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Motín sin timón

Tienen razón las autoridades gubernamentales cuando señalan que la gestión del conflicto policial fue un éxito. Pero se equivocan al insistir en la teoría conspirativa del “golpe de estado”. Y es cierto que la solución de ese entuerto fue un éxito, no sólo porque la sangre no llegó al río sino porque el resultado no es desdeñable para el Gobierno, puesto que los logros de los amotinados fueron leves. Más aún, el acuerdo final fue un retroceso respecto a su último pliego petitorio, el que había sufrido una inflación después del rechazo al primer convenio firmado en el transcurso de esa noche sabatina. Aquel acuerdo fue quemado públicamente en señal de rechazo al Gobierno con una parafernalia digna de una “instalación” artística (tipo Ugalde) y con un alarde performativo de la señora representante de las esposas de los policías que haría envidiar a un artista de cualquier rango. Ese rechazo derivó en un incremento de sus demandas a partir de evaluar la fuerza propia y la supuesta debilidad del oponente. Al mejor estilo de los movimientos sociales, los amotinados optaron por radicalizar su protesta y subieron de cuatro a 21 los puntos del reclamo corporativo. Las imágenes de Tv eran preocupantes, a pesar del solaz de los detractores al Gobierno, porque los amotinados esgrimían armas, ocultaban sus rostros con pasamontañas y gritaban: “no tenemos miedo, no tenemos miedo”, en los patios de las unidades policiales. No tenían miedo, era obvio pero era peor: provocaban miedo.

Ese fue el primer error de la protesta policial, una demostración de fuerza ante ¿quién?, ante nadie, ante los camarógrafos, que parecía una amenaza. El segundo error fue marchar en las calles insultando al Presidente con los estribillos aprendidos de tanto escuchar a los grupos estudiantiles que reprimieron un mes antes. Junto con esos insultos que carecían de verosimilitud —porque la eficacia comunicativa de un discurso depende en cierta medida de quién lo dice, del emisor—, profirieron un slogan más desconcertante todavía: “motín policial, motín policial”, es decir, transformaron el método o medio de protesta en el fin u objetivo de su acción, en una mera demostración de fuerza, de desacato a la autoridad civil.

La radicalización de la protesta policial empezó a provocar su aislamiento, y este aislamiento se hizo más evidente cuando el Gobierno lanzó la acusación de “golpe de estado” en una atinada estrategia discursiva que permitió vincular el rechazo a la protesta policial con la “defensa de la democracia”. Esa denuncia era verosímil, no por los datos provistos por los organismos de Inteligencia, sino porque la desobediencia policial a sus mandos institucionales y a las autoridades gubernamentales provocaron zozobra en la ciudadanía, puesto que ante la ausencia (peor, el desacato) de la entidad responsable del orden público surgen los temores de una situación de “estado de naturaleza”, donde impera la ley del más fuerte y no las instituciones. Y las demostraciones de fuerza de los amotinados con una carga de violencia simbólica daban pábulo a la idea de que estaba en riesgo no solamente la democracia, sino el orden social, puesto que sin Estado (a secas) es un poquito difícil pensar en la vigencia de algunas reglas básicas de convivencia. Reglas que, ante todo, sirven para reducir el miedo a la inseguridad, es decir, al caos, a la muerte.

Esa es la racionalidad profunda que llevó a la firma del acuerdo definitivo entre los actores, lo demás es secundario. Por eso, el Gobierno se equivoca al seguir hablando de conspiración, el “golpe de estado” fue un elemento discursivo muy útil para su estrategia de negociación; lo demás es lo de menos. Por eso se equivoca el Gobierno, así como se equivocaron mis colegas analistas que apoyaron las “justas reivindicaciones” de los policías amotinados y minimizaron sus acciones de violencia física y simbólica olvidándose de su cantaleta acerca de la falta de vigencia del “Estado de derecho”, justo cuando éste era desportillado de manera flagrante.