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Límites al pluralismo jurídico

Se trata de que todos seamos reconocidos como iguales ante la ley y que todos los tribunales lo admitan

/ 22 de julio de 2012 / 05:53

La reciente aprobación del Código Procesal Constitucional ha expuesto las contradicciones en la aplicación efectiva del principio del Pluralismo Jurídico, que funda el modelo del Estado Plurinacional. En efecto, la competencia para conocer y resolver las Acciones de Defensa previstas en la Constitución (de Libertad, de Amparo, de Protección de Privacidad, de Cumplimiento y Popular) sólo corresponde a jueces y tribunales “ordinarios” y excluye a las autoridades de la jurisdicción indígena, originaria y campesina que goza de igual jerarquía.

En términos prácticos, reconocer a las jurisdicciones indígenas capacidad para atender estos trámites, indispensables para el ejercicio de los derechos fundamentales, importa expandir la vigencia y respeto por la Constitución y los instrumentos internacionales en materia de Derechos Humanos en todos los ámbitos territoriales y en favor de todas las personas. Su trámite, caracterizado por la celeridad, el no formalismo y de una sola audiencia, puede ser perfectamente conducido por las autoridades locales donde no existen servicios judiciales y que son la mayoría  en el  área rural. Sus resoluciones también serían revisadas por el Tribunal Constitucional Plurinacional, cuyos fallos verificarán y armonizarán la vigencia de la Constitución.     

La nueva Constitución ha establecido el principio de “tutela judicial efectiva”,  que consiste en que toda persona, individual o colectiva, goza de “iguales garantías” para ser protegida por jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos. El Estado garantiza el derecho al debido proceso, a la defensa y a una justicia “plural”, pronta oportuna, gratuita, transparente y sin dilaciones. Las limitaciones al ámbito de competencia material y territorial en desmedro de la jurisdicción indígena originario campesina para las acciones de defensa no solo que contradicen la proclamada equivalencia en jerarquía, sino que resultan discriminatorias, cuando no afectan al insuperado paternalismo centralista.

Ésta también ha sido una de las críticas a varias disposiciones de la “Ley de Deslinde Jurisdiccional” que restringe severamente la idea de un pluralismo jurídico igualitario.

Debe ser posible imaginar, por ejemplo, que una persona injustificada e ilegalmente privada de libertad en una comunidad indígena pueda presentar una acción de libertad (Hábeas Corpus) ante  sus propias autoridades, y éstas, sin dilación, en el idioma del pueblo, conduzcan el sencillo procedimiento para contrastar los hechos denunciados con las disposiciones constitucionales, los instrumentos de derechos humanos y su propia cosmovisión, para resolver y resguardar una vida en peligro o una detención indebida. Sus resoluciones posiblemente tendrán mayor oportunidad, legitimidad y aceptación que aquellas que pronuncien los jueces o tribunales ordinarios de distantes capitales donde resulta oneroso y complejo sostener una acción de garantía inmediata. La contingencia de que las autoridades originarias  no respeten el orden jurídico será resuelta en la obligatoria revisión de sus fallos por el Tribunal Constitucional. En suma, se trata de que todos seamos reconocidos como iguales ante la ley y que todos los tribunales ante los que acudamos así lo admitan.

El pluralismo jurídico no es “dualismo”, no se reduce a la coexistencia de dos jurisdicciones: la Ordinaria y la Indígena Originaria Campesina, concurren también otros espacios locales, nacionales y globales que definen y configuran diversas fuentes de derecho y modalidades de  justicia, sobre las que bien vale la pena reflexionar. 

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Prevenir y no sólo castigar

La vía penal no sólo resulta abusiva, sino que además promue-ve la extorsión y paraliza la gestión pública

/ 17 de febrero de 2013 / 04:00

La reciente sentencia del Tribunal Constitucional Plurinacional que declara inconstitucionales e inaplicables algunos artículos de la Ley de Autonomías, que facilitaron la suspensión de autoridades electas a sólo requerimiento fiscal, abrió algunas dudas sobre sus alcances, y no pocas inquietudes sobre la necesidad de encontrar nuevas modalidades para “castigar” a aquellos malos funcionarios, sobre todo cuando se encuentran involucrados en situaciones de corrupción pública.

La decisión del Tribunal fue acertada, en tanto privilegia la vigencia de presunciones y garantías constitucionales sobre las políticas legislativas concentradas en la criminalización y la persecución penal  desproporcionada sobre servidores públicos o particulares, de quienes se sospecha que afectaron los intereses del Estado. La vía penal no sólo resulta abusiva en la mayor parte de los casos y se contrapone a los derechos y prácticas democráticas, sino que además amedrenta la toma de decisiones, promueve la extorsión y paraliza la gestión pública.

