Icono del sitio La Razón

Un pasaporte, un salvoconducto

Tiene apenas 32 páginas, una cubierta azul y el escudo de la república grabado en la portada. El pasaporte cubano parece más un salvoconducto que una identificación, con él podemos saltarnos la insularidad pero su tenencia tampoco garantiza que logremos tomar un avión. Vivimos en el único país del mundo donde para adquirir dicho documento de viaje hay que pagar en una moneda diferente a la que se reciben en los salarios. Su costo de “55 pesos convertibles” significa para un trabajador promedio guardar el sueldo íntegro de tres meses en aras de conseguir ese librito de filigrana y hojas numeradas. Lo que debería ser una credencial que se obtenga por el solo hecho de haber nacido en determinada nación es aquí un privilegio para los que poseen la moneda fuerte, esos billetes de colores que se alcanzan haciendo justo lo contrario de lo que promueve el discurso oficial.

Sin embargo, en este principio del siglo XXI ya no es tan inusual encontrar a un cubano con pasaporte, algo extremadamente raro en los años 70’ y 80’. En aquella época sólo unos pocos elegidos podían mostrar una credencial que les permitiera abordar un vuelo y arribar con ella a algún aeropuerto extranjero. Nos volvimos un pueblo inmóvil y los pocos que lograban salir iban en misión oficial o camino al exilio definitivo. Cruzar la barrera del mar se constituyó en un premio para quienes habían escalado en las estructuras de poder; la gran masa de los “no confiables” no podía ni soñar con salir del archipiélago.

Afortunadamente eso comenzó a cambiar con la década de los 90’. Quizás fue el arribo masivo de turistas que nos contagió con la curiosidad por el afuera o la caída del campo socialista que puso al Gobierno ante la evidencia de que ya no podría regalarles “viaje de estímulos” a los más leales. Lo cierto es que por esos años comenzó a destrabarse el mecanismo para salir de la Isla. El acceso creciente a la moneda convertible (ya fuera a través de la remesa, el trabajo por cuenta propia o las labores ilegales) contribuyó también a que pudiéramos iniciar la exploración de otros horizontes. La mayoría de las veces esto se logra gracias a la solidaridad de un amigo o de un pariente radicado en otro país, que sufraga los excesivos costos de un viaje. Si dependiera sólo de nuestro bolsillo, muy pocos lograríamos abordar un vuelo con destino a cualquier lugar.

Es cierto que el acto de viajar dejó de ser una prerrogativa de la que sólo disfrutan los elegidos, pero el Gobierno mantuvo un filtro ideológico para evitar que los críticos accedieran a tan suculento regalo. Hasta el día de hoy se mantienen fuertes restricciones para la entrada o salida de territorio nacional. Para los que estamos adentro, el cerrojo se llama “permiso de salida” y se otorga teniendo en cuenta considerandos de tipo político. Quienes han emigrado, también deben pasar un proceso similar que culmina con la aceptación o no para que entren como turistas a su propia patria. La decisión final de ambas autorizaciones la tiene una institución militar que se arroga el derecho de no dar explicaciones. De ahí que en las oficinas donde se solicita la llamada “tarjeta blanca” o en los consulados donde nuestros exiliados deben pedir la aprobación de acceso, los dramas humanos se suceden, las arbitrariedades están a la orden del día.

Aquellos que emiten opiniones críticas, pertenecen a un grupo de oposición o han osado ejercer el periodismo independiente, rara vez alcanzan un permiso de viaje. Otro sector también muy controlado es el de personas que trabajan en la salud pública, quienes necesitan de una licencia del mismísimo ministro del ramo, para lograr salir. La situación toma tintes muy dramáticos entre esos emigrados que después de décadas de estar viviendo lejos, no se les deja entrar para visitar a su familia o ver a sus hijos ya crecidos. Algunos mueren en la distancia, sin poder siquiera volver a besar la frente de la madre que dejaron atrás o echar una última mirada a la casa donde nacieron. Un partido, una ideología en el poder, se ha atribuido la potestad de regular nuestro flujo migratorio, como si la plataforma insular no fuera hogar, patria, refugio, sino cárcel, reducto, trinchera…