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Chuquiago

Después de 35 años de su estreno, volver a mirar Chuquiago, de Antonio Eguino, fue un goce estético que nos hizo olvidar (señal inequívoca del gran cine) a la ciudad que sufrimos todos los días. Fue constatar una vez más que las buenas obras son atemporales y renuevan sus atributos de fondo y forma para siempre.

Su guión mantiene el vigor de su estructura narrativa y su postura ideológica, y nos permite compararnos y mostrarnos como en un espejo. Concebido desde una apacheta de la ciudad, el Killi Killi, Chuquiago retrata cuatro historias en una topografía social invertida. Fue, sin duda, un momento de lucidez de Antonio. Así llevó al celuloide las dos características paceñas más relevantes: nuestro abanico social y la configuración de estas montañas.

Las historias relatadas mantienen hoy en día todas sus fricciones sociales. Este Chuquiago posmoderno es aún una ciudad conformada por varias ciudades. Desde la planicie alteña hasta los acogedores barrios sureños, la película retrata nuestros barrios con algunos cambios en sus detalles. Quizás las calles por donde Isico inicia su inserción social sigan siendo de polvo y tierra seca, pero las construcciones de adobe filmadas ahora son de un inacabado pero resistente ladrillo y hormigón; los senderos de tierra y de albañales abiertos de las pendientes ahora tienen, en su mayoría, graderías y los cauces controlados; los adoquines de piedra comanche que texturizan el nervioso deambular de Johnny por el centro paceño ahora son reemplazados por cemento, y dicho sea de paso, desconocemos dónde van a parar esas hermosas piedras. Cambiamos esos detalles urbanos, pero el sentimiento de un espíritu colonizado se mantiene ahora en los nuevos Kevins, los Brayans o las actuales Shirleys o Wendys.

De las cuatro historias, una recurre a una especie de flashback necrológico, la de Carloncho. Puede que este grupo social, el del empleado público borrachín y negrero, ande como un muerto en vida por tener el espíritu  empeñado a las dos prácticas más nefastas de nuestra sociedad: la militancia politiquera y su consecuente corruptela. Los otros tres personajes parecen conservar alguna esperanza en sus vidas. Patricia, como sucede ahora, no camina esta ciudad. Se la pasa encerrada en un automóvil que la lleva a los barrios del sur que ahora sepultan sus jardines con negocios inmobiliarios. Las Patricias de hoy siguen acudiendo al club y a la crónica social; pero, por nuestra acelerada movilidad social, se incorporan sin su permiso nuevos y coloridos vecinos. Si uno se atreve a proyectar la continuación de la trama de Chuquiago, podríamos imaginarnos una escena: un acaudalado Isico recibe en su tienda “de la Eloy” a la abuela Patricia que, sin maquillaje y en buzo, le compra una televisión coreana de última generación.