Buscar al muertito
Es una constante usar a las víctimas como catalizadores de pasiones encontradas y odios contenidos.
Oposición y oficialismo, en todos los tiempos, han construido una estrategia política eficaz por su teatralidad: buscar el muertito para convertirlo en bandera. El viejo truco de los muertitos, diría el agente de ficción Max Smart, ya no sirve porque ya no conmueve a nadie. Sin embargo, estas viejas prácticas políticas tienen cultores que insisten en replicarla.
Detrás de esta forma violenta de de-sarticular movimientos y posicionamientos ideológicos, están valores perversos que ensucian el arte de la política, y es requerida como maniobra en las democracias más sólidas y en las más endebles. Es una constante usar a las víctimas como catalizadores de pasiones encontradas y odios contenidos, sin respetar el dolor que producen en las familias y personas cercanas.
Si revisamos la historia de Bolivia o de cualquier país, no encontraremos ni mención a las miles de víctimas que fueron usadas para permanecer en el poder o para conseguirlo. Estamos hablando de aquellas personas llanas, y no de líderes políticos que por su capacidad de aglutinamiento, de un gran porcentaje de la sociedad, son considerados un peligro para la preservación de los valores tradicionales. Eliminar a uno de ellos se considera un magnicidio, no hablo de estas inmolaciones, sino de estas otras personas, casi siempre de condición social baja, un enorme corazón y la mayor de las veces, una gran ingenuidad, que entregan lo único valioso que tienen: su vida. Este sacrificio, generalmente fortuito, del azar y la mala suerte, los convierte en héroes pasajeros hasta que su muerte ya no sirve como bandera o escudo, hablo de los muertitos que tapizan la historia y no son nombrados para la inmortalidad.
Mi compadre recuerda a los muertos de la Revolución del 52, de la masacre de San Juan, de Tolata, de Todos Santos, de Octubre negro y de otras revueltas que cobraron su factura de sangre. Ellos no tenían nada que perder, sino ganar un mundo, mientras los masacradores defendían sus privilegios. Ni de las guerras, provocadas siempre por intereses económicos, a veces mezclados con fundamentalismos para justificar los genocidios. Esa es otra historia, no tiene nada que ver con la utilización del muertito; como diría Stalin: “un muerto es una tragedia; mil muertos, una estadística”.
Lo que buscaban, desesperadamente, los políticos clásicos, durante las movilizaciones de los indígenas de las etnias pequeñas del parque Isiboro Sécure eran sus muertitos. La imprudencia de traer niños enfermos hizo que muriera uno, y dos adultos en un malhadado accidente en el transcurso de la marcha.
Los tres quedaron en el anonimato, la teatralidad que se instaló para amplificar los decesos no sensibilizó a grupos importantes; por eso fueron rápidamente olvidados, porque no servían como héroes. Sus muertes fueron comunes y no tenían la aureola que emplaza la condición de ser eliminados violentamente por el Ejército o la Policía. Eran muertitos inofensivos y los oportunistas fracasaron rotundamente.
Recientemente, en Cajamarca (Perú), la Policía reprimió duramente a los pobladores que se resisten a que una transnacional explote los yacimientos minerales en esa región. Murieron cuatro personas y el día de su entierro, en pleno estado de emergencia, los opositores al gobierno de Humala usaron a los deudos para convertir el funeral en manifestación; a sabiendas que cualquier provocación encendería violencia. Lo que, efectivamente, ocurrió.
Fotografías de los actos violentos muestran a policías dando garrotazos a mujeres y niños, escenas de pánico con los ataúdes volando por los aires.
La oposición peruana logró su propósito de desprestigiar al Gobierno y erosionar su gabinete. Lo indignante es que, a falta de argumentos, se use a los muertos que ya no pueden opinar. Esta manera de entender la lucha política e ideológica en democracia es repugnante, porque atenta contra lo único sagrado que hay en el mundo: la vida.