La ocasión es oportuna para recuperar la figura de la responsabilidad “ejecutiva”, contemplada en el artículo 213 de la Constitución Política del Estado, y que fue introducida hace 22 años por la Ley 1178 (Safco), de la que se han recuperado varios conceptos en el texto constitucional vigente, como la noción del “servidor público”, o las categorías de responsabilidad por la función pública sobre las que se pronuncia la Contraloría General del Estado.

Una de las atribuciones de la Contraloría se refiere precisamente a la capacidad de determinar indicios de responsabilidad “ejecutiva” que, según la referida Ley Safco, es aquella que corresponde a la autoridad o ejecutivo que no rinde cuentas; no asume responsabilidad por sus actos y objetivos a los que se destinaron recursos públicos; no da cuenta oportuna de los contratos que suscribe, de los estados financieros auditados; y no respeta la independencia de la función de auditoría. También puede ser susceptible de responsabilidad “ejecutiva” cuando se establezca que las deficiencias o negligencia de su gestión son de tal magnitud que no permiten lograr resultados razonables en términos de eficacia, eficiencia y economía.

Las consecuencias de esta conducta así evaluada y fundamentada por informes de auditoría activan la atribución (hoy constitucionalizada) del Contralor General de recomendar, ante quien corresponda (órganos deliberantes, mecanismos de control social, ministros o el propio Presidente del Estado), la suspensión o destitución de la autoridad, sin  perjuicio de otras responsabilidades que también puedan corresponder y tramitarse por la vía correspondiente.

Se trata de una aproximación distinta a la tradicional valoración de la gestión de las autoridades ejecutivas del sector público. Ésta comienza por trazar un desempeño mínimo razonable sujeto de evaluación por auditoría y fija una consecuencia grave (la suspensión o destitución) en caso de evidenciarse su incumplimiento. Puede ser más objetiva, trascender lo político, la criminalización desfigurada por la extorsión o las deficiencias del sistema judicial y la impunidad absoluta.

Para activar esta modalidad de responsabilidad deberá comenzarse por institucionalizar la Contraloría General del Estado con una designación constitucional; promover mayor activismo en las funciones del control, conjugando la auditoría, la información y el control social, para que la prevención de las anomalías genere mejores prácticas y mayor servicio a la colectividad.

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Dos siglos sin mejoras

/ 10 de diciembre de 2012 / 01:53

Los testimonios de los Autos Acordados de la Real Audiencia de la Plata de los Charcas, la autoridad judicial y administrativa de la Colonia, que fueron editados y publicados en 2005 como una iniciativa de la Corte Suprema de Justicia, el Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia, con el apoyo de la Embajada de España y AECI, dan cuenta de los antecedentes de la administración de justicia, de gobierno y asuntos eclesiásticos del extendido periodo
colonial, entre 1566 y 1825.

Entre estos se encuentra uno que vale la pena recuperar para contrastarlo con el presente. Se trata del Auto Acordado de enero de 1812, emitido en la ciudad de La Plata (hoy, Sucre) por la Audiencia con relación a la situación de la mantención y alivio de los “pobres presos” de la cárcel pública, como resultado de una visita realizada por las autoridades de entonces. El documento testimonia el notable abandono del recinto y la “ninguna
conmiseración” con la que fueron tratados los internos, quienes, “por caridad y justicia exigen el amparo y defensa de los tribunales y magistrados” de quienes reclaman visitas, por lo que se dispuso que éstas se realicen al menos una vez al mes al interior de la cárcel. También se acordó que el alguacil mayor de la ciudad y el carcelero manden barrer y limpiar toda la cárcel, patios y aposentos, se aseguren que nunca falte agua limpia y abundante; que no se detengan ni corrompan los desagües; que todas las noches tengan un farol a luz encendida; que se realicen las requisas para imponerse del estado de los calabozos; que se manden a componer las puertas y cerraduras; que se abstengan de dejar abiertas las puertas de la cárcel; que se registre a todos los presos y sus antecedentes, quien los mandó prender, por qué causa y el día de entrada y salida; se levante el inventario de las prisiones; sus muebles, utensilios, ropa y camas que deben haber para los pobres y enfermos; que se trate bien a los presos y no los ofendan ni injurien; que tengan particular cuidado de que sean bien asistidos y curados los enfermos, llamando oportunamente al médico y cirujano de la ciudad y pidiendo al boticario las medicinas que necesiten; que se retiren los grillos o cadenas, quedando prohibido su uso por inhumano; que se provea de ropa y cama y cuanto conduzca para asistir a los pobres a quienes se les de el pan y alimento diario; se vista a los que están desnudos y provea colchones para los enfermos. Se dispone asetambién que para aliviar estos gastos se apliquen las rentas, dotaciones, multas y limosnas de caridad que se reciben; y
si aún no fuese suficiente, se utilicen las propias, con cargo de reintegro.

