesto que ahora forma parte indispensable del ritual del solsticio.

Esta recuperación de prácticas ancestrales tiene apenas 40 años, pero la vemos crecer en nuestra sociedad urbana en progresión geométrica; y si uno piensa que todo esto es una tontería o una vulgar superchería, se equivoca. Aquí se está debatiendo la base filosófica de toda sociedad humana: la religión y las creencias. En lo personal, me gusta recordar que somos hijos del Sol por las condiciones geográficas que hieren tu retina y tu piel de manera tan intensa como te quema el alma.

Estamos marcados por nuestra estrella como se marca al ganado: a fuego. Y de ello te acuerdas cuando viajas a otra latitud geográfica y cambias de hemisferio. En ese invierno europeo, cuando ves por instantes cruzar en el horizonte un tímido foco de 40 watts que lo llaman “sol”, para luego perderse en un interminable manto de nubes y oscuridad, recuerdas el sol invernal de esta ciudad. Te acuerdas de su intensa radiación que contrasta ferozmente la luz y la sombra, el calor y el frío, y aceptas que por eso eres bipolar.

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Mano Propia

/ 4 de octubre de 2024 / 06:07

Si una película es capaz de despertar estremecimientos, conmociones y tristeza, es una gran obra. Y Mano Propia de Gory Patiño, lo consigue. En 80 minutos Gory te lleva por las marañas de la patria profunda y por el sinsentido de nuestra realidad sociocultural. Es la magia del buen cine.

Con un guion correctamente concebido, Mano Propia entrelaza acciones trepidantes, diálogos adecuados y categóricas personificaciones con la sensibilidad suficiente para llevar a la pantalla un relato tremebundo de Roberto Navia. La película despliega una trinidad de personajes en temporalidades superpuestas: el padre, el hijo, y casi un Espíritu Santo en la figura de un fiscal probo y apegado a las sagradas escrituras de la justicia boliviana. Los tres momentos representan uno de los dramas de este tiempo: los linchamientos o ajusticiamientos en comunidades alejadas en la inmensidad territorial boliviana. Este drama se sitúa en el trópico boliviano, en esa tierra de nadie donde se ejercen acciones motrices, irreflexivas, y criminales de grupos sociales perdidos en esos parajes paradisíacos. Por esos lares impera la ley del más fuerte y los códigos de los poderes fácticos de la droga y la delincuencia.  Por su guion y su correcta realización, Mano Propia es más que un relato de esos brutales actos colectivos, es la imagen descarnada de nuestra incapacidad colectiva de no lograr en doscientos años un estado pleno, poderosamente organizado. Y ese extremo, se representa cinematográficamente, en un vetusto puesto de policía con tres pobres diablos vestidos de verde olivo, un cuartucho destartalado como fiscalía de Villa Nogales, un oxidado 4×4 que apenas enciende, y unos personajes huérfanos de la mano de dios.

Las manos crispadas cubiertas de barro, de cenizas y sangre que se limpian y sanan con la lluvia, y que además ocupan toda la pantalla, son el punctum de la obra de Gory y su equipo; una simbología que tiene la potencia para que coliguemos el drama de esos personajes del trópico con la tragedia de toda la familia boliviana de este tiempo: incendios, bloqueos, y la violencia de las más bajas pasiones políticas. Estamos ante un ejemplo de buen cine que conmueve y perturba meciéndote en un vaivén entre la ficción y la realidad.

Al salir de la proyección, las interrogantes implantadas por Mano Propia continúan en tu mente, y esa persistencia de mensajes e imágenes dice mucho de esta película. Te cuestionas sobre la brutalidad humana, sobre la indefensión colectiva; y piensas también, que mucha dirigencia política de este tiempo ha emergido de esa tierra de nadie donde imperan los antivalores del desgobierno porque, como se reitera en algunos diálogos de la película: “aquí las cosas funcionan de otra manera”.

Carlos Villagómez es arquitecto

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La Chiquitanía

Carlos Villagómez

/ 20 de septiembre de 2024 / 15:18

Décadas atrás, siendo estudiante, leí sobre la obra de unos jesuitas y arquitectos en las Misiones de Chiquitos en Santa Cruz. Pasó el tiempo y tuve el privilegio de visitar y documentar ese patrimonio cultural y natural sin parangón en la región. Como los poderes fácticos están devastando ese paraíso, y la crisis es tremebunda, me sumo al lamento boliviano de estos días.

La Chiquitanía como paisaje cultural, es un conjunto excepcional: territorio, arquitectura, música, costumbres, lenguas, etc. Su historia fue épica, y la construcción de la utopía de la casa de dios en la tierra en el siglo XVII, toda una hazaña. Fueron misioneros jesuitas, como el arquitecto y músico suizo Hans Schmidt (1694–1772), quienes lograron levantar en plena selva, sociedades y edificaciones bajo el influjo de una impuesta fe religiosa. Pero, esa imposición formó a pueblos indígenas en arte y cultura; lo que es para mi la construcción de un sentido social diferente y persistente. Esa obra cultural se salvó del olvido gracias a otro arquitecto suizo Hans Roth (1934-1999) y otras instituciones y personalidades cruceñas que a finales del siglo XX restauraron las Misiones de Chiquitos. La utopía de la casa de dios en la tierra se sigue construyendo con mucho esfuerzo, y por esa encomiable obra de rescate cultural, las misiones chiquitanas fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1990.

