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Leer o escuchar

El siempre agudo Gabriel Zaid se expide en el último número de la revista Letras libres sobre el curioso ritual literario o científico de las conferencias culturales. Formas sociales de ascender en el pedregoso y disputado mundo de cada especialidad, nos dice, son un lucrativo negocio donde lo que menos importa es el contenido de lo que dice el conferenciante. Importa sí la figura intelectual del expositor o autor, importa estar entre los asistentes para hacer contactos, conversar, comer y beber si se puede. Cita a Mc Luhan: “El verdadero mensaje de una conferencia es que la hubo”. Todo cierto.

Zaid no menciona expresamente a las llamadas presentaciones de poemarios, novelas, libros sobre las muchas etnias que hay en Bolivia, libros de análisis de la coyuntura política, libros sobre nuestro triste pasado, libros sobre el mar, etc., etc.; sin contar géneros menores, como los libros de comida, las guías de turismo o los métodos para adelgazar. Pero para el caso es lo mismo. Entretenida forma de los paceños para darse un respiro del aburrimiento del día a día y encontrar a alguien con quien intercambiar un par de chistes antes de ir a dormir (o finalmente ver a la mujer que a uno le llama la atención últimamente), están ahí siempre, como se sabe.

La presentación de un libro es en cualquier caso equivalente al bautismo de un bebé o la presentación en sociedad de una quinceañera. Hay la sensación de que libro no presentado es libro que no existe. Y que haber estado en su presentación equivale en cierta medida a haberlo leído. Pero en el mundo cada vez más superpoblado de las publicaciones, poco o nada se puede saber de su lectura real.

“En comparación con la tertulia de amigos, o la lectura de un lector solitario, sigue Zaid, las conferencias son de poca eficacia comunicativa. Es absurdo recorrer media ciudad congestionada para llegar a tiempo y leer de oídas (que es difícil) un texto mal dicho o, peor aún, que no tiene nada que decir; y del cual no es posible saltarse las partes vacuas o el texto completo, que luego se publicará”.

En otro tiempo yo era asiduo asistente a estas simpáticas ceremonias. Nunca he podido concentrarme lo suficiente como para terminar de escuchar con la debida atención un poema entero, por ejemplo: inevitablemente levanto la vista y comienzo a observar a los circunstantes o al poeta que se está luciendo leyendo su obra, o me distraigo con divagaciones personales.

Una variedad de la presentación de libros como forma de entretenerse es el coloquio, mesa redonda, cuadrada o la forma que se quiera. Dos o tres especialistas en un tema o personas que han leído un libro comienzan a intercambiar ideas sobre el tema o libro, y los espectadores observan con presunta atención. Pero se puede constatar la inutilidad del esfuerzo cuando llega el momento de las preguntas o comentarios. Nadie tiene muchas ganas de hacerlo y sí de que el moderador anuncie que a continuación se va a cerrar el evento con una copa de vino. Entonces sí que todos se ponen a charlar.

Sin embargo, quizá hubo otro tiempo en el que los actos literarios públicos tenían más sentido, cuando era más difícil publicar y la comunicación era rudimentaria. Muchos estupendos libros ensayísticos que he leído son el producto de series de conferencias; pero, digo yo, han tenido que ser ensayos escritos concienzudamente y luego leídos, y no meras competencias de habilidad oratoria espontánea, como las que ocurren a menudo en nuestro medio. Acabo de leer Pragmatismo, de William James. No estoy seguro de haberlo entendido plenamente, pero se nota la coherencia ensayística de sus capítulos. Y es el producto de una serie de charlas filosóficas.

Sé que mi amigo Eduardo Nogales, enjundioso ensayista sobre el “proceso” que vive el país, está preparando la segunda parte del volumen de 600 y más páginas que presentó hace un tiempo en la Universidad Católica. Ante la segura invitación a la presentación de la misma, sé lo que le voy a decir: que no tengo tiempo para asistir, porque recién estoy en la página 425 de su primer libro, y no puedo perder el tiempo en presentaciones.