Doscientos años después, una visita a la mayor parte de los recintos penitenciarios del país podría —sin duda— reproducir éstas o más recomendaciones, con los agravantes del hacinamiento oprobioso que sufren y que cerca al 90% de sus internos son presos preventivos, sin condena, y la mayoría muy pobres. Salvando el esfuerzo y la integridad de muchos servidores públicos, es posible también afirmar que estas personas privadas de libertad y cuyos derechos están reconocidos por la Constitución todavía son víctimas de un sistema criminal obsoleto, de un Estado indolente, proclive a criminalizar la legislación sin contar con una política criminal informada y que privilegie la prevención; de un sistema judicial ineficaz; de un Ministerio Público inútil y descompuesto en sus más altos niveles; de una defensa pública inoperante y una desentendida Defensoría del Pueblo vecina de San Pedro. El escenario es propicio para reiterar una vez más la necesidad de una amnistía de generosos alcances, como la que se decretó por Ley en 2000 y no solamente un exiguo indulto en favor de una fracción mínima de los condenados. Será Justicia.

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La Constitución y la cultura jurídica

Recuperar confianza en la ley y la administración de justicia no es un prospecto alentador

/ 30 de septiembre de 2012 / 04:43

 Podrá la nueva Constitución Política del Estado contribuir a transformar la cultura jurídica de la población y orientar conductas de mayor aprecio por sus principios y el orden legal establecido? ¿O bien será preciso esperar que primero cambien algunas prácticas y recién se forje una legislación que corresponda genuinamente a las demandas sociales? ¿Serán las instituciones eficientes, estables y justas las que nos permitan lograr una convivencia más armónica y pacífica? ¿O también será necesario que primero cambien las posturas frente a la ley para volver a diseñarlas de manera que éstas funcionen mejor y sean respetadas?

La respuesta no es simple, peor aún cuando todavía se utilizan cuestionables prácticas por quienes disienten con alguna disposición legalmente aprobada, incluida la Constitución, y piden ser satisfechos en sus peticiones. O bien cuando se protesta por el ejercicio de derechos restringidos por el poder público.

En ambos casos se abre la confrontación con medidas de hecho, con violencia y descaro. Poco importa si en el propósito se lastiman los derechos de los demás, se desconocen a las autoridades establecidas o se causan daños al patrimonio y la economía de particulares o del Estado. En algunos casos, han sido las propias autoridades de los órganos de poder público las que se suman a esta curiosa anomia, a través de actuaciones legislativas, administrativas o judiciales que favorecen la inseguridad jurídica, la persecución judicial o la impunidad selectiva,  en una poca afortunada interacción de intereses políticos y jurídicos.

La solución a estas tensiones no son, generalmente, las que puedan encontrarse en las vías de impugnación pacífica, administrativa o judicial. El descrédito institucional, el desconocimiento de procedimientos, el anacronismo de la legislación, su lentitud e ineficacia y la ausencia de autoridades independientes desalienta su utilización. En muchos conflictos (como el que protagonizan los mineros estos días), las vías de hecho escalan y sólo son los “diálogos” bajo múltiples presiones de ciudadanos afectados o víctimas inocentes, que conmueven a las partes o a intermediarios de buena voluntad para superar las diferencias. La ley y la Justicia no son precisamente los instrumentos más útiles, muchas veces son la causa de los conflictos.

Recuperar confianza en la ley y la administración de justicia no es un prospecto alentador. Al contrario, crece la informalidad en los ámbitos ciudadanos y la legitimidad de los órganos de poder público del Estado se deteriora, pese a la inflación legislativa y el populismo penal con el que se pretende resolver todas las controversias.  

Bolivia tiene una larga tradición normativa, de hecho se ha inaugurado un nuevo orden constitucional y su régimen legal secundario debe completar una transformación estructural del Estado,  concurre entonces una “cultura jurídica” enraizada, positivista y formal. Lo que entra en controversia es la “calidad” de esa cultura, como los hábitos arraigados en torno a la legalidad afectan el ejercicio de los derechos y a la propia administración del Estado y la Justicia.

Todavía tenemos una cultura contradictoria, porque admite a la existencia de la ley pero su aplicación puede fácilmente diluirse, desafiarse, ser irregular o selectiva.

La deliberación, el debate público y la reforma estructural de la enseñanza del derecho pueden orientar la transformación de esa cultura imperante; también  contribuirá la vigencia efectiva del principio constitucional del “pluralismo jurídico” que permita el reconocimiento y desarrollo de nuevas fuentes del derecho y sus procedimientos, más cercanos y funcionales a los ciudadanos, mayores espacios de reflexión legislativa, probada imparcialidad y tolerancia democrática serán un buen comienzo. 

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