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Cuidado se sepa la verdad

A usted le gustaría que confundieran a sus padres con los de otra persona? Imagínese pasando a la posteridad como un valeroso combatiente de la independencia americana, pero festejado el día del nacimiento de alguien que no fue usted. Imagínese a usted y a sus descendientes; ¿cómo se sentirían?

Dos investigadores: Hugo Canedo, primero, y Fernando Suárez, después, han demostrado con suficiencia, sobre la base de fuentes primarias hasta ahora desconocidas, que Juana Azurduy de Padilla, la heroína, no es la que nació el 12 de julio de 1780 ni la que, según nos enseñaron, tuvo por padres a Matías Azurduy y Eulalia Bermúdez.

¿Cuál ha sido la reacción ante sus evidencias? La muy chuquisaqueña mojigatería. No han tardado en conseguir micrófono los obtusos “defensores” de la aludida para demandar —los pretenciosos— “que no se toque” a Doña Juana. ¡Prohibido!, cuidado se sepa la verdad. “Hay cosas que es mejor dejarlas así”, ha dicho uno de ellos; digno representante de la sociedad pacata, “iglesiera”, al juicio rebelde y, como se ve, dominguero del escritor Carlos Medinaceli. Ahí están, ellos son los estrechos de miras que tienen postrada a la ilustre ciudad de Tristán Marof.

Juana Azurduy —para ellos— es intocable —se supone— por investigadores. Parte de un festival de disparates que comenzó con una lección de moralidad: la aprobación, por unanimidad, de un artículo de la Carta Orgánica Municipal de Sucre que castiga con la cesación de funciones a alcaldes y concejales involucrados en adulterio, y al que no podía caberle mejor corolario que el justificativo de un asambleísta inmortalizado en la prensa local: “El que no tiene lealtad con su mujer, con su familia de cinco miembros, ¿cómo va a ser, pues, leal con 250 mil habitantes?”.

Casi tan simpáticos se han portado algunos entusiastas comunicadores. Uno, que es amigo pero no por eso dejo de estar en desacuerdo con él, se animó a comparar los conatos de llenar los vacíos de la historia de Azurduy con lo que ocurriría si acaso hoy un investigador se atreviera a decir que Jesucristo no nació un 25 de diciembre, sino cualquier otro día. ¡Uh!, cuidado se sepa la verdad. Certero ha estado en cambio Juan José Toro, “pinche periodista” como se autodefine en su columna del mitológico 12 de julio, pero de 2012: “…después de todo, la Historia es una ciencia social y, como tal, está sujeta a la evolución y los cambios de las sociedades humanas. Lo que corresponde es seguir investigando con el fin de poner luz en las páginas donde todavía hay tinieblas”.

Juana Azurduy se merece todos los homenajes del mundo, incluso la impresión de su rostro en billetes de 100 pesos. Pero, por respeto a ella misma y a la historia de este país y de la América entera, no se puede caer en el desbarro de hacer de la vista gorda ante las constataciones de la ciencia o, peor aún, vetar el tratamiento de cualquier tema que no fuera su incansable batalla. Pretender que los investigadores callen cuando producto de su trabajo encuentran datos de Doña Juana o del personaje que fuera, equivale a pedir que el cirujano interrumpa la operación cuando ya ha hecho la incisión en el cuerpo del paciente. Quien no lo entiende así, falta el respeto a los que cumplen una labor fundamental para las naciones: la de ir en busca de su filiación.

Importa, pues, que se confunda a Juana, la heroína, con una homónima. Importa porque se trata de información que hace a la persona como tal, lo que implica respetar su derecho —aún después de muerta— a la verdadera identidad. Lo contrario sería una afrenta a la Generala de Bolivia, al ser único e irrepetible que fue ella, más allá de lo que hizo o dejó de hacer.