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Julio en la memoria

Tengo algunas manías, ciertas obsesiones e inevitables fijaciones cuando se trata de enfrentar la página en blanco que me invita a escribir en esta columna. Algunas tienen que ver con la música y entonces, zas, hay que ensalzar la vida y la voz de Chavela Vargas, a veces acompañada de su compadre Joaquín Sabina. Otras gambetean con el fútbol y no queda otra más que hablar de Maradona —sigo gritando su gol contra Italia en 1986— y Aurora, el equipo del pueblo, que es un  primordial asunto existencial. La política no es tan importante  porque escribir sobre ese tema en una columna no requiere mayor esfuerzo creativo ni es un desafío estético cuyo resultado conduzca al gozo y al placer del lector(a).

Tengo una manía, mitad festiva y mitad homenaje —algunos homenajes son plañideros, y aquí no viene al caso—, cuando el almanaque aterriza en este mes. Y no es porque sea “de julio el gran día”, sino porque me recuerda a Julio Cortázar, quien nació en agosto, por cierto, pero qué importa.  Y nació de casualidad en Bruselas, en 1914, justo el día en que el ejército alemán ocupó Bélgica en los albores de la primera gran guerra, por lo que definió su nacimiento como algo “sumamente bélico” que “dio como resultado a uno de los hombres más pacifistas que hay en este planeta”.

Y era cierto. Julio Cortázar era un grandulón que no envejecía y era tan apacible como es su tumba en el cementerio parisino, una tumba de mármol brillante como nieve matutina y adornada con una sutil escultura de madera sin forma definida porque quiere representar a un cronopio, aquel ser tímido y lúdico creado por Cortázar y que es capaz de provocar que una mano anónima escriba en una pared de Cochabamba: “soy un ladrillito cantante que escribe en el caparazón de una tortuga”. Julio es un mes que evoca gratos recuerdos que me empujan a salir a recorrer las calles para buscar los “ochenta  mundos que dan vueltas alrededor del día” y que él sabía descubrir (escribir) como si nada (nadie) y, luego, plasmarlos en cuentos y poemas (moepas).

Cuando era joven y vivía en México tuve el atrevimiento de mandarle una carta a propósito de “Carta a una señorita en París” y le dije diciendo que era posible contar ese cuento de otra manera, sin dejar de vomitar conejitos. Sabiendo que Cortázar amaba los mensajes de naúfrago que son lanzados al mar dentro de una botella, no tuve esperanzas de respuesta. Muchos años después, el Cronopio Mayor contó que cada día recibía cientos de cartas y no tenía tiempo para leerlas, menos responderlas. Quizás él actuaba como uno de sus personajes, como aquella tía que recibía postales y fotografías de sus sobrinos queridos y las clavaba en la pared con un alfiler entre ceja y ceja. Pero no creo que Julio haya tenido una cajita de alfileres porque eso es para gente muy organizada.

Y conste que él era fanático de la lectura, tanto así que, en su infancia, los maestros de la escuela pidieron a su madre —infructuosamente— que le prohibiera sumergirse en los libros durante un par de meses. Y también a los nueve años escribió su primera novela, aunque de ella sólo se acordaba que, al final, los personajes se iban muriendo, quizás de pena. Porque él, desde chiquito, era un sentimental.

 Por suerte, de tanto en tanto, aparecen nuevos escritos de Cortázar que nos deslumbran y nos alumbran. Cuentos, ensayos, cartas, reseñas. En esta ocasión, se me ocurre recordar “Manera sencillísima de destruir una ciudad”, un relato que me sigue sorprendiendo: “Se espera, escondido en el pasto, a que una gran nube de la especie cúmulo se sitúe sobre la ciudad aborrecida. Se dispara entonces la flecha petrificadora, la nube se convierte en mármol y el resto no merece comentario”.