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Motín policial: cara y sello

Es el tema favorito de la semana y este columnista no evitó la tentación de pronunciarse al respecto, intentando hacer un balance de la situación. Por un lado, merece un análisis más profundo el hecho de que Bs 1.400 no alcanzan para sustentar adecuadamente a una familia. La situación se agrava si consideramos que quienes ganan ese sueldo se exponen a gases lacrimógenos, balas de asaltantes, agresiones de vecinos linchadores, insultos de conductores enfurecidos y una larga lista de etcéteras.

Por otro lado, las deficiencias en la labor policial del combate al crimen son evidentes; el alcance de la protección policial aún está muy limitada (lo cual da paso a que algunos vecinos justifiquen los linchamientos); y los casos de corrupción que salen a la luz pública compiten en espectacularidad. Los casos de corrupción menuda son tantos y tan frecuentes que ya ni vale la pena contarlos. La corrupción, ciertamente, no es sólo atribuible a la Policía; es una práctica muy arraigada en la sociedad, y de ella son tributarios pobres, ricos, k’aras, indios (de tierras altas y de tierras bajas).

El motín policial se resolvió básicamente con dos condiciones: incremento del haber básico y abrogación de la Ley 101. Al momento de escribir estas líneas, nadie desconoció el acuerdo, así que podemos estar seguros de que el motín de 2012 está definitivamente resuelto.

Es muy ilustrativo, sin embargo, observar cómo una movilización que enarbolaba una reivindicación justa, que tiene que ver con las condiciones de vida de aquellos que resguardan (en la medida de sus posibilidades) la seguridad de personalidades e instalaciones del Gobierno, ha virado en los primeros días hacia el acto vandálico de incendiar la documentación de los procesos disciplinarios e incendiar la propiedad pública. Eso es pescar en río revuelto: hay motín policial, ergo, quemamos los procesos disciplinarios. ¿Quiénes ganan más con estas acciones?, ¿los que recibieron una coima de Bs 10 o los que hicieron un negociado por Bs 200 mil?

Evidentemente, el problema de la seguridad ciudadana no sólo se resuelve con más (y mejores) efectivos; es un asunto sistémico, se requiere una organización  sólida, equipamiento, telecomunicaciones, armas, entrenamiento, capacitación, laboratorios, etc. Es un esfuerzo que, como pocos, vale la pena emprender si realmente queremos tomar con seriedad el tema.

Pero la Policía está ahora en deuda con la sociedad, porque el esfuerzo de incrementarles el salario no es una dádiva graciosa del Ministro de Economía y Finanzas Públicas, es una contribución del país. Y el país espera que esa contribución sea retribuida con trabajo serio. Eso si sólo tomamos en cuenta el aspecto material.

Respecto a los valores, yo —como ciudadano— también estoy esperando una propuesta que nos indique qué Policía quisiéramos tener como institución depositaria de la confianza de la población; qué clase de manejo de los recursos podríamos tener para dejar atrás los días de pobreza franciscana que hoy aquejan a la institución del orden; qué mecanismos tendríamos a disposición para minimizar la corrupción en las filas policiales y qué tipo de transformación necesitamos para que la Policía asuma el tema de los derechos humanos más allá de las diez horas del cursillo de capacitación.

Por último, me despido con una felicitación para todos nosotros, porque nos las arreglamos para vivir seis días sin Policía, y ello no nos convirtió en peatones más irresponsables ni en automovilistas más desaforados ni en ciudadanos más revoltosos de lo que usualmente somos. Somos un ejemplo.