Casimiro Olañeta nació en el Virreinato de La Plata y murió en la República de Bolivia. Para eso vivió. Fue miembro de la Asamblea Deliberante de 1825 y tuvo un rol activo en la creación de las instituciones republicanas, desempeñándose en los tres poderes del Estado: fue ministro varias veces, diputado y presidente de la Corte Suprema de Justicia. Su obra ha sido juzgada con más severidad que ponderación, y es uno de los pocos casos de líderes que, perdonados y apreciados por sus contemporáneos, sufren el castigo de los historiadores.

Estos han juzgado su obra con pasión y, al final, impusieron una imagen despreciable de Olañeta. Es verdad que estuvo en el bando monárquico y se pasó al republicano, pero Santa Cruz hizo lo mismo y, como él, centenares, sin que ello sea usado para condenarlos. También sirvió en varios gobiernos y muchas veces conspiró contra los que lo nombraron ministro. Pero dio una explicación rotunda: “sean ustedes leales a las personas si así lo quieren, déjenme a mí ser leal a los principios”, escribió en uno de sus folletos. Y quienes han indagado su actuación, como José Luis Roca, confirman que los distanciamientos políticos de Olañeta se debían más a los cambios de rumbo de los presidentes y caudillos que a sus ambiciones personales. Lo buscaban para mejorar la calidad de sus equipos de gobierno, sabiendo que no era un incondicional y que podía ser un severo crítico y, llegado el caso, un formidable adversario. En reconocimiento a esta conducta, sus coetáneos lo despidieron con honores.

Los merecía. Cuando Bolívar se oponía a la creación de la República, porque incumplía el compromiso con San Martín de respetar los límites virreinales, cuando Sucre dudaba y Santa Cruz buscaba conservar la unidad del Perú, Olañeta contribuyó de manera decisiva a que se respetara la voluntad de los pueblos del Alto Perú. Y lo hizo sin ejércitos ni batallas, sino con las armas de la política, las únicas que podía utilizar. Halagó vanidades, presentó argumentos, buscó alianzas e intrigó, es verdad, pero ni mató a nadie ni envió a nadie a la muerte, como lo hicieron los caudillos militares.

Mérito extraordinario es que, en medio de la guerra, Olañeta jugara a la política y lograra sus propósitos. No era el único que buscaba la creación de una entidad independiente que, según algunos historiadores, ya existía de facto. Pero supo reconocer esa entidad en Charcas y consiguió que los demás la aceptaran. Olañeta empleó recursos civiles (civilizados, diremos) para imponerse sobre militares como Bolívar, Sucre y Santa Cruz.

Si se considera la creación de Bolivia como perjudicial para la integración latinoamericana, como creía Bolívar, es comprensible festejar el 6 de agosto ignorando a Olañeta. Pero si, por el contrario, se festeja la fundación de la República con verdadera convicción y se admite que la existencia de Bolivia es necesaria, sería lógico honrar la memoria de Casimiro Olañeta.

Honrarlo nos ayudará a reconocer la importancia de los civiles que lucharon pacíficamente para desarrollar instituciones republicanas, y desnudar el heroísmo improductivo de los caudillos militares, que tantas veces sacrificaron al país.