Conozco pocos sitios en Bolivia con un paisaje tan hermoso como la Chiquitanía; con patrimonio tangible, urbano y arquitectónico; con patrimonio intangible, sostenido y proyectado por culturas vivas. Verla arder en imágenes dantescas nos partió el alma. Sin embargo, siento también que ese gen cultural implantado en la población originaria hace siglos cinco es tenaz. Sobrevivió en sus inicios a incendios, inundaciones, hambrunas y pestes; y posteriormente, al abandono después de la expulsión de los jesuitas el año 1767.

Colofón 1: La Chiquitanía es la prueba de que, si una sociedad invierte en arte y cultura, se forma un gen cultural potente. Los poderes coludidos del capital y la política pueden esperar a que sus criminales pirómanos cumplan el encargo para después hacer gastos estúpidamente extemporáneos; pero, jamás podrán incendiar la mente de un pueblo con pensamiento crítico y divergente como para distinguir ¿qué desarrollo se está gestando en la Chiquitanía, en el Chapare, o en el Guanay? ¿Sostenible? ¿Resiliente?

Colofón 2: Por ese gen cultural sembrado hace siglos, nadie quemará el sentimiento de ese joven músico de Urubichá que conserva su arte en ese lugar perdido de América. El arte prevalecerá siempre a la política, y subsistirá a marchas, bloqueos y cercos.

Carlos Villagómez es arquitecto.

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Somos cuatro gatos

/ 6 de septiembre de 2024 / 08:33

La presentación de los resultados del Censo 2024 desató otra discordia nacional por las cifras que se presentaron. Como no soy técnico ni político, no entraré en juicios técnicos de algo que no sé. Pero me atreveré a reflexionar sobre dos temas emergentes de esas cifras, aunque estas varíen en mayor o menor medida.

Primero. Desde algunas décadas la ciudad de La Paz está decreciendo en su población. Somos menos habitantes, aunque crezca la mancha urbana o se sigan construyendo más edificios. No es un dato nuevo. Pero ¿porqué? Una explicación es la tendencia mundial del decrecimiento poblacional. Pero, ¿porqué otras ciudades bolivianas crecen y nosotros no? Va mi respuesta: Muchos se van de La Paz por ser la sede de gobierno de una sociedad de mentalidad binaria (indios vs. blancos, izquierda vs. derecha, campo vs. ciudad, etc.) con escasa cultura ciudadana, política y social. Nadie quiere vivir en un campo de batalla con interminables manifestaciones de odio y frustración todos los días. Las otras ciudades capitales del eje troncal se libraron de la sede de gobierno.

Segundo. Somos en Bolivia apenas doce millones de habitantes, amontonados en cuatro ciudades, sobre un enorme territorio con extraordinarias riquezas.  Somos cuatro gatos incapaces de administrar razonablemente nuestro desarrollo porque la relación población/territorio es absurda.  Ya son doscientos años de incapacidad manifiesta y, nuestro estado (de izquierda o de derecha, de blancos o de indios), nunca pudo trazar un futuro. Y, aparte de incompetentes, somos cuatro gatos con odios centenarios.

Por eso, la gran tarea de las próximas generaciones es: construir un estado apropiado y resiliente para el siglo XXI. Para ello, se debe abrir un debate tecno/político para redefinir algunos artículos de la nueva CPE que inducen al pensamiento binario; y se debe reestructurar la tercera parte de la constitución transformando la territorialidad existente hacia un reordenamiento socio/espacial forjador de una nueva sociedad; pero con pensamientos académicos, ya no más con los mecanismos de la política criolla. Sin duda, una monumental tarea para la sociedad civil. Ello implicaría abrir el debate sobre migraciones, sobre centralismo o federalismo, sobre los poderes globales de la droga y la tecnología, sobre apertura económica y cultural, sobre si queremos ser ciudadanos globales o simples parias locales, etc.

Mi lectura del Censo 2024 no se pierde en conteos miserables. Esas cifras gritan que ya es hora de superar las taras de una Bolivia atrasada por obtusas prácticas coloniales, antes de ver todo nuestro territorio chamuscado y nuestra población diezmada por los enconos de siempre.

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El triunfo de la extravagancia

Carlos Villagómez

/ 23 de agosto de 2024 / 06:51

La ceremonia de inauguración de los JJOO de París merece unas líneas. Muchos la calificaron de obra maestra, otros de burla religiosa; sin duda, motivó apasionados comentarios. Por mi parte, entraré a terrenos pantanosos para perturbar a los nostálgicos de “la alta expresión artística de antaño”, con bellas y apolíneas figuras, como en El Triunfo de la voluntad de las olimpiadas hitlerianas.

