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De la risa y la Coca-Cola

De Mijail Bajtín, en su obra sobre François Rabelais, aprendí el valor político de la risa. Durante siglos los explotados y los vilipendiados hicieron del sarcasmo y lo grotesco un arma, para escarnecer la autoridad establecida. Cuando la violencia colectiva no podía estallar en calles y plazas, ellos y ellas las llenaban de cantos, pifias y parodias. El Carnaval, la fiesta de los locos, el bando bufo o, entre nosotros, el baile de los Doctorcitos, trivializan la formalidad adusta y sobria de los poderosos y la cultura oficial.

En una suerte de utopías prácticas, los “de abajo” toman fugazmente las desordenadas riendas de la sociedad. ¿Qué ocurre empero cuando, desde el poder, se banaliza a los grupos subalternos? Lo grotesco se invierte y se convierte en un límite. La carcajada suena para confirmar lo “ridículo” (sic) de las conductas de indígenas o mujeres y afirmar la propia superioridad. En el espectáculo, los cuerpos  de los otros y otras se mueven a medias e informes, y sus voces suenan como un rictus no civilizado, como ocurre en los espectáculos de nuestra comedia chaplinesca al son rítmico del tralalá. No reparan que el gran Carlitos usó las muecas para reírse, con el “pueblo llano”, de la sociedad industrial capitalista o del gran dictador hitleriano y no a la inversa.

La “Batalla por la Coca-Cola” ha permitido nuevas ironías mediáticas, al tomar las palabras del canciller Germán Choquehuanca fuera de contexto. Son “ocurrencias”, dice con sarcasmo alguna prensa; los opositores, por su parte, se burlan. Mientras no pocos temerosos, horrorizados ante la posibilidad de vivir sin la oscura bebida, la acumulan y guardan (en vano) en sus cavas junto a sus mejores vinos. El eje del asunto no es la muerte del refresco yanqui, o el triunfo del “mocochinchi”, pues al fin de cuentas nombrarlos —me parece— fue sólo un recurso o un (pre)texto para     una argumentación más compleja y profunda: la raíz intima de nuestra sociedad de hondas jerarquías y  desigualdades étnicas y clasistas.

Cada momento constitutivo (Zavaleta Mercado) y cada revolución, tiene el derecho e incluso la obligación, de organizar su propio calendario y su propio génesis. Un punto de partida para mirar el pasado y el futuro conjuncionados. Los cristianos registran el nacimiento de su mundo desde un 25 de diciembre; las repúblicas nacidas de la caída del dominio español desde la proclamación de su independencia; mientras que los franceses republicanos cortaron el año en Brumaire, Thermidor y Germinal. ¿Entonces, por qué no un 21 de diciembre? El reclamo de un nuevo mundo, que acabe con la discriminación, recupere poder y derechos para los pueblos indígenas ya se oyó en 1781, 1892 o 1899, fuese en su apelación a una Pacha o de búsqueda de la Loma Santa. Esperanza y refugio para quienes han vivido siglos discriminados en su propio territorio bajo el imperio de una “macha”; un no tiempo, una no vida o un no ser, como bien dice el Canciller. Una larga estación en la que no hubo lugar para la risa y la alegría; salvo de aquella de la que nos habla Bajtín.