Breve oda a La Paz

Los paceños tienden a sostener una relación ambigua con La Paz mientras viven en ella; a diferencia de los cruceños, que viven su ciudad como una extensión de su desenfadada personalidad; o de los cochabambinos, que tienen asumido que su terruño es una sucursal del cielo donde les ha tocado vivir desde ya.
El paceño se queja del frío diariamente, y sin embargo lo resiste con estoicidad de santo medieval: cafecitos en jarro, mantas de vicuña, estufas a medio metro de las piernas, cuádruple frazada que pesa una tonelada y le obliga a dormir tieso soñando sueños en que, si lo persiguen, no podrá escapar. El paceño vive para su trabajo y disfruta el ajetreo y la sensación de triunfo que da el lograr sus objetivos cada día, a pesar de la carrera de obstáculos en que consiste realizar cada mínima tarea. El desafío primero es lograr espacio en un minibús (no importa si es con las rodillas al pecho) y luego remar su porción de paciencia hasta ver si el chofer logrará sortear con éxito bloqueos, trancaderas o desvíos. Si no es así, seguirá su viaje a pie, muchas veces con tacos punta alfiler o cargando bultos, cajas o niños en bandolera.
El segundo desafío es correr por la ciudad hacia la oficina, el trámite, la fábrica, el mercado, el aula; muchas veces esquivando el ruido infernal de dinamita o petardos, tapándose la nariz para no sucumbir a gases violentos. Viene luego la lucha por sortear los horarios, humores o contradicciones de la máquina burocrática que sostiene la ciudad y le da sentido como sede de gobierno. Laberinto de escritorios que esconde tras cada vericueto un minotauro hambriento de incautos. Señoritas de ominoso peinado que te dicen “no está” o “no ha llegado”, sin siquiera levantar la cabeza para mirarte a los ojos. El vuélvase mañana es cada vez menos frecuente, reemplazado por tal vez la semana próxima. Y para cada respuesta inconclusiva, el paceño ha de esperar en una cola donde alguna vez tiene la posibilidad de quejarse del frío o los bloqueos con eventuales compañeros de infortunio; pero la mayoría de las veces se queda callado, pensando en el bendito día en que se vaya a un lugar más bajo, menos frío, más verde, menos estresante.
El paceño sufre La Paz, y ese sufrimiento le impide ver cuánto la ama. Dicen algunos que todo paceño es un cochabambino en potencia, y esa transformación se va dando gradualmente, en la medida en que sube la presión o el colesterol, y los años de pelear esa batalla diaria con la ciudad van pasándole factura. Por eso, cuando finalmente llega el día en que el guerrero se retira, cuelga el traje y se va a buscar una vejez tranquila en un lugar más verde o menos estresante, se lleva siempre una foto, una postal, un cuadrito, cualquier cosita donde aparece estampada la imagen del Achachila tutelar de la ciudad: el Illimani Omnipresente. ¿Qué recuerdos gloriosos le trae esa imagen? ¿Qué fantasmas de la batalla ayuda a conjurar? Yo no sé, no podría decirlo. Yo soy una cochabambina atrapada en la magia de La Paz.