Revise: Vencer a la muerte

La estética desarrollada por Thomas Jolly es una tendencia contemporánea que la llaman progre, woke, transgresora, queer, etc., que tiene su génesis y proyección en los masivos medios sociales de comunicación, en las RRSS y en los diversos activismos de la cultura de masas. En esa tesitura iconográfica las imágenes son grandilocuentes y extravagantes, desarrolladas en performances colectivos de un tuttifrutti colorido, de exageraciones corporales, que vemos en desfiles del orgullo gay, en fiestas cosplay, en las frivolidades de las celebridades, y en la alta costura parisina.

La extravagancia posmoderna actual me recuerda las películas del genial Federico Fellini. En Satiricón de 1969, Fellini anticipó el triunfo de la chabacanería con personajes grotescos, con desmedidas escenografías, y escudriñando temas espinosos como la voluptuosidad corporal de las obesas, la ambigüedad sexual de los andróginos, o la impotencia de bellos bisexuales, entre otros signos de este tiempo. Fellini anticipó la diversidad pantagruélica; y eso, que antes era una rareza, es ahora la iconocracia (tiranía de las imágenes) proyectada en celulares, tablets, televisores, etc. En este siglo XXI, se democratizó la estética, y las expresiones plebeyas y de las diversidades ganaron la partida a la belleza, rangosa y sectaria, de las viejas Bellas Artes.

Francia experimentó esa estética contemporánea en estos JJOO, y para lograrlo París, la “ciudad de la luz”, fue puesta a punto con millonarias inversiones como si fuera un gran lienzo. Sin embargo, esas estéticas son fugaces, maléficas y dejan secuelas. Apunte 1: la limpieza del río Sena costó 1.400 millones de euros y, a pesar de la zambullida de Ana Hidalgo, el mítico río sigue infectado; y, concluido el espectáculo, vuelven los migrantes, los turistas, y los hoscos vecinos. Sobre el lienzo urbano parisino se reinstala el nuevo realismo social contemporáneo.

Las estéticas de la sociedad de masas son, también, intensamente paradójicas. Apunte 2: algunos bolivianos alaban el triunfo de la extravagancia porque sucedió en París; pero aquí, en casa, no aceptan los cholets o las entradas folklóricas porque son “borracheras solventadas por la informalidad”. En el nuevo Estado boliviano muchos siguen presumiendo su sometimiento cultural.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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Vencer a la muerte

Carlos Villagómez

/ 26 de julio de 2024 / 07:07

Una de las pulsiones artísticas mas potentes es vencer a la muerte. Casi todos los creadores aspiran a dispersar el olvido con una obra como testimonio existencial.  Semejante lisura es una muestra de egolatría suprema; pero, ya sea pintando, esculpiendo, fotografiando o escribiendo, todos los artistas queremos ser inmortales. 

Y esta introducción viene a cuento porque vi dos documentales, radicalmente diferentes, acerca del tema. El primero es Anselm, del cineasta Wim Wenders, que recrea la vida y obra del más importante artista alemán vivo, Anselm Kiefer. El segundo es Baulera 12 de Mira Araoz y Amaru Villanueva (un documental que lo pasaron en la Cinemateca), que testimonia los últimos días del cientista social. En ambos, a pesar de la diferencia del lenguaje visual, del enorme contraste presupuestario y de realización cinematográfica, la motivación es la misma: vencer a la Parca.

Revise: Paradojas urbanas

El artista alemán construye, tanto en Alemania como en Francia, delirantes mundos artísticos de proporciones faraónicas. Por su parte, nuestro compatriota Amaru concibió su universo personal en una pequeña baulera de un edificio en La Paz.

Amaru, que trabajó en el Gobierno central, tuvo la sensibilidad de un enfermo terminal y concibió un pequeño museo. Pero, más que un museo, hizo una instalación artística.  No eligió un ensayo político, hizo arte con la memorabilia de su vida para canalizar mensajes de amor, familia y comunidad. Acompañado por su pareja, parientes y amigos, llenó los muros de recuerdos y evocaciones de su existencia, y puso al medio una nave espacial que construyó, precariamente, como alegoría de su viaje final. Murió a sus 36 años.

Por su parte, en el bello documental de Wenders, Kiefer representa con tierras, fuego, desechos, óleos o plomo, el espanto que dejó a la humanidad la política alemana y la Segunda Guerra Mundial en el siglo pasado. Es una obra con referencias a la poesía de Paul Celán y la filosofía de Martin Heidegger, plasmada en enormes instalaciones, en imponentes lienzos, y en land art. Kiefer, un workaholic rematado, interviene ahora 80 hectáreas en Barjac con memorias a cuál más tremebunda, pero todas bellamente realizadas.

La primera obra de arte conocida es de Indonesia, tiene 50.000 años; no sabemos quién la hizo, pero venció olímpicamente a la indiferencia. Hoy en día, deseamos que sepan quiénes éramos, qué pensábamos y a quién amábamos. Por esa pulsión, nuestro arte debe ser imperecedero como arte rupestre; así la muerte, que se acuna en la enfermedad, en nuestro deterioro y en tu olvido, será solo una brisa.

(*) Carlos Villagómez es arquitecto

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