La luz de la memoria
¿Sabrán sus nietos que su abuelito era un hombre temible, que hizo llorar a miles de madres y niños?
Un puntapié furibundo estrelló la puerta contra los muros de mi cuarto. Cuatro civiles ingresaron violentamente, me hicieron arrodillar y poner las manos detrás de la nuca. Luego desmontaron mi pequeña biblioteca, buscando armas, según había denunciado un compañero del colegio nocturno Ayacucho, donde yo estudiaba. Ese estudiante apellidaba Virreyra y era buzo del ministro del Interior, Cnl. Mario Adett Zamora, al que los presos le decíamos el Cara de C… por su esférica calva y su aliento espeso. Era 1972, febrero.
Estuve más de medio año preso. Así de simple, no había Derechos Humanos ni Defensoría del Pueblo, no se podía alardear en los medios, como ahora. Mi padre, que apoyaba al régimen de Banzer, hizo gestiones inútilmente para mi liberación. El Cara de C…, en una suerte de interrogatorio organizado para que me arrepintiera de mis ideas, dijo que no escuchara el canto de las sirenas de los “delincuentes subversivos”, porque: “Ni Dios te sacará de aquí, jovencito”.
Después de 40 años, impune, se siente orgulloso de la dictadura, argumenta que en siete años se hicieron carreteras, hospitales, como si eso fuera una hazaña. Le faltaba agregar: cementerios y cárceles para enterrar y encerrar a los opositores. Llora emocionado por la amistad que le unía al dictador e ignora que él hizo llorar a miles de madres y niños, que ordenaba torturar y mandaba a la cárcel a padres de familia. ¿Sabrán sus nietos que su dulce abuelito era un hombre temible, que en sus manos estaba la vida de miles de ciudadanos?
En 1979, a las 09.30, en la calle Pichincha, una ráfaga de ametralladora destruyó ventanas y una bala me atravesó el vientre, milagrosamente pasó entre la vena cava y la porta, y otra atravesó mi chaqueta. Ahora era el turno de un golpe civil-militar con ayuda del MNR y su siniestro impulsor Guillermo Bedregal, más su instrumento letal, el Gral. Natusch Busch. Durante dos semanas asesinaron y fusilaron, sacaron tanques y helicópteros, en un estado de guerra contra gente desarmada. El mariscal de la Pérez Velasco, Doria Medina, también se volvió otro viejito pascuero y nunca fue a la cárcel, seguramente también lloraba recordando su victoria militar. Con mi compañera, embarazada, salimos de Bolivia por las amenazas de muerte que recibía constantemente. Pasaría mucho tiempo para que pueda conocer a mi hija que nació en 1980. Ese mismo año, el 17 de julio, paramilitares fascistas ingresaron a la sede de la COB, acribillaron a Marcelo Quiroga Santa Cruz y a Carlos Flores, clausuraron la universidad, impusieron la censura en los medios y el estado de sitio permanente.
Monseñor Juan Quirós, director de Presencia Literaria, nos advirtió, gracias a la información obtenida por un sobrino suyo (un coronel que no estaba de acuerdo con la dictadura) que había una lista para eliminarnos. Empezaron a “peinar” mi barrio y tuve que escabullirme para llegar al Perú, después de un sinfín de peripecias, la artista Silvia Peñaloza también se refugió al límite de su captura. El pintor Diego Morales logró salvar su vida refugiándose en Suiza, después de sufrir vejaciones durante su cautiverio. Solicité asilo en el Ecuador, allí conocí a muchos compatriotas, fundamos la ALDHU y gracias a algunas religiosas manteníamos contacto con la COB y estábamos informados de todo lo que acontecía en Bolivia. Mi trabajo en El Comercio de Quito, con el poeta Eliodoro Ayllón, nos permitía acceso a información de primera mano.
Conocí a mi hija Aisha en 2002 en Madrid, ella ya tenía 22 años. ¿Quién me indemniza el no haberla tenido en mis brazos durante su niñez?, ¿quién me devolverá los años que no pude verla, ni a ella ni a mis otras hijas? Mi cicatriz es el testimonio abierto que me impide olvidar y busco la justicia como miles de bolivianos que lucharon por la democracia, cuyo camino tapizado de sangre podemos rememorarlo en una exposición del Museo Nacional de Arte, y a cuya inauguración invitamos a la ministra de Justicia, Cecilia Ayllón, que refulgió por su indiferencia.